Plinio Corrêa de Oliveira

 

Más que reyes

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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En mi larga vida pública nunca he sido político. Ni siquiera cuando, en los tan remotos tiempos de 1934, ejercí el mandato de diputado constituyente por San Pablo, en la "Lista Única". En efecto, en ésta no representé a ningún partido político, sino a la gran entidad extrapartidaria que fue la Liga Electoral Católica. Durante todo el tiempo que duró mi mandato, sólo tomé actitudes personales - distintas de las de mi bancada- en función de problemas concernientes a la defensa de la Iglesia y de la civilización cristiana. Terminado que hubo ese mandato, las dos principales corrientes políticas de San Pablo -el PRP y el Partido Constitucionalista- me invitaron, con gentil insistencia, a integrar las respectivas listas en la siguiente contienda electoral de 1935. Preferí lanzarme como candidato independiente en esa elección, cuyos resultados (dicho sea de paso) fueron tan estrepitosamente cuestionados.

Recuerdo todos esos hechos para dejar en claro hasta cuán lejanas raíces de mi pasado remonta mi alejamiento de la política partidaria. Alejamiento éste que sólo circunstancias extremadamente especiales me llevarían a superar.

Tal alejamiento tan sólo lo menciono, por otra parte, para acentuar el carácter estrictamente apolítico y extrapartidario con el que he tratado últimamente - y lo hago hoy una vez más- el tema cada vez más candente de las elecciones directas.

Conviene tener en cuenta aquí que ese alejamiento no resulta de ninguna objeción de principios contra la condición de político o la actividad partidaria.

Y entro así en el meollo del asunto.

Las elecciones directas tienen como primer corolario, a mi modo de ver, el voto facultativo. Y, por lo tanto, sin multa ni ninguna otra forma de coerción sobre el elector que, disconforme con todas las listas de candidatos, se rehuse a votar. El otro corolario es la nulidad automática de las votaciones a las que la mayoría de los electores no concurra.

No soy apologista del actual sistema representativo. Pero dado que él allí está, conviene que sea lógico consigo mismo. Pues, por mayores que sean las carencias de un sistema, su ilogicidad intrínseca constituye de por sí un agravante de lo que pueda tener de malo, y un obstáculo a lo que pueda tener de bueno.

Ahora bien, para que el régimen representativo sea auténtico, es necesario -como su nombre lo indica- que él represente. ¿Que represente qué? Obviamente, el pensamiento y la voluntad de los electores. Y si la mitad más uno de éstos se rehusa a votar, ¿qué significará esto sino que esos electores no sienten su pensamiento representado por los candidatos, y por eso no los quieren?

En otros términos, un régimen representativo que imponga el voto a los electores, aún cuando éstos no quieran a los candidatos presentados, les impone que escojan entre candidatos a los cuales son hostiles, o al menos totalmente ajenos.

¿Cómo pretender, entonces, que tales candidatos representan a ese electorado?

¿Y qué otro medio tendrán electores hostiles o inapetentes de manifestar su rechazo sino la abstención? Y si la ley electoral les prohíbe expresar ese rechazo, ¿en qué sentido los representan los resultados de las urnas?

Todo esto dicho, en sana lógica, el régimen representativo sólo es auténtico cuando no sólo el elector es libre de votar, o no; sino aún cuando, concomitantemente, es nula la elección a la cual no comparezca más del 50 por ciento del electorado.

Habituados como estamos a las grandes comparecencias compulsivas de nuestras elecciones, es normal que a muchos lectores se les figure como enteramente fantasiosa la hipótesis de que la mayoría del electorado no se presente a ellas. Sin embargo, la experiencia de diversos países prueba que la hipótesis no tiene nada de extraordinario. Así, en la vecina Colombia se realizaron, el 11 de marzo último, elecciones para las Cámaras Legislativas provinciales y municipales. Y a ellas tan sólo se presentó el 28.6% del electorado (cf. "El Tiempo", de Bogotá, 13-3-84). Los elegidos por esa magra minoría, ¿representan a la mayoría? No veo cómo sustentarlo.

En la Edad Media y en el Antiguo Régimen, que los ruidosos propugnadores del moderno sistema representativo tanto calumnian como eras de tiranía, de despotismo, etc., etc., al pueblo nunca le fue negado el derecho de manifestar su desagrado en relación a los reyes. Aunque esa manifestación no fuese permitida bajo la forma de abucheos y griterías irrespetuosas a la majestad real, le era permitido al pueblo (¿y cómo prohibirlo?) no aplaudir al rey cuando se presentaba en público. De ahí el célebre aforismo: "El silencio de los pueblos es lección para los reyes".

En otros términos, el descontento tenía siempre la libertad de quedarse en su casa, cuando el rey iba a ser homenajeado por el pueblo. O de callarse durante el homenaje.

Los propugnadores del voto obligatorio quieren cercar a los candidatos a diputado y senador de las modernas democracias con privilegios que ni a los antiguos reyes les cabían. Cuando esos candidatos presentan sus nombres al elector, éste no tiene el derecho ni de quedarse en su casa ni de callarse. Cumple votar por alguno de ellos, y por nadie más. ¿Es esto representatividad? - Una vez más lo pregunto...

Alguien podría objetar que ese rechazo de optar, el elector podría ejercerlo aún cuando fuere obligado a comparecer a las urnas, si depositara, en el secreto inviolable del cuarto oscuro, un voto en blanco.

En tesis, sí... en el mundo de la luna. Pues, ya que el elector se tomó la molestia de ir a su sección electoral, considera lógico sacar de esa molestia al menos algún provecho. Y ese provecho consiste normalmente, para él, en votar por la lista partidaria que le parece menos mala. El voto en blanco se caracteriza aquí por un no sé qué de platónico, de gélido y de inhumano. Lo cual lo torna raro.

Lo único que garantiza al lector la expresividad de su descontento es la convicción de que, absteniéndose de votar, da un voto a favor de la nulidad de la elección. Lo cual invita a los partidos a elaborar nuevas listas más a gusto del público.

Transcripto de la "Folha de S. Paulo”, del 28/3/1984.


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