Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

 

La Cruzada del siglo XX

 

 

 

 

 

 

 

Catolicismo, enero de 1951 (*)

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En la Edad Media, los Cruzados derramaron su sangre para librar de las manos de los infieles el Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, e instituir un reino cristiano en la Tierra Santa. Hoy, corre de nuevo la sangre de los hijos de la Iglesia, en Hungría, y en Polonia, como en Checoslovaquia o en la China. ¿Para qué? Para librar la Cristiandad del yugo del Anticristo comunista, y restaurar en el mundo el Reino de Cristo. Pero ¿qué es el Reino de Cristo, ideal supremo de los católicos y, por tanto, meta constante de esta revista? —Es lo que procuramos definir en la enumeración de principios que sigue, marco inicial de nuestra actividad. 

El Reino de Cristo

La Iglesia Católica fue fundada por Nuestro Señor Jesucristo para perpetuar entre los hombres los beneficios de la Redención. Su finalidad se identifica, pues, con la de la propia Redención: expiar los pecados de los hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios; restituir así a Dios la gloria extrínseca que el pecado le había robado; y abrir a los hombres las puertas del Cielo. Esta finalidad se realiza toda ella en el plano sobrenatural, y con orden a la vida eterna. Ella trasciende absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que Nuestro Señor Jesucristo afirmó, cuando dijo a Poncio Pilatos “mi Reino no es de este mundo” (Jn.18, 36).

La vida terrena se diferencia así, y profundamente, de la vida eterna. Pero estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la vida eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de Cristo no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por el cual llegaremos hasta él.

Así como la Escuela Militar es el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el definitivo ingreso en una Orden religiosa, así también la tierra es el camino para el Cielo.

Tenemos un alma inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios. Esta alma es creada con un tesoro de aptitudes naturales para el bien, enriquecidas por el bautismo con el don inestimable de la vida sobrenatural de la gracia. Nos toca, durante la vida, desarrollar hasta su plenitud estas aptitudes para el bien. Con esto, nuestra semejanza con Dios, que era en algún sentido aún incompleta y meramente potencial, se torna plena y actual.

La semejanza es la fuente del amor. Tornándonos plenamente semejantes a Dios, somos capaces de amarlo plenamente y de atraer sobre nosotros la plenitud de su amor.

Quedamos así preparados para la contemplación de Dios cara a cara, y para aquel eterno acto de amor, plenamente feliz, para el cual somos llamados en el Cielo.

La vida terrena es, pues, un noviciado en que preparamos nuestra alma para su verdadero destino, que es ver a Dios cara a cara, y amarlo por toda la eternidad.

Presentando la misma verdad en otros términos, podemos decir que Dios es infinitamente puro, infinitamente justo, infinitamente fuerte, infinitamente bueno. Para amarlo, debemos amar la pureza, la justicia, la fortaleza, la bondad. Si no amamos la virtud, ¿cómo podemos amar a Dios que es el bien por excelencia? De otro lado, siendo Dios el Sumo Bien, ¿cómo puede amar el mal? Siendo la semejanza la fuente del amor, ¿cómo puede Él amar a quien es totalmente desemejante de Él, a quien es conciente y voluntariamente injusto, cobarde, impuro, malo?

Dios debe ser adorado y servido, sobretodo en espíritu y en verdad (Jn. 4,25). Así, es preciso que seamos puros, justos, fuertes, buenos, en lo más íntimo de nuestra alma. Pero si nuestra alma es buena, todas nuestras acciones deben serlo necesariamente, puesto que el árbol bueno no puede producir sino buenos frutos (Mt. 7, 17-18). Así, es absolutamente necesario, para que conquistemos el Cielo, no sólo que en nuestro interior amemos el bien y detestemos el mal, sino que por nuestras acciones practiquemos el bien y evitemos el mal.

Pero la vida terrena es más que el camino de la eterna bienaventuranza. ¿Qué es lo que haremos en el cielo? —Contemplaremos a Dios cara a cara, a la luz de la gloria, que es la perfección de la gracia, y lo amaremos eternamente y sin fin. Ahora bien, el hombre ya goza de la vida sobrenatural en esta tierra, por el bautismo. La Fe es una semilla de la visión beatífica. El amor de Dios, que el hombre practica creciendo en la virtud y evitando el mal, ya es el propio amor sobrenatural con que él adorará a Dios en el cielo.

El Reino de Dios se realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros comienza a realizarse en estado germinativo ya en este mundo. Tal como en un noviciado ya se practica la vida religiosa, aunque en estado preparatorio; y en una escuela militar un joven se prepara para el ejército... viviendo la propia vida militar.

Y la Santa Iglesia ya es en este mundo una imagen, y más que esto, una verdadera anticipación del Cielo.

Por esto, todo cuanto los Santos Evangelios nos dicen del Reino de los Cielos puede ser aplicado con toda propiedad y exactitud a la Iglesia Católica, a la Fe que Ella nos enseña y a cada una de las virtudes que Ella nos inculca. 

Es éste el sentido de la fiesta de Cristo Rey. Rey celestial ante todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en este mundo. Es Rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El Rey legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando sus súbditos reconocen sus derechos y obedecen sus leyes. Ahora bien, Jesucristo posee sobre nosotros todos los derechos. El promulgó leyes, dirige el mundo y juzgará a los hombres. Nos cabe tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo sus leyes.

Este reinado es un hecho individual, en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, el reinado de Cristo se ejerce sobre las almas; y por tanto, el alma de cada uno de nosotros es una parcela del campo de jurisdicción de Cristo-Rey. El Reinado de Cristo será un hecho social si las sociedades humanas le prestaren obediencia.

Puede decirse, pues, que el Reino de Cristo se torna efectivo en la tierra, en su sentido individual y social, cuando los hombres, en lo íntimo del alma como en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas se conforman con la Ley de Cristo.

Por más concreta, brillante y tangible que sea la realidad terrena del Reino de Cristo —en el siglo XIII, por ejemplo— es preciso no olvidar que este reino no es sino preparación y proemio. En su plenitud, el Reino de Dios se realizará en el cielo: “Mi Reino no es de este mundo...” (Jn. 18-36).

Orden, armonía, paz, perfección

El orden, la paz, la armonía, son características esenciales del alma bien formada, de la sociedad humana bien constituida. En cierto sentido, son valores que se confunden con la propia noción de perfección.

Todo ser tiene un fin propio, y una naturaleza adecuada a la obtención de este fin. Así, una pieza de reloj tiene un fin propio, y por su forma y composición es adecuada a la realización de este fin.

El orden es la disposición de las cosas según su naturaleza. Así, un reloj está en orden cuando todas sus piezas están ordenadas según la naturaleza y el fin que les es propio. Se dice que hay orden en el universo sideral porque todos los cuerpos celestes están ordenados según su naturaleza y fin.

Existe armonía cuando las relaciones entre dos seres son conformes a la naturaleza y fin de cada cual. La armonía es el obrar de las cosas unas en relación a las otras, según el orden.

El orden engendra la tranquilidad. La tranquilidad del orden es la paz. No es cualquier tranquilidad la que merece ser llamada paz, sino solamente la que resulta del orden. La paz de conciencia es la tranquilidad de la conciencia recta: no puede confundirse con el letargo de la conciencia embotada. El bienestar orgánico produce una sensación de paz que no puede ser confundida con la inercia del estado de coma.

Cuando un ser está enteramente dispuesto según su naturaleza, está en estado de perfección. Así, una persona con gran capacidad de estudio, gran deseo de estudiar, puesta en una Universidad en la que hubiera todos los medios para hacer los estudios que desea, está puesta, del punto de vista de los estudios, en condiciones perfectas.

Cuando las actividades de un ser son enteramente conformes a su naturaleza, y tienden enteramente hacia su fin, estas actividades son de algún modo perfectas. Así, la trayectoria de los astros es perfecta, porque corresponde enteramente a la naturaleza y al fin de cada cual.

Cuando las condiciones en que un ser se encuentra son perfectas, sus operaciones lo son también, y él tenderá necesariamente hacia su fin, con el máximo de la constancia, del vigor y del acierto. Así, si un hombre está en condiciones perfectas para andar —esto es, sabe, quiere y puede andar— andará de modo irreprensible.

El verdadero conocimiento de lo que sea la perfección del hombre y de las sociedades, depende de una noción exacta de la naturaleza y del fin del hombre.

El acierto, la fecundidad y el esplendor de las acciones humanas, ya sea individuales o sociales, también está en la dependencia del conocimiento de nuestra naturaleza y fin.

En otros términos, la posesión de la verdad religiosa es la condición esencial del orden, de la armonía, de la paz y de la perfección.

Castillo de Coca (España)

La perfección cristiana

El Evangelio nos apunta un ideal de perfección: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5,48). Este consejo que nos fue dado por Nuestro Señor Jesucristo, Él mismo nos enseña a realizarlo. En efecto, Jesucristo es la semejanza absoluta de la perfección del Padre Celestial; el modelo supremo que todos debemos imitar.

Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección para el cual el hombre debe tender.

Las reglas de esta perfección se encuentran en la ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo no vino a abolir, sino a completar (cfr. Mt. 5,17), y en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error al interpretar los Mandamientos y los consejos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino para nunca errar en materia de fe y moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al Magisterio de la Iglesia es pues el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es Nuestro Señor Jesucristo.

Fue lo que hicieron los Santos, que, practicando de un modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de N. S. Jesucristo y del Padre Celestial. Es tan verdadero que los Santos llegaron a la más alta perfección moral, que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis Rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: “no es posible al hombre llevar mas lejos la virtud”. Lo mismo podría decirse de todos los Santos. 

Dios es el autor de nuestra naturaleza y, por tanto, de todas las aptitudes y excelencias que en ella se encuentran. En nosotros, sólo lo que no proviene de Dios son los defectos, frutos del pecado original o de los pecados actuales. El Decálogo no podría ser contrario a la naturaleza que Dios mismo creó en nosotros. Pues, siendo Él perfecto, no puede haber contradicción en sus obras. Por esto, el Decálogo nos impone acciones que nuestra propia razón nos muestra que son conformes con la naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.

En esto consiste, en el plano natural, la perfección intrínseca de la Ley, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Es que todas las operaciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.

Como consecuencia del pecado original, el hombre quedó con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad. Tal propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no sería posible a los hombres conocer ni practicar, durablemente y en su totalidad, los preceptos del orden natural. Revelándolos en lo alto del INAB, instituyendo en la Nueva Alianza una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre, y los sacramentos y otros medios de piedad destinados a fortalecerlos con la gracia, Dios remedió esta insuficiencia del hombre.

La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no rehúsa la gracia a nadie. La perfección es, pues, accesible a todos.

¿Puede un infiel conocer y practicar la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? —Se debe distinguir. En principio, todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben gracia suficiente para conocer que Ella es verdadera, ingresar en Ella y practicar los Mandamientos. Si, pues, alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es infiel porque rechaza la gracia de la conversión, que es el punto de partida de todas las otras gracias, cierra para sí las puertas de la salvación. Pero si alguien no tiene medios de conocer la Santa Iglesia —un pagano, por ejemplo, cuyo país no haya recibido la visita de misioneros— tiene la gracia suficiente para conocer, por lo menos, los principios más esenciales de la Ley de Dios, y practicarlos, pues Dios a nadie rehúsa la salvación.

Cabe observar, sin embargo, que, si la fidelidad a la ley exige sacrificios a veces heroicos de los propios católicos que viven en el seno de la Iglesia, bañados por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación, mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven lejos de la Iglesia, y fuera de esta superabundancia. Es lo que explica que sean tan raros —verdaderamente excepcionales— los gentiles que practican la ley. 

El ideal cristiano de la perfección social

Si admitiésemos que en una determinada población la generalidad de los individuos practica la ley de Dios, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para la sociedad? Esto equivale a preguntar si en un reloj, cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se puede esperar de ahí para el reloj? O si cada parte de un todo es perfecta, ¿qué se debe decir del todo?

Hay siempre algún riesgo de dar ejemplo con cosas mecánicas, en asuntos humanos. Atengámonos a la imagen de una sociedad en que todos los miembros fuesen buenos católicos, trazada por San Agustín: imaginemos “un ejército constituido de soldados como los forma la doctrina de Jesucristo, gobernadores, maridos, esposas, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana! Y osen (los paganos) aún decir que esa doctrina es opuesta a los intereses del Estado! Por el contrario, les cabe reconocer sin duda que ella es una grande salvaguarda para el Estado, cuando es fielmente observada” (Epist. CXXXVIII al. 5 ad Marcellinum, cap. 2, N° 15). 

 

San Agustín (por Jaime Huguet, siglo XV)

En otra obra el santo Doctor, apostrofando a la Iglesia Católica, exclama: “Conduces e instruyes los niños con ternura, los jóvenes con vigor, los ancianos con calma, como comporta la edad, no sólo del cuerpo mas del alma. Sometes las esposas a sus maridos, por una casta y fiel obediencia, no para saciar la pasión mas para propagar la especie y constituir la sociedad doméstica; confieres autoridad a los maridos sobre las esposas, no para que abusen de la fragilidad de su sexo mas para que sigan las leyes de un sincero amor. Subordinas los hijos a los padres por una tierna autoridad. Unes no sólo en sociedad, sino en una como que fraternidad los ciudadanos a los ciudadanos, las naciones a las naciones, y los hombres entre sí por el recuerdo de los primeros padres. Enseñas a los reyes a velar por los pueblos, y prescribes a los pueblos que obedezcan a los reyes. Enseñas con solicitud a quién se deben el honor, a quién el afecto, a quién el respeto, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién la advertencia, a quién el ánimo, a quién la corrección, a quién el castigo; y haces saber de qué modo, si ni todas las cosas a todos se deben, a todos se debe la caridad y a ninguno la injusticia” (De Moribus Ecclesiae, cap. XXX, N° 63).

Sería imposible describir mejor el ideal de una sociedad enteramente cristiana. ¿Podrían en una sociedad el orden, la paz, la armonía, la perfección, ser llevados a un límite más alto?

Para completar el asunto, bástenos una rápida observación. Si hoy en día todos los hombres practicasen la Ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales, que nos atormentan? ¿Y qué solución se podrá esperar para ellos mientras los hombres viviesen en la inobservancia habitual de la Ley de Dios? 

Sainte Chapelle, en París (construída por San Luís IX, Rey de Francia, siglo XIII - meta de visita de numerosos turistas)

¿La sociedad humana realizó alguna vez este ideal de perfección? —Sin duda. Lo dice el inmortal León XIII: operada la Redención y fundada la Iglesia, “como despertando de antiguo, largo y mortal letargo, el hombre percibió la luz de la verdad, que había buscado y deseado en vano durante tantos siglos; reconoció sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y más magníficos que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y alrededor de los cuales había hasta entonces circunscrito sus pensamientos y sus preocupaciones. Comprendió él que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema, el fin al que todo se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debamos retornar a Él.

“De esta fuente, sobre este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana; el sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los corazones; en consecuencia, los derechos y deberes alcanzaron su perfección, o se fijaron integralmente y, al mismo tiempo, en diversos puntos, se expandieron virtudes tales, con la filosofía de los antiguos siquiera pudo jamás imaginar. Por eso, los designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres tomaron otro rumbo. Y, cuando el conocimiento del Redentor se esparció a lo lejos, cuando su virtud penetró hasta las fibras íntimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los vicios de la Antigüedad, entonces se obró aquella transformación que, en la era de la Civilización Cristiana, cambió enteramente la faz de la tierra” (León XIII, Encíclica Tametsi futura prospicientibus, 1/XI/1900). 

La Civilización Cristiana – La cultura cristiana

Fue esta resplandeciente realidad, hecha de un orden y de una perfección antes sobrenatural y celeste que natural y terrestre, la que se llamó la civilización cristiana, producto de la cultura cristiana, la cual a su vez es hija de la Iglesia Católica.

Por cultura del espíritu podemos entender el hecho de que determinada alma no se encuentra abandonada al juego desordenado y espontáneo de las operaciones de sus potencias —inteligencia, voluntad, sensibilidad— sino, por el contrario, por un esfuerzo ordenado y conforme a la recta razón adquirió en estas tres potencias algún enriquecimiento: así como el campo cultivado no es aquel que hace fructificar todas las semillas que el viento en él caóticamente deposita, sino el que, por efecto del trabajo recto del hombre, produce algo de útil y bueno.

En este sentido, la cultura católica es el cultivo de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad, según las normas de la moral enseñada por la Iglesia. Ya vimos que ella se identifica con la propia perfección del alma. Si ella existiese en la generalidad de los miembros de una sociedad humana (aunque en grado y modos acomodados a la condición social y a la edad de cada uno) ella será un hecho social y colectivo. Y constituirá un elemento —el más importante— de la propia perfección social.

Civilización es el estado de una sociedad humana que posee una cultura, y que creó, según los principios básicos de esta cultura, todo un conjunto de costumbres, de leyes, de instituciones, de sistemas artísticos y literarios propios. Una civilización será católica, si fuera la resultante fiel de una cultura católica y si, pues, el espíritu de la Iglesia fuera el propio principio normativo y vital de sus costumbres, leyes e instituciones, sistemas literarios y artísticos.

Si Jesucristo es el verdadero ideal de perfección de todos los hombres, una sociedad que aplique todas sus leyes tiene que ser una sociedad perfecta, la cultura y la civilización nacidas de la Iglesia de Cristo tiene que ser forzosamente, no sólo la mejor civilización, sino la única verdadera. Lo dice el Santo Pontífice Pío X: “No hay verdadera civilización sin civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sino con la Religión verdadera” (Carta al Episcopado francés de 28-VIII-1910, sobre “Le Sillón”). De donde deriva con evidencia cristalina que no hay verdadera civilización sino como consecuencia y fruto de la verdadera religión. 

La Iglesia y la Civilización Cristiana

Se engaña singularmente quien suponga que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella forma personas y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.

En efecto, Dios creó el hombre enteramente sociable, y quiso que los hombres, en sociedad, trabajasen unos por la santificación de los otros. Por esto, también, nos creó influenciables. Todos tenemos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia a comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros, y, en cierta medida, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tienen sobre nosotros una acción pedagógica.

Resistir [en un ambiente paganizado] enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por ósmosis y como que por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por eso los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando las fieras del Coliseo, que manteniendo íntegro su espíritu católico, aunque viviesen en el seno de una sociedad pagana. Así, la cultura y la civilización son fuertísimos medios para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas; para su edificación y su salvación, cuando son católicas. ¿Cómo, pues, puede la Iglesia desinteresarse de producir una cultura y una civilización contentándose en actuar sobre cada alma a título meramente individual?

Por lo demás, cualquier alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a tal acción, es como un foco o una semilla de esta civilización, que ella expande activa y enérgicamente a su alrededor. La virtud trasparece y contagia. Contagiando, se propaga. Actuando y propagándose, tiende a transformarse en cultura y civilización católica.

Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y una civilización cristiana. Es producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado ansía por recuperar los espacios infinitos del cielo.

Y es ésta nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la civilización católica, que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque, si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿cómo no querremos nosotros —hijos de la Iglesia como ellos— luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades que El creó y salvó para que lo amen eternamente?

(*) Tradución y difusión por el sitio Tradición y Acción por un Perú mayor


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