Plinio Corrêa de Oliveira,
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"El Universo", Guayaquil (Ecuador), 12 de noviembre 1995, pág. 4 del cuerpo B, sección religiosa del diario
La inesperada noticia de la muerte de Plinio Corrêa de Oliveira nos ha movido a pensar en algunos capítulos de su vida y nos ha invitado a reflexionar que, mientras más intensos sean los males de una época, más severas son las figuras que la Divina Providencia llama a hacerles frente, lo cual es un reflejo de su designio de combatir las crisis, suscitando almas de fuego. No obstante, también sucede que esas almas son objeto de los ataques más apasionados e infundados, con que se las pretende callar, lo que es una muestra de la obstinación que a menudo penetra en el espíritu de ciertas categorías humanas. Sin embargo, cuando las figuras son grandes de verdad, sus adversarios no consiguen abatirlas ni silenciarlas, porque los ataques injustos terminan destacando —aunque sus autores no lo quieran— las cualidades de esas almas de elección. Fue lo que sucedió con el Divino Salvador: atacado, vilipendiado y martirizado por sus verdugos, mas su Luz brillará inextinguiblemente hasta el fin de los siglos en su Iglesia, a pesar de los esfuerzos de tantos por destruirla. Christianus alter Christus — El cristiano es otro Cristo: algo análogo sucedió con Plínio Corrêa de Oliveira, durante décadas, hasta su reciente y lamentable fallecimiento. En verdad, dificilmente fue posible mencionar su nombre en el último tiempo en nuestro continente, y aun en la mayor parte de Occidente, sin desatar, al mismo tiempo, aplausos y admiración, de un lado, y verdaderas tormentas verbales contra él, de otro, siempre tan impregnadas de pasión como carentes de fundamento. En efecto, era frecuente que la furia de los ataques que él sufría no fuese acompañada de argumentos, por lo cual su exposición serena, invariablemente cortés e incisivamente rica, clara y contundente disipaba las objeciones, ponía las cosas en su lugar, lo cual, a pesar de merecer la gratitud de sus contrincantes, porque elevaba el tono de la polémica, a menudo desataba odios, resentimientos y despechos. En los anos 40, cuando el nazi-fascismo era una moda ante la cual tantos claudicaban en Europa y América, la pluma de Plínio Corrêa de Oliveira denunció con valentía la impostura neo pagana, socialista y gnóstica que inspiraba esa aberración, con lo que preservó muchos ambientes católicos de esa influencia nefasta. Hoy, cuando es un lugar común atacar al nazi-fascismo —entre otras razones, porque es fácil lanzar diatribas contra errores que tienen un número ínfimo de adeptos— no es raro encontrar entre sus pretendidos enemigos de hoy a sus cómplices de ayer, quienes, sin embargo, callan o murmuran contra Plinio Corrêa de Oliveira, que criticó con lucidez y valentía esa impostura, cuando ella estaba al borde de dominar el mundo. Después de la Segunda Guerra, la Historia giró y muchos de los antiguos adeptos del nazi-fascismo se volvieron contra él, pasando la tendencia a la contemporización con el enemigo mortal, a ser ejercida comúnmente a favor del marxismo, con lo cual éste obtuvo, a partir de entonces, avances gravísimos en todo el mundo, en desmedro de decenas de millones de víctimas. Una vez más, Plínio Corrêa de Oliveira se mantuvo intrépido en la trinchera polémica, ahora contra el comunismo, el socialismo y sus colaboradores, durante largas décadas, porque la Revolución fue pertinaz en impulsar esa aberración en todas las naciones. Infelizmente, los ambientes católicos, que no habían sido inmunes a la infiltración nazi-fascista, tampoco escaparon a la del marxismo, habiendo muchos ejemplos de condescendencias gravísimas con ese error, lo cual producía una inclemencia airada contra quienes las atacaban. Obviamente, la postura de Plínio Corrêa de Oliveira no era meramente antinazista o anticomunista. Ambas cosas eran efecto de una posición doctrinaria católica, enteramente coherente y notablemente fogosa, en defensa de todos los principios de la Iglesia, mas especialmente de aquellos que eran vulnerados por los enemigos más virulentos, porque su preocupación primordial en el apostolado era la apologética, pues quería que fuese servido por la lógica y la doctrina en todo su vigor. Aún en su juventud, hace más de medio siglo, publicó una obra que hasta hoy conmueve las conciencias, En defensa de la Acción Católica, por la cual recibiera una cálida felicitación de Pío XII, enviada por Mons. Giovanni Batista Montini, Substituto de la Secretaría de Estado, quien, décadas después, fuera elevado al Solio pontificio con el nombre de Paulo VI. La obra causó entusiasmo en unos y escozor en otros, pues denunciaba errores que germinaban en los ambientes católicos, con los cuales algunos tenían indulgencia y otros indiferencia, mas en los cuales Plínio Corrêa de Oliveira veía —como la Historia lo confirmó— gérmenes de una gran crisis futura en la Santa Iglesia. Considerando la Historia reciente de forma retrospectiva, al recordar esa lúcida advertencia y el verdadero cataclismo que sacudió en las últimas décadas a la Iglesia y que aún no termina, no podemos sino exclamar: ah, si esa voz hubiese sido oída...! En verdad, no se necesita tener mucha sabiduría ni gran celo para ver el peligro que proviene de los males poderosos y manifiestos, mas ambas cualidades son indispensables para notar el riesgo que ya significan cuando están naciendo. Pues bien, Plínio Corrêa de Oliveira sabía ver desde lejos los peligros y denunciarlos, esmerándose especialmente en revelar los más ocultos, aún cuando esto le costase amarguras, porque esas actitudes con frecuencia frustraban los planes de los enemigos de la Iglesia. Su deseo era que las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo impregnasen a fondo la sociedad contemporánea, según el lema de San Pío X Omnia instaurare in Christo, que tanto conmovió al mundo católico en los albores de este siglo y que, desde entonces, inspiró la acción de los mejores apóstoles. Su obra Revolución y Contra Revolución, publicada en 1959, analiza la historia de los últimos siglos y la situación del mundo contemporáneo, mostrando que un proceso corroyó a la Cristiandad y pugna por destruir sus restos, para instaurar un régimen en todo opuesto a la Ley de Dios. Ante ese proceso, el católico auténtico —como señala San Pablo— no puede conformarse con el siglo presente (Rom. 12, 2), es decir no puede querer un modus vivendi entre la Iglesia y las tendencias que dominan el mundo, sino que debe querer para Ella y para la civilización cristiana una vigencia plena y un brillo aún mayor que en sus mejores días a lo largo de la Historia. Por eso, el católico debe aplicar cabalmente la sabia y severa sentencia de Nuestro Señor Nadie puede servir a dos señores, y por ello Plínio Corrêa de Oliveira consagró todas sus energías, a lo largo de toda su larga y fecunda vida, al combate intrépido contra ese proceso, para re-cristianizar el orden temporal, rumbo al Reino de Cristo, al Reino de María. Su último libro Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana —que ya tuvimos ocasión de elogiar— apareció varias décadas después de los últimos discursos del añorado Pontífice, rescatándolos de un profundo olvido en que habían sido dejados y mostrando cuánto bien hubiera hecho al mundo contemporáneo que desde entonces se hubiesen inspirado en ellos los líderes religiosos y temporales. Su obra se extendió por 27 países —entre ellos el nuestro— donde el celo combativo del maestro suscitó idealista entusiasmo en sus discípulos, estimulando su piedad, orientando su estudio y su acción, en una época en que los errores doctrinarios, el indiferentismo religioso, las actitudes interesadas y la obsesión por acomodarse a las peores situaciones se van volviendo cada día más frecuentes. Resta, pues, que pidamos a la Virgen Santísima que, habiendo llamado junto a Sí a quien dedicó su vida a Ella, bendiga la continuidad de su obra en el futuro, tanto más cuanto los acontecimientos presentes anuncian más crisis y conflictos, para soslayar y vencer las cuales es indispensable su ayuda maternal, como muestra la vida de Plinio Corrêa de Oliveira. Quito, 8 de noviembre de 1995. |