Plinio Corrêa de Oliveira
La falsa alternativa
Legionario, No. 723, 16 de junio 1946 (*) |
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La larga lucha de la Iglesia contra los liberales en el siglo XIX se puede, al menos desde un punto de vista, resumir en unas pocas líneas. Recelosos de los excesos del poder público, los liberales disminuyeron de tal modo los poderes de la autoridad que la tornaron impotente, no sólo para contener las ilegalidades, sino incluso para mantener el orden público. Esto es un mal, enseñaba la Iglesia. Nadie tiene el derecho de practicar el mal. Así, toda constitución política que retire al Estado el poder de reprimir pronta y completamente el mal, está errada en su propia base. Los hechos comprobaron, con trágica elocuencia, la enseñanza de la Iglesia. Basta leer las constituciones políticas de la mayor parte de las naciones occidentales en ese siglo, y aún en las primeras décadas del siglo XX: todas ataban de tal manera al poder público que éste, impotente para contener la creciente anarquía, no tenía otro remedio sino asistir de brazos cruzados al naufragio lento e inexorable del orden social. Bien estudiada la causa de este error, esta se reduce a la idea de que no es posible organizar tan bien al Estado que éste reprima el mal sin, al mismo tiempo, sacrificar la libertad de hacer el bien. Y ante esta afirmación inicial, los liberales, prefiriendo la anarquía al despotismo, dejaron deslizar los intereses públicos por las rampas del liberalismo y de la disolución de toda la vida social. Creo que nunca se vio bien este punto, que es el verdadero nervio de las cuestiones suscitadas entre católicos y liberales. Muchos han pensado erróneamente que ante la inevitable alternativa entre el exceso de libertad o el abuso de la autoridad, el liberal era partidario de la primera y la Iglesia de la segunda. De hecho, sin embargo, la tesis de la Iglesia es otra. Ella contesta el valor científico de la alternativa anarquía‒despotismo. Una vez que Dios dispone con tan admirable sabiduría el orden universal en lo que dice respecto a los seres inanimados e irracionales, sería monstruoso imaginar que El lo hubiese organizado de modo imperfecto en lo que dice respecto al hombre. Tiene que haber en el hombre cualidades en estado potencial, que lo habiliten a constituir la sociedad humana de modo aún más perfecto que el que se observa entre los seres irracionales, entre las abejas o las hormigas, por ejemplo. De lo contrario, el hombre no sería la obra prima de Dios. Siendo así, no es posible que la condición normal de la sociedad humana sólo pueda encontrarse en una de estas trágicas alternativas: caminar hacia la anarquía, o yacer bajo el peso del despotismo. Tiene que existir y existe la posibilidad de organizar de modo estable, durable y normal a la sociedad humana en un punto de equilibrio que no tienda hacia cualquiera de estos dos extremos. Es precisamente por esto que la Iglesia condena a los liberales que prefieren el camino de la anarquía. Ella se niega a escoger entre las dos vías de perdición: entre los abismos que se abren en uno y otro lado. Ella señala a la humanidad el camino verdadero, que no tiende a la anarquía ni al despotismo. Este camino es el orden cristiano. * * * Durante muchos decenios el liberalismo trató de engañar a la Iglesia. El monstruo liberal tenían mil caras para todos los gustos. Una de ellas sonreía a la Iglesia, tratando de atraer y fascinar a sus hijos ingenuos. Otra miraba a la Iglesia con una fisonomía aprehensiva y con el ceño fruncido, con la finalidad de paralizar a los católicos medrosos. Otra, aún, miraba a la Iglesia con la suspicacia, el tedio, el mal humor con el que el hijo pródigo miraba la casa paterna en el momento de la despedida: se trataba de una simple maniobra para desanimar la reacción de los católicos auténticos, que temiesen una apostasía masiva de sus hermanos, los católicos liberales. Y dicho todo esto, no está agotada la descripción de la hidra. Con mil otras cabezas, con mil otros aspectos ‒anticlericalismo, libre pensamiento, anarquismo‒ ella incitaba al asalto de las iglesias, a la violación de los tabernáculos, a la profanación de las imágenes, al asesinato de los sacerdotes y de las vírgenes consagradas, de los reyes y jefes de Estado, a esa turbamulta de nihilistas, incendiarios, carbonarios, bandidos, que desde 1789 hasta nuestros días, no ha cesado de operar, aquí o allá. Es claro que, a tan disparatadas actitudes en el campo liberal, habría de corresponder una gran diversidad de tendencias sobre el modo de encarar a la hidra y de combatirla en el campo católico. Eran pocos los que percibían todas esas caras. De éstos, más escasos aún eran los que comprendían que esta pluralidad de rostros no era la imagen externa de una íntima vacilación de tendencias de la gran hidra. Que todo cuanto era sonrisa, era mentira; y todo cuanto era blasfemia, era verdad. Que, a pesar de sus aparentes incertidumbres y contradicciones, el liberalismo era lógico, inflexible, invariable, en su marcha hacia la anarquía y el ateísmo. A tantos rostros deberían corresponder otros tantos lenguajes diversos. No todo lo que el liberalismo proponía era forzosamente condenable en sí mismo, en el campo de la pura doctrina. Así, era posible concordar con algunas reivindicaciones liberales, sin profesar implícitamente una doctrina condenada por la Iglesia. ¿Qué hacer? ¿Concordar con lo que era posible, para después amansar la fiera? ¿O atacarla desde luego, inmediatamente, con fuerza y sin vacilación? Se intentó un poco de todo. Y, al fin, considerada la evolución de Europa en el siglo XIX, una sola verdad aparece claramente. El movimiento liberal, a despecho de sus tentativas de colaboración con los católicos, dominó Europa y realizó sus objetivos esenciales: la descristianizó, la laicizó, disolvió la familia y el Estado, y arrastró al mundo contemporáneo por un camino en que llegó a dos dedos de la anarquía. El terror imprevisto de esta anarquía fue el sentimiento de cuya fuerza propulsora nació la reacción contraria: el fascismo y el nazismo. * * * Ante esa falsa alternativa “despotismo-anarquía”, los totalitarios de todos los matices prefirieron el despotismo para reaccionar contra a la anarquía. ¿Tendrían razón? Está claro que no. Porque una vez más no supieron liberarse de la alternativa equivocada. Se mantuvieron dentro de ella y, huyendo del liberalismo, resbalaron del vértice del dilema hasta el fondo del abismo. No comprendieron que no se trataba de escoger uno de los dos precipicios. Sino de encontrar el Camino que no conduce a los abismos, sino al Cielo. De esta manera, la reacción contra la anarquía, en lugar de llevarnos a la Civilización Cristiana, nos llevó a otro desastre: el Estado Moloch (dios fenicio que exigía sacrificios humanos, especialmente de niños, n.d.t.). Sea dicho esto para que se comprenda muy bien que existe una raíz común en el liberalismo y el despotismo. ¿Qué despotismo? Las cuestiones de tono político no interesan. Sea su bandera parda, roja, negra, es siempre el despotismo. Y si ese despotismo fuere blando, benigno, suave, aún así, será siempre despotismo. El socialismo de hoy, como el nazismo de ayer, como anteayer el liberalismo, ostenta mil rostros, sonríe con una cara a la Iglesia, amenaza con la otra, y hace discursos contra ella aún con otra. Contra este nuevo socialismo, como otrora contra el liberalismo, la actitud de los católicos en el mundo entero, pero sobre todo en Europa, sólo puede ser una: combate decidido, franco, inflexible, valiente. El socialismo no es un animal salvaje, susceptible de ser domado y domesticado. Es un monstruo apocalíptico, que reúne la falsedad del zorro a la violencia del tigre. No nos olvidemos de esto, porque si no los hechos acabarán por enseñárnoslo de modo muy doloroso… (*) Traducción y difusión por el sitio de Acción Familia (Santiago de Chile). |