Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

A ti, querido ateo

 

 

 

 

“Folha de S. Paulo”, 31 de agosto de 1980

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¿“Querido”? El adjetivo puede causar extrañeza a lectores que, por los artículos de la “Folha” como por otros medios, hace décadas me ven combatir el ateísmo, precisamente en el aspecto más expansivamente imperialista que asumió a lo largo de la Historia, esto es, el ateísmo marxista. “Querido”: ¿cómo entonces justificar el calificativo? Me explico.

Dios quiere la salvación de todos: de los buenos, para que reciban en el Cielo el premio a sus méritos; de los malos, para que, tocados por la gracia, se enmienden y alcancen el Cielo. En perspectivas y a títulos diversos, unos y otros son, por lo tanto, queridos a Dios. ¿Cómo, entonces, pueden no serlo al católico? Queridos, sí, hasta incluso cuando, para defender la Iglesia y la Cristiandad, el católico los combate. Un cruzado podría llamar con toda sinceridad “querido hermano” al mahometano, en el mismo momento en que duramente terciaba armas con él por la reconquista del Santo Sepulcro.

La expresión “querido ateo” es, pues, válida. Y hasta comporta sentidos matizados. Pues el ateísmo ofrece matices. A cada uno de ellos corresponde —como es natural— un sentido específico de la palabra “querido”. Así, hay ateos que se alegran con la convicción de que “Dios no existe”. A tal punto que si algún hecho evidente —un milagro retumbante, por ejemplo— lo convenciese de lo contrario, bien podría suceder que él pasase a odiar a Dios, y hasta matarlo, si fuese posible.

Otros ateos están de tal manera enredados en las cosas de la tierra, que su ateísmo no consiste en negar que Dios existe, sino en desinteresarse por completo del asunto. Si cabe la distinción, ellos no son “ateos”, en el sentido más radical y corriente de la palabra, sino “a-teos”, o sea, laicos. Conciben la vida y el mundo sin Dios. En caso se les probase que Dios existe, verían en él un ser “con il quale o senza il quale, il mondo va tale quale” (con el cual o sin el cual, el mundo va tal cual). Su reacción consistiría en decretar contra Él una total y perpetua exclusión de los asuntos terrenos.

Pero existe un tercer género de ateos. A éste pertenecen los que, afligidos por los trabajos y decepciones de la vida, y viendo bien, por amarga experiencia personal, que las cosas de esta tierra no pasan de “vanidad y aflicción de espíritu” (Ecle. 1, 14), quisieran que Dios existiese. Pero tropezando con los sofismas del ateísmo —a los cuales otrora habían abierto el espíritu, atados por los hábitos mentales racionalistas a que aferraran la mente— tantean ahora en las tinieblas sin conseguir encontrar al Dios a quien otrora rechazaron. Cuando medito en la apóstrofe de Jesucristo: “Venid a mi todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré” (Mt. 11, 28), pienso más especialmente en este tipo de ateos. Y tengo más especialmente inclinación a llamarlos “queridos ateos”.

Así queda explicado cuáles son los ateos a quienes especialmente dirijo las presentes reflexiones.

Sin embargo, no es sólo a ellos que tengo en vista, sino a otros lectores, y otros aún, y mucho más especialmente queridos. Esto es, a algunos hermanos en la Fe católica, miembros como yo del Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo, los cuales, habiendo leído la referencia hecha por mí en el artículo ¿Vuelta a la Torre de Babel? a la espiritualidad de San Luis María Grignion de Montfort, desearan que yo dijese algo más sobre el asunto a través de estas columnas.

Escribo pues este artículo para estos últimos. Pero con los ojos puestos en los primeros. Lo hago en esta “Folha” tan coherente con los principios de libertad de pensamiento, los cuales profesa, que abre comprensivamente un espacio para mí (¡que ciertamente no soy un liberal!). Para que en este espacio yo diga lo que me parezca. Al considerar mis artículos, insertos entre tantos otros de rumbo bien opuesto, me parece ver a la “Folha” vuelta hacia el público con un estandarte en puño (¡por cierto no el rubro y leonino estandarte de la TFP!), en el cual se leerían estas palabras de Voltaire (ultraliberales, y también ejemplarmente lógicas en la perspectiva liberal): “No concuerdo con una sola palabra de lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlas”.

Pluralismo coherente es esto. Y están en las antípodas de esto tantos periódicos brasileños que se jactan a gritos de su pluralismo, pero rehúsan otorgar el menor espacio para un comentario —hasta para la menor noticia— de movimientos antipluralistas. Como si el pluralismo fuese absurdamente no-plural, y no consistiese en la libertad de discordar. Se diría hasta que, en tales periódicos, hay un politburó (órgano directivo y de gobierno del Partido Comunista en la antigua Unión Soviética) determinado a eliminar de la publicidad el pensamiento “herético” antiplural.

Oh, cómo sería más auténtica, más intelectualizada y más sana nuestra democracia, si tantos periódicos siguiesen la línea de acción enunciada en aquella frase de Voltaire.

Hablo ahora a los ateos especialmente queridos, en la esperanza de tocarles el fondo del alma, en el mismo texto en que hablo para mis queridísimos hermanos en la Fe.

Imagínate, querido ateo, en algunos de esos intervalos de la vida cotidiana de otrora, en el sosiego de los cuales subían a la superficie del espíritu las impresiones apacibles y profundas que la faena del día, cargada del polvo de la trivialidad y del sudor del esfuerzo, había sofocado en la subconciencia. Eran los espaciosos momentos de calma, en que las añoranzas de un pasado risueño, los encantos y las esperanzas del presente duro pero luminoso, y las fantasías tantas veces pérfidas hacían una agradable danza para distender al alma “puesta en sosiego, [...] en aquel engaño del alma, ledo y ciego, que la fortuna no deja durar mucho” (Camões, Os Lusíadas, canto 3º, estancia 120).

En los menguados momentos de ocio de hoy, por el contrario, sube a la superficie la neurótica zarabanda de las decepciones, de las preocupaciones, de las ambiciones descabelladas y de los cansancios exacerbados. Y sobre esa zarabanda pende una pregunta aplastante, pesada, obscura: ¿para qué vivir?

Bajo el signo de esta pregunta, termino el artículo de hoy. Hasta el próximo, querido ateo.


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