Plinio Corrêa de Oliveira
Jugadita astuta, cándida y risible
"Folha de S. Paulo" del 24/10/1984 |
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He leído, aquí y allá, declaraciones de estancieros de relieve dentro de su clase, los cuales, aunque mostrándose contrarios a la expropiación por precio vil de tierras ya adecuadamente aprovechadas para la agricultura o la ganadería, se pronuncian sin embargo genéricamente favorables a la reforma agraria. ¿Contradicción? No -responden ellos. Y explican que prefieren designar como reforma agraria tan sólo la implantación compulsoria del régimen de pequeños asentamientos en tierras ociosas, ya sea que pertenezcan éstas a particulares como al Poder Público. Casi todo, en esta actitud, me causa extrañeza. "Reforma agraria" es una ex presión cuyo sentido se vino definiendo con precisión, en el lenguaje corriente, a partir de los remotos años 60, en los cuales comenzó, en escala nacional, la batalla ideológica y política que va alcanzando en nuestros días su auge. Para el "hombre de la calle", "reforma agraria" designa hoy la inmensa transformación de la estructura socio-económica mediante la cual la agricultura y la ganadería pasan del sistema de coexistencia facultativa y simultánea de grandes, medias y pequeñas propiedades, a un sistema nuevo, merced al cual el "ager" ("campo", en latín, n.d.c.) brasilero quedaría transformado en una inmensa y uniforme red de "asentamientos" cuyos lotes de dimensiones familiares serían trabajados directamente por las familias "asentadas", o en régimen de trabajo comunitario y autogestionario, bajo la dirección superior de cooperativas dirigidas por él Estado. ¿Kolkhoses? Más o menos eso... Esa total modificación de estructura se obtendría - ¡está siendo obtenida!- mediante decretos del Ejecutivo y el pago al propietario expropiado de una indemnización a precio vil. Una confiscación, pues. Y, en consecuencia, un grave atentado al derecho de propiedad. Esto es, repito, lo que el "hombre de la calle" entiende actualmente por reforma agraria. Ahora bien, con el lenguaje de un pueblo se da lo mismo que con sus costumbres. Una y otra cosa nacen espontáneamente, orgánicamente, vitalmente, de circunstancias profundamente entrañadas en la realidad. Y es inútil intentar modificarlas por la presión arbitraria de una minoría. O por decreto gubernamental. Por ejemplo, la palabra "casa" tiene en el lenguaje común su sentido perfectamente definido. Y será en vano que una minoría de políticos o de mandarines de la gramática quiera alterarlo, decretando que ella se pase a llamar, de atrás para adelante, "asac". O que ella pase a designar exclusivamente las casas de comercio ("Casa" Souza, "Casa" Mendes etc.) y no ya los edificios destinados a residencia de una familia. Así, no creo que un arbitrario "decreto" de algunos caciques rurales consiga que "reforma agraria" pase a significar, en el lenguaje corriente, no ya la inmensa y revolucionaria transformación actualmente designada como tal, sino un solo tipo de transformación. Por ejemplo, la expropiación confiscatoria de tierras desaprovechadas, sean ellas abandonadas o de propiedad del Poder Público. Y también de tierras particulares a espera de cultivo. Ahora bien, este es el sentido más restrictivo que ciertos líderes rurales imaginan posible hacer ingerir por el público como tratándose de reforma agraria. Me consta que ese "golpe" semántico se destina, en el espíritu de esos mandarines rurales, a ciertos fines de propaganda. El les proporcionaría el medio de declararse favorables a la reforma agraria, desempeñando a los ojos de los fautores de la agitación rural el papel, que suponen simpático, de líderes bonachones y concesivos, y no de defensores férreos de su derecho de propietarios. Entonces, cuando se traben polémicas sobre la expropiación confiscatoria de las tierras ya satisfactoriamente utilizadas por la agricultura y la ganadería, esos mandarines podrían oponerse con toda energía a la injusta medida. Sus opositores ciertamente los señalarían como contradictorios, pues se habían manifestado favorables a la reforma agraria. Y ellos —los estancieros bonachones y concesivos— explicarían entonces, con una mezcla de viveza y de candura, que no había contradicción en su actitud. Pues ellos habían fabricado para la "reforma agraria" un significado nuevo, más restrictivo, y que abarcaría tan sólo la expropiación de tierras llamadas ociosas... Y, cándidamente, imaginarían cerrarles así la boca a los agro-reformistas radicales. Como si a estos últimos les fuese difícil desenmarañar el lazo, y mostrar al público que esos bonachones de fachada no eran sino astutos fabricantes de trampas... mal fabricadas. Y como si el pueblo brasilero fuese bobo al punto de dejarse enlazar por tan ingenuo ardid. Los neo-agro-reformistas que van surgiendo aquí y allá nada lucran, pues, con el uso de su pequeña trampa y, al contrario, pierden con ella. En efecto, a los ojos del Brasil no rural, la gran fuerza moral de la clase de los estancieros consiste en la idoneidad y en la seriedad de éstos. Si ellos se prestan a ser sorprendidos "con la boca en la botija" haciendo uso de tal ardid, dentro de poco las izquierdas habrán dirigido contra ellos la más terrible de las armas propagandísticas, que es la del ridículo. Y no habrá qué les compense ese perjuicio. Como amigo de la clase rural, en la cual veo la mayor reserva moral de este pobre país en que las reservas morales son cada día más raras y más débiles, queda aquí un llamado para que nuestra agricultura no se deje seducir por esta inconsistente jugadita. Mi condición de Presidente del Consejo Nacional de la Sociedad Brasilera de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP) me da un noble título para hacer a mis amigos productores rurales este llamado, puesto que hace 25 años la TFP viene luchando —sin el menor interés para sí, como tampoco personalmente para mí— contra la reforma agraria socialista y confiscatoria. |