Plinio Corrêa de Oliveira
Luz, el mayor regalo
Folha de São Paulo, 26 de diciembre de 1971 |
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«Estaban velando en aquellos contornos unos pastores, y haciendo centinela de noche sobre su grey. Cuando de improviso un Ángel del Señor apareció junto a ellos, y los cercó con su resplandor una luz divina, lo cual los llenó de sumo temor. Díjoles entonces el Ángel: No temáis; pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor» (Lc. 2, 8-11).
Fue en plena noche. Las tinieblas habían llegado al auge de su densidad. Todo en torno de los rebaños era interrogación y peligro. Quizás algunos pastores, relajados o vencidos por el cansancio, estuviesen durmiendo. Sin embargo, había otros a quienes el celo y el sentido del deber no consentían el sueño. Vigilaban. Y presumiblemente oraban también, para que Dios apartase los peligros que rondaban. Súbitamente una luz se les apareció y los envolvió: “los cercó con su resplandor una luz divina”. Toda la sensación de peligro se desvaneció. Y les fue anunciada la Solución para todos los problemas y todos los riesgos. Mucho más que los problemas y los riesgos de algunos pobres rebaños o de un pequeño puñado de pastores. Mucho más que los problemas y los riesgos que ponen en continuo peligro todos los intereses terrenos. Sí, les fue anunciada la solución para los problemas y los riesgos que afectan lo que los hombres tienen de más noble y más precioso, es decir, el alma. Los problemas y los riesgos que amenazan, no los bienes de esta vida que tarde o temprano perecerán, sino la vida eterna, en la cual tanto el éxito como la derrota no tienen fin. * * * Sin la menor pretensión de hacer lo que se podría llamar una exégesis del texto sagrado, no puedo dejar de notar que esos pastores y esos rebaños y esas tinieblas hacen recordar la situación del mundo el día de la primera Navidad. Numerosas fuentes históricas de aquel tiempo ya lejano nos relatan que se había apoderado de muchos hombres la sensación de que el mundo había llegado a un fracaso irremediable, de que una maraña inextricable de problemas fatales les cerraba el camino, de que estaban en una postración, más allá de la cual sólo se divisaba el caos y la aniquilación. Mirando hacia el camino recorrido por la humanidad desde los primeros días hasta entonces, los hombres podían sentir una comprensible ufanía. Estaban en un auge de cultura, de riqueza y de poder. Cuánto distaban las grandes naciones de aquel Año Uno de nuestra era —y más que todas, el superestado Romano— de las tribus primitivas que vagaban por las llanuras, entregadas a la barbarie y azotadas por factores adversos de todo orden. Poco a poco, habían surgido las naciones. Ellas habían tomado fisonomía propia, engendrando culturas típicas, creando instituciones inteligentes y prácticas, trazando caminos, iniciando la navegación y difundiendo por todas partes, tanto los productos de la tierra cuanto los de la industria naciente. Abusos y desórdenes, los había, por cierto. Pero los hombres no los notaban completamente. Pues cada generación sufre de una insensibilidad sorprendente para con los males de su tiempo. Lo más crucial de la situación en que se encontraba el Mundo Antiguo no estaba pues, en que los hombres no tuviesen lo que querían. Consistía en que grosso modo disponían de lo que deseaban, pero después de haber hecho laboriosamente la adquisición de esos instrumentos de felicidad, no sabían qué hacer con ellos. De hecho, todo cuanto habían deseado a lo largo de tanto tiempo y de tantos esfuerzos, les dejaba en el alma un terrible vacío. Más aún, no raras veces los atormentaba. Pues el poder y la riqueza de los que no se sabe sacar provecho, sirven tan sólo para dar trabajo y producir aflicción. Así, alrededor de ellos todo era tinieblas. —Y en esas tinieblas, ¿qué es lo que hacían? —Lo que hacen los hombres siempre que baja la noche. Unos corren hacia las orgías, otros sucumben en el sueño. Otros, en fin —y cuán pocos—hacen como los pastores. Vigilan, al acecho de los enemigos que saltan de la oscuridad para agredir. Se aprestan para darles rudos combates. Oran con las miradas puestas en el oscuro cielo, y con las almas confortadas por la certeza de que el sol rayará al fin, derrotará a todas las tinieblas, eliminará o hará volver a sus antros a todos los enemigos que la oscuridad cobija y convida al crimen. En el Mundo Antiguo, entre los millones de personas aplastadas por el peso de la cultura y de la opulencia inútiles, había hombres elegidos que percibían toda la densidad de las tinieblas, toda la corrupción de las costumbres, toda la ilegitimidad del orden, todos los riesgos que rondaban alrededor de la humanidad, y sobre todo el non sense al que conducían las civilizaciones basadas en la idolatría. Estas almas de elección no eran necesariamente personas de una instrucción o de una inteligencia privilegiadas. Pues la lucidez para percibir los grandes horizontes, las grandes crisis y las grandes soluciones, vienen menos de la penetración de la inteligencia que de la rectitud de alma. Se daban cuenta de la situación los hombres rectos, para los cuales la verdad es la verdad y el error es el error. Las almas que no pactan con los desmanes del tiempo, acobardadas por la risa o por la lenta inmolación con que el mundo cerca a los inconformes. Eran almas de ese quilate, raras y un tanto esparcidas por todas partes, entre señores y siervos, ancianos y niños, sabios y analfabetos, que vigilaban en la noche, oraban, luchaban y esperaban la Salvación. Ésta comenzó a llegar para los pastores fieles. Pero, transcurrido todo cuanto el Evangelio nos cuenta, sobrepasó los exiguos confines de Israel y se presentó como una gran luz para todos los que en el mundo entero rechazan como solución la fuga en la orgía o en el sueño estúpido y muelle. Cuando vírgenes, niños y ancianos, centuriones, senadores y filósofos, esclavos, viudas y potentados comenzaron a convertirse, bajó sobre ellos el ciclo de las persecuciones. Ninguna violencia sin embargo los doblegaba. Y cuando, serenos y altaneros, veían desde la arena a los césares, a las masas iracundas y a las fieras, los ángeles del cielo cantaban: ¡Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! Ese cántico angélico, ningún oído lo oía. Pero conmovía las almas. La sangre de esos serenos e inquebrantables héroes se transforma así, en semilla de nuevos cristianos. El viejo mundo adorador de la carne, del oro y de los ídolos moría. Un mundo nuevo nacía basado en la Fe, en la pureza, en la probidad, en la esperanza del Cielo. Nuestro Señor Jesucristo lo resolverá todo. * * * ¿Habrá aún hoy hombres de buena voluntad auténticos, que vigilan en las tinieblas, que luchan en el anonimato, que miran al Cielo esperando con inquebrantable certeza la luz que volverá? —Sí, así como en el tiempo de los pastores. A los católicos verdaderos los encontramos en todas partes. En las calles, en las plazas, en los aviones, en los rascacielos, en los subterráneos, y hasta en los lugares de lujo, donde al par de unos rezagos de tradición, medra y domina la burguesía de izquierda. Los vemos que acogen con sonrisa franca a los pregoneros de un ideal que no muere, porque está basado en Jesucristo Señor Nuestro. Los vemos que esperan alguna interferencia de Dios en la Historia, la cual eventualmente pruebe a los hombres para purificarlos, pero que cerrará un ciclo de tinieblas para abrir otra era de luz. A esos auténticos hombres de buena voluntad, a esos genuinos continuadores de los pastores de Belén, les propongo que entiendan como dirigidas a ellos las palabras del ángel: “¡No temáis; pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo!” Palabras proféticas, que encuentran su eco en la promesa mariana de Fátima. Podrá el comunismo esparcir sus errores por todas partes. Podrá hacer sufrir a los justos. Pero, por fin —profetizó la Santísima Virgen en la Cova da Iría— su “Inmaculado Corazón triunfará”. Ésta es la gran luz que, como precioso regalo de Navidad, deseo para todos los lectores, y más especialmente, para los genuinos hombres de buena voluntad. |