Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

El espíritu del Evangelio:

colaboración entre las camadas sociales harmonicamente desiguales

y no a la lucha de clases

 

 

 

 

 

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Principales trechos del discurso del profesor Plinio Corrêa de Oliveira en la presentación de su libro sobre la Nobleza y las élites análogas, en Washington

 

El día 28 de septiembre 1993, fue presentada por la TFP norteamericana en el prestigioso hotel Mayflower, de Washington, la edición en inglés del libro del profesor Plinio Corrêa de Olivei­ra, "Nobleza y élites tradicionales análogas —Un tema que ilumina la Historia social americana". Cerca de 900 personas llenaban el lujoso salón del Mayflower para oir a destacadas personalidades de la vida norteameri­cana . El acto contó con la presencia de la Archiduquesa Mónica de Austria, Duquesa de Santangelo, y del Duque de Maqueda.

El discurso fue leído por el presidente de la TFP de los EEUU, Mr. Raymond Drake. 

 

Desigualdades armónicas

...Dos marcos simétricos definen el asunto. Es verdad que la desi­gualdad debe tener unos límites. También la igualdad debe así mismo tenerlos.

Muy sumariamente expuesto el tema, séame permitido decir que los límites de la desigualdad vienen tra­zados por la propia naturaleza huma­na. Es decir, por ser naturalmente in­teligentes y libres, todos los hombres tienen una dignidad común que hace de ellos los reyes del Universo.

Bajo ese punto de vista, todos los hombres son iguales. Y lo que re­duzca en el hombre, de cualquier modo, esa dignidad fundamental y nativa, esa igualdad natural y radi­cal, lo mutila. amezquina y ofende.

Como corolario de lo que acaba de ser dicho, todos los hombres son iguales en el derecho a la vida, a la constitución de una familia sobre la cual ejerzan su autoridad, en el dere­cho al fruto de su propio trabajo, y en el derecho a que su salario sea sufi­ciente para proporcionarle, a él y a los suyos, habitación digna y segu­ra, alimentación suficiente y salu­dable, recursos para garantizar a sus hijos instrucción conveniente, etc....

En otros términos, hay cualidades fundamentales que ponen en plan de igualdad a todos los hombres.

Pero ocurre que, además de esas cualidades básicas, los hombres es­tán dotados de otras innumerables cualidades, que varían entre sí, casi al infinito.

Y así, la propia igualdad natural y legítima suele ser el punto de partida de desigualdades legítimas, que es­tán también en el orden natural de las cosas. Tan numerosas son, y tan di­ferentes, que sería interminable in­tentar enumerarlas.

Se añade a eso que dichas diver­sidades naturales son aún frecuente­mente acentuadas por las circunstan­cias de la vida, por el mayor o menor empeño que el hombre pone en apri­morarlas etc.

Ahora bien, ¿son legítimas esas desigualdades? ¿Están de acuerdo con el bien común?  

Argumentan los opositores

Se diría a primera vista que tales desigualdades son ilegítimas.

En efecto, todo cuanto hace su­frir a los hombres es rechazado por su propia naturaleza. El dolor no es sino un síntoma que recuerda al hombre la contradicción entre las exigencias de su naturaleza y la si­tuación en que, por una u otra razón, se encuentra en ese momento. Aho­ra bien, dado el pecado original, las desigualdades habitualmente hacen sufrir a quien es inferior. Se diría que hay en el hombre una tendencia a clamar continuamente contra todo y todos los que le son superiores. En consecuencia, la humanidad entera gime bajo el peso sólido e incesante de las desigualdades. Por tanto, hay que suprimirlas, he ahí la gran meta de la evolución y del progreso. Este sería entonces el gran ideal de la marcha ascendente de los hombres. Marx, Lenín, Stalin no tuvieron me­ta más radical.

¿Y las élites? En esa perspectiva, la humanidad no tendría peor enemi­go que ellas. Pues ¿qué sería una élite sino una banda de malhechores con­jugados para acumular, en provecho propio, bienes de todo tipo que co­rresponderían a todos?

Por más que sean rudimentarios estos argumentos, se encuentran sin embargo como leitmotiv en la médu­la de todas las oposiciones a las de­sigualdades. Cabe, pues, analizarlos.

 

Misión de las élites en favor del bien común

Sin duda alguna, a las élites les compete una misión en favor del bien común. Pues, si existen, deben estar dispuestas al sacrificio que esa tarea exige, y al aprimoramiento que el perfecto cumplimento de esa tarea impone. Sería absurdo imaginar que el orden natural de las cosas creadas por Dios tuviese por únicos benefi­ciarios a gozadores empeñados tan sólo en utilizar, para su exclusivo provecho, bienes cuya carencia ten­diese a crear una desdicha y una mi­seria universales.

Por otra parte, si el progreso consti­tuye una marcha as­censional, sólo pue­de realizarse con los sacrificios que las ascensiones exi­gen, ya sea en el or­den de los bienes del alma, ya sea en los del cuerpo. Y mover ascensional­mente a toda la hu­manidad no se concibe sin un doloroso esfuerzo, al cual gran parte —la mayor parte— de los hombres es más o menos indiferente. Es necesario que ese inmenso esfuerzo ascensio­nal conjunto sea realizado en escala nacional así como en escala regional, o incluso simplemente en escala fa­miliar o individual, por individuos o grupos especialmente bien dotados en el orden de la naturaleza y de la gracia. Es necesario que esos indivi­duos o grupos deseen intensamente la propia perfección, así como la per­fección de todo cuanto les rodea, de suerte que sean las grandes fuerzas propulsoras del aprimoramiento in­dividual y del progreso social. En una palabra, ellos son el fermento, y los restantes son la masa. Imaginar que el fermento es el adversario de la masa porque se distingue de ella, porque camina más deprisa en el sentido ascensional, porque eleva aquello en donde actúa, en suma, porque le sirve de propulsor y de estímulo; imaginar que la masa sufre al verse así superada y elevada, es combatir el progreso, quitarle la fibra a la evolución, paralizar la vida, imponer a todos los hombres el tormento del tedio, del ocio, de la inutilidad.

Estas reflexiones se apoyan en las enseñanzas del Divino Maestro, cuando, para hacer comprender a los hombres la misión primordial del clero en la Iglesia, les dijo: "Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa, con qué se salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse ciudad asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara y se la pone bajo el celemín, sino sobre el candelabro, para que alumbre a cuantos hay en la casa. Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt. 5,13-­16).

Los que sueñan con la existencia, en el orden temporal, de hombres preeminentes que no iluminen ni salen, y que por eso mismo no dejen ver su supe­rioridad y colaboren necesariamente con la inercia, hacen el juego de las tinieblas y no el de la luz.

Los miembros de las élites son por excelencia los beneméritos de la sociedad.

Tales consideraciones dejan pa­tente no sólo la conveniencia, sino también la necesidad de las figuras preeminentes, para el bien común. Y deshacen una impresión falsa que los espíritus superficiales se han forma­do a veces sobre la situación de esas figuras.

En la apariencia, la vida es para ellas un continuo de­leite. Un gran científico, un orador notable, un econo­mista célebre, en fin, cual­quier hombre que se desta­que por el éxito con que apli­ca su talento en los campos más arduos, más delicados o más complejos de la activi­dad humana, fácilmente se hace remunerar de modo más compensatorio que sus compañeros de envergadura moral o intelectual menor. Fácilmente, también, esos hombres que descuellan por sus talentos o virtudes tienden a formar entre sí grupos sociales más ilustres. Y, como consecuencia, disponen para sí y para los suyos de recursos económicos más abundantes. Quien los ve piensa: son unos vividores.

En realidad, son por excelencia los trabajadores, o sea, los que em­plean en el respectivo trabajo la ma­yor suma de cualidades intelectua­les. Trabajando más, ellos dan más; y dando más, naturalmente reciben más que el común de los hombres. En resumen, son ellos los beneméri­tos por excelencia. 

Una clase social superior a las demás: fruto del orden natural

Por todo lo que fue dicho, es na­tural que ellos tiendan a formar así una clase superior a las demás. Y de ese modo, por análogos sucesos, se constituye una escalera social, para gran ventaja de la colectividad.

En los diferentes escalones de esa escalera se disponen las diversas élites.

La metáfora es corriente y además también expresiva: son auténticas escaleras los elementos constitutivos de una sociedad formada según el orden natural de las cosas. 

Papel capital de la familia

Se equivocaría quien supusiese que tales escaleras se constituyen exclusi­vamente de notabilidades individua­les. El hombre es, por naturaleza, miembro de una familia. Y donde está el gran hombre, con él está su familia.

Así, los escalones de las diversas escaleras sociales están constituidos generalmente por familias, cuyos miembros son solidarios entre sí tan­to en la grandeza cuanto en la medio­cridad o en la oscuridad. "Ubi tu Gaius et ego Gaia", decía la ceremo­nia del matrimonio romano.

Y esa solidaridad natural se pro­yecta através de las generaciones. La gloria de un hombre benemérito se transmite. con el nombre, a toda su descendencia. Y el portador, por vía de descendencia, de un nombre ilus­tre, cargará consigo algo de ilustre encuanto esa descendencia se pro­longue através de los decenios, quizá de las centurias.

En efecto, si, en determinadas cir­custancias, se explica que el recuer­do de una acción benemérita se apa­gue con el tiempo, igualmente se ex­plica que, en otras circustancias, el nombre unido a hechos célebres, practicados por toda una sucesión de personas famosas, a justo título se haga inmortal.

Fundar una ciudad es una acción que tiene siempre algo de insigne. Participar de las primeras generacio­nes, cuyo valor aseguró a esa ciudad algunas décadas o incluso siglos de prosperidad, de prestigio y de fuerza, confiere algo particularmente insig­ne a los nombres de las familias que participaron en tal labor. Pero pro­yectar el prestigio, la fama, la cultura y la riqueza de una ciudad, de manera que ella se vuelva ilustre en el mundo entero, a lo largo de los milenios, es más que insigne: es glorioso.

Diciéndolo, pensamos por ejem­plo en Roma, ciudad reluciente de las más diversas modalidades de gloria, a lo largo de incontables siglos. Haber sido uno de los fundadores de Roma, pertenecer a una de las fami­lias que, conservando su identidad através de los tiempos, actuó de mo­do insigne para que Roma acabase siendo una de las capitules del mun­do —y ella aún lo es— costituye algo glorioso, como sucede con ciertos vinos que, a lo largo de los años, no hacen sino mejorar.

Viejos nombres, viejas ciudades, viejos hechos, viejas estirpes, viejas grandezas: cuánto crece el brillo de la palabra viejo, que tantos despre­ciaron locamente en la recién extin­guida era de la modernidad, pero cu­ya fascinación los hombres sienten de nuevo, en la aurora perturbada y extraña de la pos-modernidad. 

La transmisión hereditaria de los méritos, de las glorias y de los títulos

A esta altura de nuestras reflexio­nes, ¡qué vana parece la objeción anti-tradicionalista contra la trans­misión hereditaria de los méritos, de las glorias y de los títulos acumula­dos en el pasado! El hecho de que un general o un diplomático haya salva­do de la ruína a su país puede hacer merecer a ese bienhechor público una señal honrosa, de gratitud nacio­nal —argumentan ciertos anti-tradi­cionalistas. Pero el bien practicado por el padre no puede de ningún mo­do probar que el hijo tenga idénticas cualidades. Luego, la transmisión al hijo, de honras que sólo el padre mereció, pero no el hijo, es contraria a la justicia....

Según esa teoría, nada más nor­mal que ver al padre ilustre tener un hijo oscuro y pobre.

Este modo de pensar hiere en sus cimientos la institución de la familia.

El noble impulso del desvelo pa­terno lleva al buen padre a querer dejar a su hijo, cuando haya cruzado los umbrales de la muerte, una situa­ción proporcionada a la del progeni­tor. Si el padre consagró toda su vida en favor del bien común, es natural que espere de la gratitud pública que asegure a su hijo una situación pro­porcionada a todo cuanto él dejó de ganar para servir mejor a la patria.

La gratitud es una virtud que, en la esfera privada, pasa normalmente del padre al hijo. Y si un hombre de fortuna fue eximiamente tratado en su vejez por un enfermero dedicado, es incomprensible que el anciano no deje a su enfermero un legado pro­porcionado. ¿Los grandes hombres no son, en cierto sentido, los grandes enfermeros del país? ¿Y no debe este último, a tales grandes hombres o a sus descendientes, por sus grandes beneficios, un gran legado, señal de su justa gratitud? 

Una grande, virtuosa y duradera familia: una de las obras más insignes que le es dado al hombre hacer

La esposa también tiene derecho a la gratitud que el esposo insigne merece del país, por su acción desve­lada, infatigable, atenta, para que los hijos reciban una formación verda­deramente cristiana y para que, a su vez, ellos la transmitan auténtica­mente a su descendencia. La esposa y los hijos son verdaderos partícipes de la vida del padre, de sus méritos y de los premios correspondientes. Así también, lo son de las honras a que él tenga derecho.

Fundar una grande, virtuosa y du­radera familia: he aquí una de las obras más eminentes que le es dado hacer al hombre.

 

Dinastías de reyes, de aristócratas, de burgueses y de obreros 

No se piense que, al tejer estas consideraciones, tengo en vista ex­clusivamente a las familias de alta categoria social o incluso solamente las Casas reinantes. En realidad, in­cluso a las familias más modestas les están abiertas las puertas de acceso a esa despretensiosa mas genuína gloria.

Desde la Revolución Francesa, el mundo asistió, imbécilmente alegre, cuando no absurdamente esperanza­do, a la destrucción en masa de las "dinastías" grandes y pequeñas, tan­to de zares como de mujiks, de aris­tócratas como de burgueses o de obreros, en el Occidente cristiano. Tal destrucción se dio de modo tan despiadado y sistemático, que mu­chos de nuestros contemporáneos no tienen ni idea de lo que esto fue en el pasado, o sea, durante la Edad Media y los Tiempos Modernos.

En este largo periodo histórico, la robustez de la institución familiar la dotaba de una cohesión que llevaba a la mayor parte de sus miembros a trabajar en una misma actividad eco­nómica. Esto hacía con que, en cier­tas regiones, determinados oficios pasasen a ser, por la costumbre, pri­vilegios de ciertas familias. El oficio de relojero podría ser citado entre muchos. En cada oficio, el éxito in­dustrial y comercial de la profesión dependía de factores que sólo la ad­mirable cohesión familiar hacía po­sible. Así, entre establecimientos "parientes" de la misma rama, era punto de honra que no existiese un mutuo combate tantas veces verifi­cado hoy, sino una colaboración eco­nómica, técnica o empresarial. Los casamientos de familia unían esas grandes estructuras de producción o comercio, de forma a volver aún más solidarias las distintas ramas. Y así por delante.

Todo esto hacía de cada rama una vasta unidad, que de esta forma se agrandaba.

Conozco el caso de un ilustre es­critor de nuestros días que, al ser tratado como Monsieur de... por un interlocutor que lo imaginaba noble, retrucó con rapidez: "No soy noble. Conozco los orígenes más remotos de mi familia, que es una pequeña familia de secular tradición militar, y puedo informarle que, desde Carlomagno hasta mi padre, ella dio militares a Francia."

Dinastías de Reyes, de grandes, de medios y de pequenos señores, dinastías de magistrados, de burgue­ses, de campesinos, de soldados y de marineros. La Francia de entonces casi podría ser definida como un con­junto de dinastías. Tal es la imagen de un país en el cual la institución familiar proyecta su luz hasta en los más humildes rincones. ¡Quién no siente la belleza y la fuerza de una organización así, en la cual, a decir verdad, todo son élites, o por lo me­nos hay élites en todos los estamen­tos sociales!...

 

Amor a la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo

Élites, organización familiar per­fecta, amor intenso entre los cónyu­gues, entre estos y los hijos, y, por fin, de los hijos entre sí, son cualida­des eximias. No obstante de nada sevirán si, como base de ellas, no hay en todas las almas el amor a la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Con tal amor todo conseguiremos, aunque nos pese el fardo sagrado de la pureza y de otras virtudes, los ata­ques y los escarnios incesantes de los enemigos de la fe, las traiciones de los falsos amigos.

Los más robustos cimientos de la Civilización Cristiana están en que todos los hombres ejerciten genero­samente el amor a la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Que a ello nos ayude María, y habremos reconquistado para su Di­vino Hijo el Reino de Dios, hoy tan tambaleante en el corazón de los hombres.


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