Nos parece interesante ilustrar con dos fotografías la noción de paz
de alma, esa paz que el hombre moderno busca y no encuentra, y que,
sin embargo, está a dos pasos de él, en el regazo amoroso de la única y
verdadera Iglesia de Dios.
Amanecer en el patio interno del Convento de Saint-Gildard. Casa Matriz de
las Hermanas de la Caridad de Nevers en Francia. A esa congregación,
corrientemente llamada de las Hermanas de la Caridad de Nevers, perteneció
Santa Bernardita. La vida religiosa de la vidente de Lourdes transcurrió
precisamente en esa casa, y fue entre sus paredes benditas que ella exhaló
su último suspiro.
Orden
grave, profundo y entre tanto radiante de tranquilidad en la naturaleza,
serenidad de las líneas arquitectónicas de la fachada… las hojas de los
inmensos castaños se diría son láminas delgadísimas de plata o de cristal,
en las cuales se condensan los rayos solares castos y jubilosos de ese
espléndido amanecer. Paz, en fin, una gran paz natural en ese ambiente
donde la presencia de una religiosa, como si fuera la de un ángel, parece
traer como riqueza transcendental, algo de la paz sobrenatural
indeciblemente más preciosa que habita en el alma de los hijos de la luz.
Y así
como los rayos solares, penetrando en las hojas, parecen transformarlas en
gotas de sol, se diría que la paz de la naturaleza y, sobre todo, la paz
inefable de la gracia penetran en el alma de esa religiosa,
transformándola como que en una personificación o en un símbolo vivo de la
paz interior.
Cuando
Santa Bernardita paseaba por este jardín, quien sabe si todas esas
austeras y dulces magnificencias le ayudaban un poco a acordarse de la
figura indescriptiblemente bella, toda inundada de paz sobrenatural, de
Aquella que el Apocalipsis (12, 1) describe como la Mujer vestida de sol,
del sol de la verdadera paz, que es el don de las almas unidas a Dios.
¿Qué
son las correrías, la agitación, las tempestades pasionales, las angustias
a que el mundo, siempre mentiroso, llama alegría, comparadas con las
alegrías de esa paz de alma?
Es la
paz del Tabor.
Pensando en esto, tendríamos el deseo de decir a la humanidad las palabras
de nuestro Señor a la samaritana: “Si conocierais el don de Dios…” (Jn. 4,
10).
* * *
No
existe sin embargo
sólo
la paz del Tabor. Está también la paz del Calvario.
“Ecce
in pace amaritudo mea amarissima” (He aquí que en paz se me ha trocado mi
amargura muy amarga). Esa frase del Rey Ezequias (Isai. 38,17) acostumbra
a ser transcripta junto a estampas representando a Nuestro Señor
o Nuestra Señora
durante la Pasión.
Quien
sabe vislumbrar a través dos trazos de una fisionomía un estado de alma no
puede
dejar de pensar que esas palabras merecerían estar escritas al pie de esta
segunda fotografía, que nos muestra una figura sonriente pero
indeciblemente dolorosa.
La
sonrisa no procura esconder el dolor, sino afirmarse por un prodigio de
virtud, de fidelidad a la gracia, a pesar del dolor. Los labios sonríen
sólo porque la voluntad quiere que ellos sonrían, y la voluntad lo quiere
porque esa alma tiene fe, y sabe que después de las probaciones y de las
tinieblas de esta vida tendrá como premio a Aquel que dijo de sí: “Yo seré
tu recompensa demasiadamente grande” (Gen. 15, 1). Esa recompensa será
Aquel de quien Santa Teresa de Ávila proclamó: “Aunque no hubiese cielo yo
te amara, y aunque no hubiese infierno te temiera”. En esa alma hay orden,
y hay aquella tranquilidad inconfundible que viene del orden: a pesar de
un océano de dolor, hay verdadera paz.
De un
océano de dolor, decíamos. Uno de esos océanos de aridez y sufrimiento tan
grandes que no caben en la tierra, y sólo en un alma católica y generosa
pueden caber.
Víctima
del Amor misericordioso, Santa Teresita se ofreció en holocausto, y ese
holocausto fue aceptado. Ella estaba a dos pasos de la muerte, por efecto
de una molestia implacable, y pruebas interiores misteriosas y terribles
colmaban su alma. Días antes de morir escribió: “El demonio anda alrededor
mío; no lo veo, pero lo siento, porque me está atormentando y sujetándome
con mano de hierro, sin dejarme el menor alivio para, a fuerza del dolor,
hacerme desesperar… Cuán necesaria es aquella oración de completas:
“Líbranos, Señor, de los fantasmas de la noche” (Hist. de un Alma, cap.
XII).
Es todo
ese dolor que se expresa en la mirada luminosa y triste, que parece llorar
cuando los labios sonríen.
Es una
tristeza ordenada, sin rebelión, ni sentimentalismo, ni vanidad. Una
tristeza que en la mera criatura recuerda al modelo de tristeza profunda,
pero santamente sujeta a la voluntad divina, del Cordero de Dios.
Junto a
la Santa, dos símbolos:
el
lirio y la cruz fría y desnuda de
Nuestro
Señor Jesucristo.
Ahí
está la tranquilidad del orden, en medio de la aridez y del dolor.
Y aún
aquí, se podría decir a la humanidad: “Si conocieseis el don de Dios…” (Jn.
4, 10).
* * *
Si
todas las almas, en la alegría como en el dolor, procurasen la paz
verdadera, entonces sí, el mundo tendría esa paz que no es Kruchev que la
podrá dar.
Pero,
dirá alguien, esto es para monjas. Objeción innoble y ridícula, como la
del individuo que, viendo un regimiento desfilar con garbo y morir con
bravura, dijese: “El patriotismo no es para mí.
Eso es para los
soldados”.
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