Plinio Corrêa de Oliveira

 

Anticonsumismo,

glorificación del ocio y de la indigencia

 

 

 

 

 

 

TFP Informa, Bogotá, año XXI, N° 92, Pág. 6-7 (*)

  Bookmark and Share

La indolencia propia de muchas poblaciones que vivieron 50 años o más bajo la tiranía comunista era acentuada por el hecho que, en ese régimen, todos tenían que trabajar más o menos gratuitamente para el Estado. A cambio, se les exigía poco trabajo, el cual además era realizado sin mayor preocupación, porque nadie – salvo los privilegiados de la nomenklatura - tenía derecho de asegurarse para sí una mejoría de las condiciones de vida, obtenida sistemáticamente en función del aumento cualitativo y cuantitativo de su trabajo. Así, el modo de vivir era vegetar. Pero vegetar, bajo cierto punto de vista, es descansar. Y el mero descanso, aún en la indigencia, para muchos individuos o para muchos pueblos, es un estilo de gozar la vida propio a los fracasados.

Se introdujo así, en esas poblaciones, la idea de que trabajar mucho para producir mucho no compensa la fatiga de trabajar, la preocupación de estar elucubrando negocios y el temor del perjuicio generalmente acarreado por negocios mal hechos. Todo este fardo de esfuerzos y aprehensiones pesa sobre el hombre, y no compensa – según esos apologistas de la pereza - el esfuerzo que exige. Pero vale la pena trabajar lo menos posible, comer igualmente lo menos posible, descansar mucho, embriagarse mucho... antes que trabajar mucho, consumir en abundancia y mejorar constantemente el propio nivel de vida. 

Lo indispensable, lo conveniente y lo superfluo

¿Qué viene a ser ahí consumir?

La primera idea que salta al espíritu es la de comer, lo que verdaderamente está incluido el concepto de consumo. Sin embargo, consumir significa también tener en la vida otros placeres – no necesariamente los del magnate de Mamón, a quien le están abiertas las puertas del alto consumo – sino placeres que proporcionan bienestar al hombre, en una proporción mayor o menor, conforme a las apetencias de su naturaleza.

La palabra consumir abarca por tanto el conjunto de aquello que apetece a las justas temperancias de la naturaleza humana.

En el ámbito del consumo de una ciudad pueden estar bienes que de ningún modo son necesarios para matar el hambre, y que en rigor no son indispensables para vivir, como por ejemplo tres o cuatro grandes teatros, en los cuales haya permanentemente exhibiciones artísticas de gran valor, que una parte de la población, aficionada a esos espectáculos, asiste.

En el mismo orden de ideas estaría un óptimo museo, una galería de arte, un excelente tren subterráneo.

El concepto de consumo incluye, pues, todo aquello que es indispensable para que el hombre pueda vivir, pero incluye también lo conveniente, y en lo conveniente, hasta lo superfluo, que hace la vida agradable.

Una madre de familia entra en un almacén y ve una figura de porcelana representando una pastora conduciendo un corderito; ella juzga que sería agradable tenerla en el centro de la mesa de su sala; ella lo compra, ella consumió. Ella no va a comerse aquel objeto de porcelana; lo adquirió apenas para que todos lo miren. Sin embargo, es un verdadero consumo. 

Tesis típicamente socialista

Va naciendo ahora una tesis. Y, si se le da toda la atención, se nota desde luego un cuño socialista característico.

Dado que unos tienen mucho y otros tienen poco, es preciso que los que tienen mucho se queden sólo con lo indispensable para vivir y den todo lo superfluo a los demás. Porque si ellos reúnen en torno de sí objetos de lujo, de confort, ellos con eso consumen mucho. Correlativamente comen mucho, beben mucho, gozan de vacaciones fastuosas, cuando viajan es por avión, preferiblemente con avión propio, poseen campo de aviación en su propiedad rural, helipuerto en el jardín de su casa, etc.

Ahora, según los anticonsumistas aquello que no es indispensable para vivir, el hombre no lo puede tener. Así, nadie tiene derecho de gastar en helicópteros, ni en viajes, ni en figuras de porcelana: todos deben gastar para ventaja de todos.

Quien fuese trabajador, aquel a quien Dios dotó con mayor capacidad de trabajo, si diese para los otros el fruto de su trabajo, ese procede bien. Pero si él acumula para después consumir, consigo mismo o con los suyos, es un gran egoísta.

Resultado: ¡en una sociedad en la cual nadie tiene ventaja en trabajar más que los otros... nadie trabaja más que los otros! Es una sociedad organizada en ventaja de los perezosos, con perjuicio de los trabajadores auténticos, de los diversos niveles sociales.

En esa sociedad, prácticamente desaparece la abundancia. Voltaire, hombre pésimo, ateo despreciable, pero que tenía cierto espíritu – con el cual, a propósito, hizo grandísimo mal a la tradición europea, fue difusor encarnizado de los principios de la Revolución – Voltaire, sin embargo, lanzó una frase al mismo tiempo espirituosa y no desprovista de profundidad: "Lo superfluo, esa cosa tan indispensable..."

Es lo contrario de lo que inculca el anticonsumismo.

Para que haya estímulo a que se trabaje, es necesario dar a quien trabaja la debida compensación. Para aprovechar en beneficio de la sociedad a los más productivos – en una palabra, los mejores – es necesario que ganen más. Si tal no ocurre, la sociedad flaquea y cae en el no-consumismo. Y de ahí resbala hacia un estado de pobreza crónica, perezosa, enmollecida, que tiende, en último análisis, a la barbarie. 

Naciones ricas y pobres: dicotomía ilusoria

Según una concepción muy difundida – y que aún  recientemente encontró guarida en no pocos participantes de la Conferencia del Cairo – el mundo se divide en dos partes: las naciones ricas y las naciones pobres.

Las naciones ricas consumen: son los Estados Unidos, Canadá, los países de Europa Occidental, Japón.

De otro lado las naciones de América Española y América Lusa, las naciones del África, de Asia y de Oceanía, que no tienen el nivel económico de Europa y de América del Norte.

Entonces –según los propugnadores del anticonsumismo – América del Norte, Europa Occidental y Japón, naciones consumistas, oprimen a las naciones pobres, defraudándolas en toda especie de negocios. Consecuentemente, las naciones expoliadas, no consumistas, deben hacer una contra ofensiva al mundo consumista, obligándolo a bajar su nivel de consumo, y nivelándolo por debajo con el mundo pobre.

Con eso, todos caerán en una situación parecida a aquella en que la dictadura comunista arrastró a Rusia y a las naciones satélites del antiguo imperio soviético. Y, también, análoga a la que el viejo tirano de Cuba mantiene a sus infelices compatriotas. 

A favor de un consumismo sensato y proporcionado

Frente a ese anticonsumismo retrógrado, debemos propugnar un consumismo sensato, proporcionado, en que las naciones más ricas, lejos de imponer a las más pobres condiciones de vida casi insustentables, busquen, por el contrario, estimular la producción de esos hermanos pobres, proporcionándoles salarios y niveles de existencia alentadores, los cuales den a éstos el gusto de un consumo sabroso y agradable, que los estimule a trabajar siempre más.

"Dinero – deberían decir los pueblos más ricos – podréis obtener de nosotros, desde que trabajéis. Sed hombres productivos, procurad atraer sobre vos, a fuerza de trabajo, todo el bien que deseareis. Sólo si frustrados, sin culpa vuestra, esos meritorios esfuerzos, extendednos la mano para pedir ayuda. Reconocemos, en tal caso, que será obligación nuestra atender vuestro justo pedido, de modo que renunciaremos de buen grado a lo que nos es superfluo, para así proporcionaros lo que os es necesario".

Hacer de la convivencia mundial una liga en que los pueblos más capaces trabajen inútilmente, sin ventaja propia, en beneficio de los incapaces, perezosos, vagos... eso es inaceptable.

La glorificación de la vagancia es propia al socialismo y al comunismo, no de la Civilización Cristiana y de la doctrina católica.

Es, sin embargo, hacia donde conduce el anticonsumismo, ocioso bebedor, enemigo de la civilización, del bienestar y del buen vivir de todos los hombres. 

(*) Publicado originalmente en la revista Catolicismo (São Paulo), agosto 1995.


Bookmark and Share