Plinio Corrêa de Oliveira
¿Quid est veritas?
O “Legionário” n.º 64, 24-8-1930 (*) |
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Con frecuencia tenemos la tentación de reconstruir una mentalidad, basados simplemente en una frase, o un dicho. Así, aunque no tuviésemos las narraciones evangélicas que nos muestran de modo elocuente la sinuosidad de la inteligencia y del carácter de Pilatos, podríamos tener una idea bastante segura de su mentalidad a través de su inmortal “quid est veritas?” (¿qué es la verdad? - S. Juan 18, 38). Abstrayendo del aspecto religioso del diálogo entre Nuestro Señor y Poncio Pilatos, no podemos dejar de considerar la belleza histórica de la escena rápidamente relatada por los Evangelios. El diálogo entre el pretor romano y la inocente víctima de su cobardía representa el diálogo entre una época que se extinguía, en los últimos brillos de una civilización decadente, y otra época que nacía en la sangre y en la aparente infamia de la Cruz, pero que, en algunos siglos, florecería en una aurora suave de dulce victoria, trayendo a los hombres desvariados el dulce lenitivo de una doctrina de salvación. El pretor romano es pintado en vivo por el “quid est veritas?” con que quiso confundir a Nuestro Señor. El romano civilizado, cuyos sentidos ya se habían maravillado con todos los deleites de una sociedad que vivía para el placer; el romano instruido, cuya inteligencia inquieta había recorrido ansiosamente todos los sistemas filosóficos, expuestos por científicos mediocres en el mercado literario de Roma, del mismo modo que los modistas exponían los tejidos exóticos llegados de Oriente. El hombre vencido por el placer, incapaz de desvencijarse de su sensualidad, cuya personalidad zozobraba en un mare-magno de doctrinas confusas e imperfectas, en el relajamiento de sus sentidos insatisfechos, el pobre romano, triste víctima de la pestilencia de una época a punto de morir, exhala a través del “quid est veritas?” toda la acritud de quien siente en torno de sí solamente ruinas nacidas de los propios extravíos de su razón y de sus sentidos. Y el humilde Nazareno, que pasó una vida de privaciones y de abnegación y que joven, bello y hermoso, moriría a manos de sus verdugos, sustentando una verdad de la cual se decía encarnación, representa exactamente el polo opuesto. Es el contraste magnífico entre el abismo lleno de humedad, de tinieblas y de frío, y la cumbre elevadísima de una montaña llena de luz, de armonía y de belleza. El pretor orgulloso no venció. El sibarita escéptico que, en una mezcla de ansiedad e indiferencia, parecía haber buscado la verdad infructuosamente, fue estrepitosamente vencido por la víctima humilde, que regó con sangre sus propias doctrinas, y sustituyó el sistema de duda y negación de Pilatos por un sistema de afirmación y construcción que, durante tantos siglos, la humanidad civilizada admiró. El dicho del pretor escéptico fue recordado por la Iglesia durante siglos a los pueblos postrados en las góticas catedrales, durante la Semana Santa, como el grito de insensatez y desesperación de una civilización a punto de naufragar. El “quid est veritas?” de Pilatos, pronunciado en la agonía de la civilización romana, equivale al “vicisti tandem, Galilaeu, vicisti”[“Venciste por fin, Galileo”], que Juliano, el Apóstata, legó al mundo al morir, como un último estertor de un corazón revolucionario. Ambos son gritos de rebelión y desesperación, ante la victoria de la Verdad, que germinará. Pero el grito de Pilatos no fue proferido sin eco. Hoy, nuevamente, éste repercute en nuestra sociedad re–paganizada, en nuestro mundo restituido a los horrores de un cientificismo desenfrenado, casi exclusivamente formado por doctrinas fracasadas y sofismas científicos. Cuando observamos el actual estado de la ciencia, como lo puede considerar un escéptico, nos acordamos insensiblemente de nuestros bosques vírgenes. La vegetación es de tal modo exuberante, son tantos los parásitos, las lianas, las plantas de todo tipo, y tal el enmarañado loco de redes verdes formadas por las enredaderas que, a primera vista, en ciertos trechos, es difícil descubrir árboles hermosos que, en una recta impecable, yergan bien alto sus copas frondosas. Así también es el mundo científico moderno. Tal es el embate de las doctrinas, la confusión de los sistemas, las contradicciones entre los descubrimientos de hoy y las leyes hasta ayer tenidas como indiscutibles, que el árbol recto y frondoso de la Verdad, el magnífico jequitibá [árbol brasileño de grandes proporciones, n.d.t.] de los conocimientos eternos, que resisten a cualquier examen y que son superiores a todos los parásitos científicos, es difícil descubrirlo. Pero, ¿por qué existe en nuestra época esa vegetación perniciosa que trata de encubrir la verdad? ¿Por qué hay tantos derrotados, tantos individuos que consideran la verdad como una pompa de jabón que, al punto de cogerla en la mano para examinarla, desaparece? Esto es causado por la re-paganización del hombre. Debido a la rebelión de la propia razón contra la Revelación, que la propia lógica nos obliga a aceptar. Debido, principalmente, al orgullo y al desorden de los sentidos, rebeldes a todo freno, a toda ley. ¡Entonces, estudiar, esforzarse para recoger conocimientos varios y notables, para llegar a la falencia integral de la inteligencia humana ante los problemas más inmediatos de la vida! ¿Es esto sano en materia de lógica? Además, si la inteligencia es incapaz de descubrir cualquier verdad, es necesario confesar que, aún para afirmar la relatividad de todo conocimiento, ella está sujeta a sospecha. Nada es menos lógico, aún para aquellos que quieren declarar la insolvencia del espíritu en la búsqueda de la verdad, que la imagen de Anatole France de un disco con colores diversos, representando las diversas verdades, que al hacerlo girar produjera el fenómeno de la superposición de los colores, presentando una verdad “blanca”, una superposición de todas a verdades. Decir que la verdad puede ser la superposición de unos tantos conceptos contradictorios es un insulto al sentido común. Así, cuando dos personas afirmasen: una, que una joya está en un cuarto y la otra, que no está; se podría obtener la verdad “superponiendo” ambos conceptos. Debemos concluir con melancolía nuestras ponderaciones sin pretensiones. Vemos que el neopaganismo de nuestra época se infiltró en la ciencia de tal manera que el sentido común está oscurecido, y que los conocimientos más elementales son negados con altivez por personas de innegable renombre y valor intelectual. ¡Y no podría dejar de ser así! Los filósofos del siglo XVIII negaron la Fe católica en nombre de la razón, cuyo culto la Revolución Francesa quiso establecer. La evolución del mismo movimiento revolucionario hizo que se terminase negando la propia razón, y que restaran… escombros, que es lo que vemos casi por todos lados. (*) Traducido y adaptado por Acción Familia (Chile). |