Plinio Corrêa de Oliveira
Apostolado no es ocultar a las almas su malicia, sino lavarlas en la misericordia de Dios
Catolicismo, N° 68, agosto de 1956 (*) |
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Una de las observaciones que la lectura de nuestros artículos fácilmente sugiere, es la de que nuestra publicación se muestra extremamente empeñada en la observancia exacta e integral de todos los preceptos de la Doctrina Católica, bien como en la adhesión irrestricta y meticulosa a todas las enseñanzas de la Santa Iglesia. Esta constante preocupación de fidelidad eximia, de exactitud precisa, a muchos espíritus puede parecer imprudente, y quizá antipática. Se les figura que el deber de la compasión, el espíritu de clemencia hacia los infieles, a quienes es tan difícil –máxime en nuestros días– abrazar la verdadera Fe; y hacia los fieles, cuya perseverancia exige luchas cada vez mayores, debería inducir al periodista católico y al católico en general, a una posición extremamente conciliatoria. En lugar de fustigar el error y el mal, debería guardar silencio sobre uno y otro. En lugar de desplegar la bandera de la perfección, atrayendo a los que leen o escuchan hacia las cimas arduas pero deslumbrantes de los altos ideales, debería enseñar apenas lo indispensable para la salvación, haciéndose pregonero de una corrección minimalista, que en último análisis no es sino mediocridad. A quien concibiese así la misión del periodista católico –y no falta quien piense de esta forma– nuestra posición podría pasar por intransigente, por intolerante, por incomprensiva. Somos los primeros en reconocer que, si estas objeciones no son verdaderas, tienen sin embargo mucho de verosímil. A primera vista, lo que llama la atención es que la Doctrina Católica es extremamente difícil de ser practicada por los hombres. La Santa Iglesia ha enseñado en reiteradas ocasiones que ningún fiel, por sus propias fuerzas, puede practicar duraderamente y en su totalidad los Mandamientos. De donde parece razonable considerar exagerada toda actitud de mucha exactitud en el cumplimiento de la Ley. En realidad, la solución del problema se encuentra en otro orden de ideas. Si es verdad que la flaqueza de la naturaleza humana es tal, que la observancia de los Mandamientos es absolutamente superior a ella, debemos entre tanto considerar la infinita misericordia divina. No para deducir de ella que Nuestro Señor cohonesta el pecado y el crimen, El es la perfección infinita. La misericordia de Dios no puede consistir en dejarnos yaciendo desamparados en nuestra corrupción, sino en sacarnos de ella. Delante de los ciegos, de los cojos, de los leprosos, El no se limitaba a sonreír y seguir adelante. El los curaba. Delante de nuestros pecados, su compasión no consiste en dejarnos presos, sino en sacarnos de ellos amorosamente y llevarnos sobre los hombros. Lo que esperamos de la misericordia de Dios son los recursos necesarios para tornarnos capaces de practicar la ley moral. Tenemos para esto la gracia, que nos fue alcanzada por los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo. La gracia torna a la inteligencia del hombre capaz del acto de fe. Torna a la voluntad humana capaz de una energía tal, que se le hace posible practicar los Mandamientos. El gran don de Dios para los hombres, insistimos, no consiste en condescender con sus faltas, en el sentido de que, sin censurar, los deje displicentemente sumergidos en ellas. El gran don de Dios consiste en darnos los medios sobrenaturales para evitar el pecado y alcanzar la santidad. Y de ahí también una gran responsabilidad para los que recusen este don inestimable.
Imagen en la esplanada del Santuário de Fátima (Portugal) Símbolo expresivo de ese amor misericordioso de Dios, de la abundancia de sus perdones, y de la insistencia con que El está constantemente convidando al hombre a que se arrepienta, a que pida las gracias necesarias para practicar la virtud, a que por medio de la oración consiga todos los recursos necesarios para la reforma de su carácter, es el Sagrado Corazón de Jesús. Es, pues, en el Sagrado Corazón de Jesús que toda verdadera intransigencia tiene su norma y su explicación. La bondad no consiste para el periodista católico en dejar al pecador en la ilusión de que su estado de alma es satisfactorio. Cumple mostrar al impío todo el horror de su impiedad, para removerlo de ella. Cumple señalarle las cimas de la perfección para que desee alcanzarlas. Lo que del todo le es posible si pidiere con perseverancia la gracia de Dios y con ella cooperare. En esta convicción profunda y alegre de que el hombre todo puede con la gracia, está la razón profunda de la santa virtud de la intransigencia cristiana. Toda misericordia constituye un gran don. Pero constituye también una gran responsabilidad. Puesto que el hombre, por la oración y por la fidelidad a la virtud, puede y debe practicar los Mandamientos, es bien evidente que no resta para él ninguna disculpa si se obstinare en el pecado. Las enseñanzas de la Iglesia nos muestran como las gracias brotan superabundantes del Corazón dulcísimo de Jesús. Por eso mismo, la formula del apostolado eficaz consiste, no en silenciar a los hombres su malicia, sino en convidarlos a lavarse de ella en la fuente divina de donde nacen los torrentes de la gracia. (*) Extractado y adaptado de “O culto ao Coração de Jesus: seu verdadeiro sentido, importância e atualidade” por Acción Família (Santiago de Chile). |