Plinio Corrêa de Oliveira
Fátima: explicación y remedio para la crisis contemporánea
Catolicismo, nº 29, mayo de 1953 (*) |
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El presente artículo es la continuación de El acontecimiento capital del siglo XX, del mismo autor, publicado en el número anterior de «Tesoros de la Fe», como parte de los homenajes por el 90º aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima. Luego de haber resumido brillantemente los eventos sobrenaturales de 1917 en la Cova da Iría, el ilustre pensador católico pasa ahora a describir la situación del mundo moderno desde aquella misma perspectiva.
Los hechos contemporáneos más señalados son: 1) La crisis universal. La sociedad humana presentaba en la primera parte del siglo XX, es decir, hasta 1914, un aspecto brillante. El progreso era indiscutible en todos los terrenos. La vida económica había alcanzado una prosperidad sin precedentes. La vida social era fácil y atrayente. La humanidad parecía encaminarse hacia una era de oro. Algunos síntomas graves, sin embargo, contrastaban con los colores risueños de este cuadro. Había miserias materiales y morales. Pero pocos eran los que medían en toda su extensión la importancia de estos hechos. La gran mayoría esperaba que la ciencia y el progreso resolviesen todos los problemas. La primera guerra mundial vino a oponer un desmentido terrible a estas perspectivas. En todos los sentidos, las dificultades se agravaron incesantemente hasta que, en 1939, sobrevino la segunda guerra mundial. Y así llegamos a la condición presente, en que se puede decir que no hay sobre la Tierra una sola nación que no esté enfrentando, en casi todos los campos, crisis gravísimas. En otras palabras, si analizamos la vida interna de cada nación, notamos en ella un estado de agitación, de desorden, de desenfreno de apetitos y ambiciones, de subversión de valores, que si aún no es la franca anarquía, en todo caso camina hacia allá. Ningún estadista de nuestros días supo aún presentar un remedio que cierre el paso a este proceso mórbido de envergadura universal. 2) Las guerras mundiales. La de 1914-1918 pareció una tragedia insuperable. En realidad, la de 1939-1945 la superó del punto de vista de la duración, de la universalidad, de la mortandad y de las ruinas que ocasionó. Ella nos dejó a un paso de una nueva guerra, aún peor bajo todo punto de vista. Masas humanas han vivido estos últimos años en el terror de esa perspectiva, concientes de que un tercer conflicto mundial tal vez acarree el fin de nuestra civilización. La actualidad de las revelaciones de Fátima El elemento esencial de los mensajes del Ángel de Portugal y de Nuestra Señora de Fátima consiste justamente en abrir los ojos de los hombres a la gravedad de esta crisis universal, en mostrarles su explicación, a la luz de los planes de la Providencia Divina, y en indicar los medios necesarios para evitar la catástrofe. Es la propia historia de nuestra época y, más aún, su futuro, lo que nos es enseñado por la Madre de Dios. El Imperio Romano de Occidente terminó con un cataclismo iluminado y analizado por el genio de un gran Doctor, como fue San Agustín. El ocaso de la Edad Media fue previsto por un gran profeta, San Vicente Ferrer. La Revolución Francesa, que marca el fin de los Tiempos Modernos, fue prevista por otro gran profeta y al mismo tiempo gran Doctor, San Luis María Grignion de Montfort. Los Tiempos Contemporáneos, que parecen en la inminencia de terminar con una nueva crisis, tienen un privilegio mayor: la Santísima Virgen en persona vino a hablar a los hombres. San Agustín no pudo sino explicar para la posteridad las causas de la tragedia que presenciaba. San Vicente Ferrer y San Luis Grignion de Montfort buscaron en vano desviar la tormenta: los hombres no los quisieron oír. Nuestra Señora al mismo tiempo explica los motivos de la crisis e indica su remedio, profetizando la catástrofe en caso que los hombres no la escuchen. Desde todo punto de vista, tanto por la naturaleza del contenido como por la dignidad de quien las hizo, las revelaciones de Fátima sobrepasan, pues, todo cuanto la Providencia ha dicho a los hombres en la inminencia de las grandes borrascas de la Historia. Los diversos puntos de las revelaciones relativos a este tema constituyen propiamente el elemento esencial de los mensajes. Lo demás, por importante que sea, es mero complemento. El presupuesto terrible: crisis religiosa y moral No hay una sola aparición en Fátima en la que no se insista sobre un hecho: los pecados de la humanidad se convirtieron en un peso insoportable en la balanza de la justicia divina. Ésta es la causa recóndita de todas las miserias y desórdenes contemporáneos. Los pecados atraen la justa cólera de Dios. Los castigos más terribles amenazan, pues, a la humanidad. Para que no sobrevengan, es preciso que los hombres se conviertan. Y para que se conviertan, es preciso que los buenos recen ardientemente por los pecadores y ofrezcan a Dios toda clase de sacrificios expiatorios. Vemos que el pensamiento constante de todos los mensajes es éste. El mundo está enfrentando una terrible crisis religiosa y moral. Los pecados cometidos son innumerables. Y son la verdadera causa de la desolación universal. El modo más acertado para remediar sus efectos consiste en la oración y en la reparación. El falso optimismo y los mensajes de Fátima Los católicos, por espíritu de acomodación, por oportunismo, por el deseo pueril de concordar en todo con este siglo, para conducirlo por vías extremamente problemáticas a una conversión quimérica, piensan, actúan, se sienten en este mundo de crisis y de derrumbes como si estuviesen en el siglo XIII, con San Luis reinando en Francia, San Fernando en Castilla, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura iluminando la Iglesia con el esplendor de su ciencia y de su virtud. Cuando hoy en día, sólo entre chiquillos y chicuelas se encuentran aún personas que no tomaron conciencia de la gravedad evidente de la crisis por la que pasamos, estos católicos nuestros, muchas veces cuarentones o más que eso, entran frenéticamente en la ronda de los despreocupados y entonan loas e himnos a una situación que a otros arranca gemidos de angustia y hasta gritos de dolor. Y si hay quien les desee abrir los ojos, se enfurecen. Tolerantes para con todo y para con todos, no pueden soportar que se muestre la gravedad de la situación en que estamos. La palabra de la Virgen, la palabra del Papa, ¿bastarán para convencerlos? No parece probable. Pero por lo menos pueden inmunizar contra esa onda de optimismo necio a aquellos que tal vez fuesen propensos a darle su adhesión. El mensaje de Fátima y los católicos de vistas cortas Al lado de este optimismo febricitante, que quisiera hacer del apostolado una perpetua fiestita de adolescentes, un eterno picnic que aborrece todo cuanto en la propia piedad puede evocar la idea de dolor —los crucifijos en que la Divina Víctima figura con sus llagas, vertiendo la Sangre redentora, los paramentos negros para las misas de difuntos, etc.— hay también otro defecto a considerar. Es la abulia. Existe una falsa piedad que desvía a los hombres de la consideración de todos los problemas grandes. ¿Se disuelve la Civilización Cristiana, se derrumba el mundo, se convulsiona la tierra? El hombre intoxicado por esa forma de piedad nada ve, nada siente, nada percibe. Su vida es apenas su pequeña vida particular, en el cumplimento correcto y parsimonioso de sus pequeños deberes individuales, de sus pequeños actos de piedad, en la solución exclusiva de sus pequeños casos de conciencia. Su celo no va más allá que sus horizontes, y éstos, duele decirlo, van poco más allá de la punta de su nariz. Si se le habla de política, de sociología, de filosofía y teología de la historia, de apologética, se desvía hasta con cierto miedo: el miedo que las termitas tienen a la luz del sol. Para él también, Fátima contiene una gran lección. La Santísima Virgen bajó a la tierra para atraer hacia este inmenso panorama el celo de las almas. Ella quiere piedad, quiere reparación, pero asienta su deseo en una visión inmensa de los grandes intereses de Dios en toda la extensión de la tierra. No se trata, dentro de las perspectivas sin límites de Fátima, de salvar sólo esta o aquella alma individualmente considerada. Se trata de ver más alto y más lejos. Es por la salvación de toda la humanidad que se ha de luchar, pues no es sólo este o aquel hombre, sino son legiones de almas que amenazan perderse en una crisis de las más graves de la Historia. Y es para esa inmensa tarea que Nuestra Señora pide, no un Cirineo sino muchos, muchísimos de ellos, falanges enteras. En Fátima no hay tan sólo un llamado para que los tres pastorcitos hagan penitencia. Este llamado se dirige al mundo entero. Toda la piedad contemporánea es la que debe tener, por así decirlo, un fuerte colorido reparador y expiatorio. Los mensajes de Fátima y la “herejía de las obras” Notemos aún otro punto. Nadie puede dudar de la importancia de las obras de apostolado. Los Papas convocan diariamente a los fieles para ellas. Sin embargo, en su extrema concisión, Fátima nada de particular nos dice sobre esto. ¿Será porque la Providencia no las juzga necesarias, urgentes? ¿Quién podría admitir tal aberración? ¿Entonces por qué el silencio de Fátima? Es que vivimos en una época dominada por los sentidos, en que los hombres reconocen fácilmente la necesidad de actuar, pues la acción es algo que los sentidos perciben, cuya eficacia muchas veces es susceptible de ser calculada por cifras, por estadísticas, por resultados palpables. Y por esto no es tan difícil atraer la atención de las almas verdaderamente celosas hacia la importancia de la acción. Pero es y continúa siendo muy difícil atraerlas para lo que es espiritual, interior, invisible. Y por esto el hombre comprende más difícilmente la oración, la vida interior, a ellas dedica menos tiempo y menos interés. Es muy comprensible que, en Fátima, la Santísima Virgen haya insistido en la necesidad de la oración y de la penitencia, a tal punto de hacer de ello el elemento esencial de su mensaje. Qué bello provecho habría sacado de este hecho Dom Chautard (1), si en su tiempo todo el asunto “Fátima” estuviese tan esclarecido cuanto hoy.
Jacinta, Lúcia y Francisco, después de la tercera Aparición de la Virgen cuando Ella les hizo ver el infierno con sus terribles castigos No basta rezar: es necesario expiar Por fin, un punto esencial. Nuestra Señora no habla solamente de oración. Ella quiere expiación, sacrificio. ¿Habrá alguna época en que se haya huido más del dolor? ¿Habrá alguna época en que se haya hablado menos sobre la necesidad de la mortificación? ¿Habrá alguna época en que se haya tenido menos noción de la importancia del sacrificio? Pues es hacia este punto que la Santísima Virgen llama especialmente nuestra atención. En los grandes siglos de piedad, la expiación era un hecho frecuente en la vida de los hombres y de los pueblos. Se hacían inmensas peregrinaciones para expiar pecados. En las grutas, en los bosques, en los claustros, se encontraban verdaderas legiones de almas dedicadas a la vida de expiación. En los testamentos, se dejaban fortunas enteras para obras pías o de caridad, en remisión de los pecados. Había cofradías especialmente destinadas a fomentar la penitencia. Había procesiones expiatorias en que tomaban parte ciudades enteras. Hoy no faltan manifestaciones colectivas de piedad. Pero, por más que la Iglesia nos incite a la penitencia, ¿qué papel ocupa ésta en tales manifestaciones? ¿Qué papel ocupa ella en nuestra vida privada? Un pequeño, hasta pequeñísimo papel. Parece indiscutible que, también en este punto, Fátima nos da preciosas lecciones. 1) Juan Bautista Chautard (1858-1935), abad y reformador de la orden cisterciense, autor del célebre libro El Alma de todo Apostolado, sobre la importancia capital de la vida interior en las obras apostólicas. (*) De la revista “Tesoros de la Fe” (Lima, Perú). |