Ave Crux
Spes Unica
El Evangelio nos descubre con la mayor evidencia
cuánto se compadece la misericordia de nuestro
Divino Salvador con nuestros dolores de alma y
del cuerpo. Basta considerar los asombrosos
milagros de su omnipotencia practicados tantas
veces para mitigarlos.
Sin embargo, no imaginemos que ese combate al
dolor haya sido el mayor beneficio dispensado
por Él a los hombres en esta vida terrena.
No comprendería la misión de Cristo ante los
hombres quien cerrase los ojos al hecho central,
de que Él es nuestro Redentor y que quiso
padecer crudelísimos dolores para redimirnos.
Hasta en el auge de su Pasión, por un mero acto
de su divina voluntad, Nuestro Señor podría
haber hecho cesar instantáneamente todos esos
dolores. Desde el primer instante de su Pasión
hasta el
último, Él podría haber ordenado que sus
llagas se cicatrizasen, su sangre preciosa
dejase de correr, los golpes recibidos por
Él dejasen de mantener cicatrices en su
divino cuerpo y, por fin, una victoria
brillante y jubilosa cortara el paso,
bruscamente, a la persecución que lo iba
arrastrando hasta la muerte.
No obstante, Él no lo quiso. Por el contrario,
quiso dejarse arrastrar por la vía dolorosa
hasta lo alto del Gólgota, quiso ver a su Madre
Santísima entregada al auge del dolor y,
finalmente, quiso gritar, de manera que lo
oyesen hasta el fin de los siglos, estas
palabras lancinantes: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46).
Por estos hechos comprendemos que, al darnos la
gracia de ser llamados para que cada cual
padezca con Él una porción de su Pasión, dejaba
claro el papel inigualable de la cruz en la vida
de los hombres, en la historia del mundo y en su
glorificación.
Al invitarnos a padecer los dolores de la vida
presente, no pensemos que Él haya querido
dispensarnos, a cada cual, de pronunciar en el
último trance su consummatum est — “todo está
consumado” (cf. Jn. 19, 30).
Sin la comprensión de la cruz, sin el amor a la
cruz, sin haber pasado cada cual por su Vía Crucis, no habremos cumplido los designios de la
Providencia a nuestro respecto. Y, al morir no
podremos hacer nuestra la sublime exclamación de
San Pablo: “Combatí el buen combate, he
concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me
resta sino aguardar la corona de justicia que me
está reservada, y que me dará el Señor en aquel
día, como justo Juez” (2 Tim. 4, 7-8). Toda y cualquier cualidad, por más eximia que
sea, de nada servirá si no hubiese en todas las
almas, como un cimiento, el amor a la Santa Cruz
de Nuestro Señor Jesucristo. Con tal amor todo
lo conseguiremos, aunque nos pese el fardo
sagrado de la pureza y de otras virtudes, los
ataques y los escarnios incesantes de los
enemigos de la Fe, las traiciones de los falsos
amigos.El gran fundamento, el máximo fundamento de la
civilización cristiana está en que todos los
hombres ejerciten generosamente el amor a la
Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
NOTAS
[1]
Publicado originalmente en el boletín
noticioso de la
Agência
Boa Imprensa - ABIM, São Paulo, Brasil, de marzo de 1994.
Traducción y adaptación por
"Sociedad Ecuatoriana Tradición y Acción".
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