Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Grandes metas,

inmensos medios,

para la restauración

del orden social cristiano

 

 

 

 

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Palacio Pallavicini, en Roma

A pocos pasos del Quirinal (el palacio del gobierno italiano), en el palacio de la Princesa Pallavicini, "los más bellos nombres de la aristocracia romana" se reunieron el 30 de octubre 1993, en torno al libro del profesor Plinio Corrêa de Oliveira "Nobleza y élites tradicionales análogas". La Convención Internacional, a la cual asistió el Cardenal Alfons M. Stickler S.D.B., fue presidida por el Archiduque Martín de Austria y por el Presidente del Cuerpo de la Nobleza italiana, el Duque Giovan Pietro Caffarelli. Un evento que repercutió profun­damente en toda Italia. 

 

El Cardeal Alfons Maria Stickler S.D.B. dirige la palabra  durante la presentación del último libro del "Cruzado del siglo XX"

Discurso del profesor Plinio Corrêa de Oliveira para la presentación de "Nobleza y élites tradicionales análogas" en Roma

La I Guerra Mundial trajo como uno de ros resultados más importantes, si bien que no de los más notados, una transformación, por no decir una Revo­lución fundamental, no sólo en el campo político y económico, sino también en lo que se refiere a la mentalidad, usos y costumbres en vigor antes de la I Guerra Mundial.

En otros términos, mucho de lo que se tenía como esencial, elevado, subli­me, quizá intangible antes del conflicto, fue, sin pena alguna, banido por el viento de los acontecimientos y sustituído por otros usos, costumbres y mentalida­des que estaban exactamente en el polo opuesto.

Fenómeno análogo se dio después de la II Guerra Mundial. De tal manera que se puede decir que las dos grandes gue­rras del siglo XX, y quiera Dios que nos quedemos con estas dos solamente y no sobrevenga una tercera antes de que ter­mine esta conturbada centuria, fueron dos grandes revoluciones.

Es deber de justicia decir que en sus catorce alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana, Pío XII procuró ate­nuar los efectos de esas revoluciones, por medio de directrices de admirable sabiduría.

Específicamente respecto a la segun­da posguerra, decía el Pontífice:

“Esta vez la obra de restauración es incomparablemente más vasta, delica­da y compleja (que en la primera pos­guerra). No se trata de reintegrar a la normalidad a una sola nación: se pue­de decir que el mundo entero ha de ser reedificado; el orden universal debe ser restablecido. Orden material, or­den intelectual, orden moral, orden social, orden internacional: todo hay que rehacerlo y volverlo a poner en movimiento regular y constante. Esta tranquilidad en el orden que es la paz, la única paz verdadera, sólo puede renacer y perdurar con la condición de hacer reposar la sociedad humana sobre Cristo, para recoger, recapitular y reunir todo en Él.” (Alocución del 14 de enero de 1945)

Así, quien lee los documentos del Pontífice, percibe sin esfuerzo que tra-taba en su mente de oponer a esa inmen­sa Revolución lo contrario de ella, o sea, una Contra-Revolución. Una ContraRevolución que salvase de la ruina tan­tas tradiciones y que proporcionase a tan­tas otras —que todavía tenían razón de ser, pero que se habían venido abajo,— la posibilidad de reerguirse y recobrar la vida.

Evidentemente, había quien supusie­se que por dirigirse solamente a las cla­ses de los nobles y de las élites análogas, el autor de las alocuciones contase ex­clusivamente con éstas para tal obra. Tal­vez juzgasen los que así pensaban, que sólo ellas eran capaces de comprender, amar y defender esas tradiciones, de las cuales eran específicamente portadoras.

En realidad, se ve que Pío XII con­clama especialmente a esas élites para tan grande misión. Lo que se explica, por ser ellas la garantía de la perennidad de los valores que, al entender del Pon­tífice, no debería haberse interrumpido.

Es preciso hacer notar toda la ampli­tud de la colaboración por él deseada a este respecto. O sea, tal colaboración no la pedía solamente a los miembros de esa élite que continuaban poseyendo bienes suficientes para irradiar todo aquel prestigio que les venía del pasado y que, con eso, pusiesen al servicio de esa Contra-Revolución toda la fuerza de impacto con que se podría contar.

Es evidente que de la Nobleza y del Patriciado, el Pontífice esperaba todavía más. Contaba él también —y de forma muy marcada— con las personas de esa clase social que, arruinadas por los in­fortunios de la guerra, no disponían ya de los recursos materiales para ejercer su influencia. A tales personas, portado­ras de un gran nombre, aunque estuvie­sen reducidas por las necesidades eco­nómicas a una situación disminuída y muchas veces estridentemente chocan­te, les cabía dar a los pueblos el ejemplo precioso de lo que es en esencia una verdadera nobleza y lo mejor que de ella se puede esperar. Es decir, el ejemplo de virtud, grandeza de alma y dignidad mo­ral que pueden permanecer intactos en un noble e irradiar sobre las otras clases sociales, incluso cuando haya sido abandonado por los bienes materiales.

Pero, es preciso ir más allá. Pío XII contaba manifiestamente con el conjun­to del cuerpo social no solamente para salvar a las élites todavía existentes y las tradiciones de que eran portadoras, sino también para que nuevas élites brotasen al lado de las primeras. A éstas, ante nuevas situaciones y animadas por un espíritu verdaderamente católico, les cabía dar origen a nuevos hábitos, nue­vas costumbres, nuevas formas de po­der. Esto sin destruir o contradecir en nada el pasado, sino completándolo cuando fuese necesario.

Sería razonable que, para una finali­dad tan alta, Pío XII pensase en fundar algún tipo de asociación o institución particular, a la cual pidiese un esfuerzo nuevo para circunstancias nuevas. Algo a ejemplo del famoso Pensionado de Saint-Cyr, creado por la Marquesa de Maintenon, esposa morganática de Luis XIV, en socorro de las numerosísimas jóvenes de la aristocracia, cuyos padres habían caído en la pobreza.

Pero también es obvio que no era prin­cipalmente en esto donde el Papa Pacelli colocaba lo mejor de sus esperanzas.

El Pontífice, a pesar de colocarse en algún sentido como abogado de un cier­to pasado de cara a situaciones nuevas que aparecían, tenía la esperanza de pleitear, en toda la medida de lo cabible, la causa de la tradición y de la nobleza. Por lo tanto, sus palabras tienen el valor de un incitamiento cálido, de un deseo ardiente, de una directriz precisa.

En estas condiciones, nos podemos preguntar con qué más contaba Pío XII. La respuesta es fácil: Pío XII, si bien que estimaba las asociaciones especial­mente organizadas con fines beneméri­tos (el estímulo que dio a la Acción Católica o a las Congregaciones Marianas en la Constitución Apostólica "Bis seculari Diae" lo deja ver claramente), contaba también con otros recursos. ¿Cuáles? Con la sociedad considerada como un todo. Considerada como un gran cuerpo constituido no solamente por las instituciones y sociedades meno­res que la integran, sino también por la multitud de los individuos que, desarro­Ilando una acción meramente personal en favor del bien común, forman una fuerza social de primer orden.

Se tiene la impresión de que, según el pensamiento del Pontífice, sin la colabo­ración del conjunto del cuerpo social no hay, en esta materia, éxito posible.

Esto nos coloca bien lejos de la situa­ción de servidumbre en que tantas veces las máquinas de publicidad moderna lanzan a los pueblos y a las naciones, y se sobreponen a las organizaciones por así decirlo autóctonas a las cuales toca ejercer sobre la sociedad una verdadera influencia. Me refiero especialmente a los mass-media. Sin el "placet" del con­junto de los órganos de publicidad o por lo menos de los principales de entre ellos, es casi imposible obtener hoy en día el éxito de una causa. De manera que, por más que se hable de democra­cia, acaba siendo verdad que en nuestras sociedades llamadas democráticas el poder decisorio queda casi siempre en las manos de los mandarins, señores de los medios de comunicación. Pío XII podría fácil y cómodamente apelar a ellos, que atenderían sus ruegos. O por lo menos simularían hacerlo.

Como es natural, él deseaba la cola­boración efectiva de los medios de co­municación y en varios puntos la obtu­vo. Pero, en sus alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana, los mass-me­dia no figuran como elemento esencial del cuadro de una sociedad ideal. Pro­bablemente por estar en la esencia de estos mandarines la tentación perma­nente de ser inauténticos y, como se sabe, a las tentaciones permanentes de enveredar por la inautenticidad, mu­chas y muchas veces no resiste la debi­Iidad humana.

Entonces, ¿cuál es ese poder con el que Pío XII contaba? Era antes de todo y evidentemente el poder de Dios Todo-poderoso. Era aquel Poder que en el Puente Milvia dio la victoria a Costan­tino y en Lepanto a D. Juan de Austria, para no mencionar sino dos ejemplos históricos muy señalados. En realidad, de la enseñanza de Pío XII se desprende que, si individualmente cada católico que las oyese procurase cumplir su deber trabajando con la intención de apli­car estas enseñanzas y, especialmente en su campo de acción personal, podría resultar de ahí una fuerza de impacto global, de gran potencia.

En fin, debemos ver sobre todo en esas alocuciones el empeño del Pontífi­ce en que cada cual oriente sus aspira­ciones ideales al unísono con él, que cada cual trabaje y concentre sus esfuer­zos principalmente en su campo de ac­ción inmediato. Es decir, junto a aque­llos con quien convive en el hogar y en el ejercicio de su profesión. Si todos los católicos ufanos de poder sentirse cola­boradores del Papa en esto que es indis­cutiblemente una gran cruzada, quizá la cruzada del siglo XX, trabajasen con ahinco, por encima de todas las organi­zaciones y de todas las coaliciones, la victoria se afirmaría. La victoria de las grandes causas no se consigue tanto por los grandes ejércitos como por la acción individual de las grandes multitudes im­buídas de grandes ideales y dispuestas a todos los sacrificios para vencer.

“En una sociedad adelantada como la nuestra, que deberá ser restaurada, reordenada, después del gran cataclis­mo, la función de dirigente es muy va­riada: dirigente es el hombre de Estado, de gobierno, el hombre político; diri­gente es el obrero que, sin recurrir a la violencia, a las amenazas o a la propa­ganda insidiosa, sino por su propia va­lía, ha sabido adquirir autoridad y cré­dito en su círculo; son dirigentes, cada uno en su campo, el ingeniero y el juris-consulto, el diplomático y el economis­ta, sin los cuales el mundo material, social, internacional, iria a la deriva; son dirigentes el profesor universitario, el orador; el escritor, que tienen por objetivo formar y guiar los espíritus; dirigente es el oficial que infunde en el ánimo de sus soldados el sentido del deber, del servicio, del sacrificio; diri­gente es el médico en el ejercicio de su misión bienhechora; dirigente es el sa­cerdote que indica a las almas el sentie­ro de la luz y de la salvación, prestán­doles los auxilios necesarios para cami­nar y avanzar con seguridad.” (Pío XII, Alocución al Patriciado y a la Nobleza romana, el 14 de enero de 1945)

Me parece importante realzarlo, pues son excesivamente numerosos en nues­tros días los que, para concentrar toda su existencia en los tranquilos y despreo­cupados confines de las conveniencias personales y juzgarse exentos de cual­quier obligación para con las grandes causas, alegan cómodamente que la ac­ción individual está reducida a la inocui­dad, en este nuestro siglo de enormes masas humanas aglomeradas en las con­centraciones urbanas de porte babilóni­co, o, si bien que esparcidas en las in­mensidades de los campos, de los mares y de los aires, quedan continuamente sujetas a las manipulaciones psicológi­cas e ideológicas de los medios de co­municación que parecen hechos para cubrir con su influencia distancias infi­nitas y abarcar multitudes incontables.

Deseo acentuar esto a fin de que a nadie le quede pretexto para no hacer nada, alegando su impotencia personal, las dimensiones microscópicas de su in­fluencia individual y en consecuencia la inutilidad de todo su esfuerzo. Que cada uno, desde el mayor hasta el menor, no ahorre ningún esfuerzo en el sentido indicado por el Pontífice y la victoria estará asegurada.

Es este el pensamiento central de Pío XII y, por eso, muy lejos de querer de­salentar los esfuerzos de las asociacio­nes y grupos sociales deseosos de pro­mover tan considerable bien y capaces de ayudar eficazmente para llevar a ca­bo la ingente tarea común, quería que a estos grupos no les faltase esta inmensa colaboración de todos los que son sen­sibles a las enseñanzas de Pío XII, pues representan una fuerza gigantesca.

Para medir esta fuerza, quiero acabar recordando unas palabras históricas por demás conocidas. Cuando caminaba pa­ra su apogeo el poder napoleónico en Italia, uno de los generales del joven corso le preguntó cual era el grado de importacia que correspondía al trato que debería dispensar al Papa entonces rei­nante. La respuesta de Bonaparte fue rápida y fulminante: "Trátelo como a un general que tenga a sus órdenes impo­nentes ejércitos". Para el sagaz Napo­león el encanecido ocupante del Trono de San Pedro, que a los ojos de muchos parecía no poder sino lo que pueden muchos viejos, era una potencia. ¿Por qué? Porque una multitud incontable de personas aparentemente sin influencia, sin importancia, sin capacidad, sin fuer­za de impacto individual, en él recono­cía sin embargo al Vicario de Cristo y estaba dispuesta a hacer todo por él. Esta coalición de fieles aparentemente sin valía. atemorizaba al hombre delante del cual, entretanto, se estremecían los reyes de la tierra.

Un análisis histórico bien hecho mostrará que una de las causas por las cuales Napoleón, después de Waterloo se sintió aislado y cayó, fue porque a su lado no estaba el "General" que tenía a sus órdenes el ejército invisible pero temible de la multitud de los que son pequeños a los ojos de los hombres, mas cuya oración y cuyos sacrifícios todo pueden a los pies del trono de Dios. Es decir, la Iglesia dejó de ver con buenos ojos al aparente vencedor de Europa.

En torno de él, no se veían ya las incontables simpatías de los hombres de mentalidad simple y honesta, que en determinado momento habían esperado que él fuese el restaurador de los dere­chos de la Iglesia, de entre los escom­bros a que la Revolución Francesa quiso impíamente reducirla; de aquellos que habían esperado que su espada fuese el gladio de tantas legitimidades abatidas, sea en la esfera de los derechos públicos,sea en la de los derechos individuales; que, viéndole pedir a Pío VII que lo coronase en Notre Dame, tanto se llena­ron de esperanza de que ese gesto repre­sentase el reconocimiento del origen di­vino del Poder, que no repararon dema­siado cómo Napoleón no consintió que el Papa le ciñese la frente con la diade­ma imperial, sino que la retiró de sus manos para coronarse orgullosamente a sí mismo, negando el poder que en apa­riencia é1 iba a restaurar.

Otro dicho célebre ilustró el abando­no a que el tirano se había reducido a sí mismo, con su política religiosa ambi­gua, cuando no declaradamente anti-re­ligiosa.

Se cuenta que, mientras las tropas de Bonaparte caminaban victoriosamente en dirección a Moscú, un oficial ruso, enviado especial de Alejandro I, le pidió audiencia. A lo largo de las negociacio­nes, llegó la hora del almuerzo y Bona­parte convidó a su mesa al delegado del Zar de todas las Rusias. Durante la re­fección, la conversación incidió sobre el número de edificios religiosos que, por el camino, el monarca invasor había notado en suelo ruso. Queriendo atribuir a ese pretendido exceso de religiosidad la debilidad de la resistencia rusa, Na­poleón le preguntó si Rusia era, del te­rritorio europeo, la nación que más ha­bía gastado en edificios religiosos.

Con vivacidad, el enviado de Alejan­dro I le respondió: "No, Sire, también España". Ahora bien, precisamente en aquel momento histórico, el heroísmo de los católicos de la Península Ibérica estaba inflingiendo a los mejores generales de Napoleón, una serie de derrotas vejatorias sin precedentes hasta el mo­mento. Comprendiendo la alusión y el alcance militar admirable del fervor re­ligoso ibérico, el corso prefirió callarse. Poco después, sobrevino el incendio de Moscú y la retirada de Rusia fue para Napoleón una necesidad ineludible. Es posible que en medio de las aflicciones de Waterloo, Napoleón se haya acorda­do de todo lo que le faltaba para vencer y haya comprendido más que nunca la importancia del factor religioso, incluso frente a los más poderosos generales.

Si la carencia de este factor tanto debilita, la presencia de él puede cons­truir todavía más. Este es el poder de las multitudes de fieles que llevan al éxito las obras de los Papas cuando, movidas por el soplo del Espítitu Santo, se sien­ten capaces de aquello que Camões titu­laba con formidable belleza de expre­sión "cristianos atrevimientos" (Lusía­das, VII, 14).

Eran por cierto ese tipo de pensa­mientos los que llenaban de esperanza el corazón del Papa Pacelli, cuando pro­nunciaba sus famosas alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana.

"Deus vult" exclamó en Clermont la voz unanime de los guerreros feudales hasta hacía poco indolentes ante el peli­gro musulmán que avanzaba. Pero la acción del Espíritu Santo, haciéndose sentir a través de la voz cargada de impresionantes inflexiones místicas del Bienaventurado Papa Urbano II encen­dió rapidamente en aquellos ánimos adormecidos las llamaradas sublimes de la combatividad de los cruzados y el curso de la historia mudó.

La voz de Pío XII vibra todavía en sus alocuciones al Patriciado y a la No­bleza romana y he aquí porqué esas alocuciones, que no habían logrado sa­cudir la inercia de tantos católicos en los días en que fueron pronunciadas, pare­cen hoy admirablemente vivificadas por un reverdecimiento de gracias que lleva legiones siempre más numerosas de contemporáneos nuestros, a desear la restauración de una sociedad cristiana, jerárquica, en que reine la traquilidad del orden, en una atmósfera de paz en la cual se respeten para el bien común todas las jerarquías legítimas.

Esto es lo que explica que, con reno­vado ardor por ese grandioso ideal, las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana estén, reeditadas en el libro cuyo lanzamiento hoy se opera, reviviendo días de eficacia y de gloria en áreas de civilización siempre mayo­res de nuestro mundo occidental.

Portugal, España, el mundo iberoa­mericano, el mundo angloamericano, el mundo francoamericano, Francia, Afri­ca del Sur son naciones en las que esas admirables alocuciones van circulando hoy, en las humildes páginas de este libro, con el mismo vigor y la misma fuerza de impacto que si hubiesen salido, apenas hace días, de los labios del gran Papa. Lo que despierta la esperan­za de que en breve ocurra lo mismo en otros países como Inglaterra y Alemania y, como hoy ocurre en esta admirable Italia, la alegría y gloria del mundo en­tero, con los lanzamientos en Milán, Roma y Nápoles.

Así quiera la Santísima Virgen dar realidad entera a los anhelos tan justos, tan oportunos, tan indispensables, del Papa Pacelli.


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