TFP Informa, Quito , Año XXI – N° 91 – (PSI 564), Pág. 4-5

 

Nobleza y élites tradicionales análogas

“Es propio a la nobleza y a las élites tradicionales formar con el pueblo un todo orgánico, como cabeza y cuerpo” (Plinio Corrêa de Oliveira)

 

La Santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia

 

 

 

Presentamos aquí, algunos comentarios hechos por el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira a la más reciente de sus obras, Nobleza y élites tradicionales análo­gas en las alocucio­nes de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, durante una confe­rencia para los socios y cooperadores de la TFP brasileña (2-11-1992). Este magnífico libro que ya esta en su 3° edición españo­la, viene alcanzando una impresionante repercusión mundial.

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DICE el Evangelio que el Niño Jesús «crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc. 2,52). Si esto es verdad – y ciertamente lo es, pues son palabras inspiradas por el Espíritu Santo – es señal de que en el Hombre-Dios aún había cómo crecer. De cualquier naturaleza que fuese ese crecimiento, era un crecimiento de la perfección perfectísima para algo que era una perfección aún más perfectísima.

Por otro lado, debemos considerar todo cuan­to es Nuestra Señora: un tal cúmulo de perfeccio­nes creadas, que un Papa llegó a declarar: de Ella se puede decir todo en materia de elogio, desde que no se le atribuya la divinidad. Fue concebida sin pecado original y confirmada en gracia a partir del primer instante de su ser; no podía pecar, no podía caer en la más leve falta, porque estaba asegurada por Dios contra eso. No teniendo defectos – tal es el aspecto importante de esta consideración –, también Ella crecía constantemente en virtud.

Al lado del Niño Jesús y de Nuestra Señora estaba San José. Es difícil elogiar cualquier hombre, cualquier grandeza terrena, después de considerar la grandeza de San José. El hombre casto, virginal por excelencia, descendiente de David.

San Pedro Julián Eymard (cfr. «Extrait des écrits du P. Eymard», Desclée de Brouwer, Paris, 7° ed., pp. 59-62) dice que San José era el jefe de la Casa de David, el pretendiente le­gítimo al trono de Israel, el mismo trono que fue ocupado y derrumba­do por falsos reyes, mientras Israel era dividido y, al final, dominado por los romanos.

 

Triple ascensión y tres auges

San José era un varón perfec­to, modelado por el Espíritu Santo para tener proporción con Nuestra Señora. Se puede imaginar a qué auge, a qué altura, San José debió haber llegado para estar en proporción con Nuestra Señora. Es sumamente probable que también él haya sido confirmado en gracia. Entonces se puede decir que, en la humilde casa de Nazaret, a cada momento que pasaba, aquellas tres personas crecían en gracia y santidad delante de Dios y de los hombres.

San José debe haber fallecido antes del inicio de la vida pública de Nuestro Señor Jesucristo. Es el patrono de la buena muerte, porque todo lleva a creer que, en su muerte, fue asistido por Nuestra Señora y el Divino Redentor, que lo ayudaron a elevar su alma a aquella perfección pinacular para la cual él fue creado. No era la perfección de Nuestra Señora, era una perfección menor. Pero era la perfección enorme para la cual fue llamado.

Cuando su mirada turbia se iba apagando para la vida, San José –al contemplar a Aquella que era su esposa y a Aquel que jurídicamente era su hijo– se extasió con la ascensión continua de santidad de Nuestra Señora y de su Divino Hijo. Al verlos subir así, también él, a su vez, subía sin cesar en su propia santidad.

Esta triple ascensión continua en la humilde casa de Nazaret, constituyó el encanto del Creador y de los hombres: tres perfecciones que llegaron todas al pináculo a que cada una debía llegar. Eran tres auges que se amaban intensamente y se intercomprendían intensamente; perfecciones altísimas, admirables, pero desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la Tierra.

Entretanto, la jerarquía puesta por Dios entre tales sublimes desigualdades era de un orden admirablemente inverso: Aquel que era el jefe de la Casa en el plano humano era el menor en el orden sobrenatural; en cuanto al Niño, que debería prestar obediencia a sus padres, era Dios. Una inversión que nos hace amar aún más las riquezas y las complejidades de cualquier orden verdaderamente jerárquico; y que lleva al alma fiel, deseosa de meditar sobre tan elevado tema, a entonar un himno de alabanza, de admiración y de fidelidad a todas las jerarquías y a todas las desigualdades establecidas por Dios.

 

Paradoja: Príncipe y obrero

Otra paradoja fue también colocada por el Creador en las complejidades de este nobilísimo orden jerárquico.

San José era el representante de la Casa más augusta que hubo en todos los tiempos, pues, en cuanto de otras Casas nacieron reyes, de la Casa de David nació un Dios. Y los únicos cortesanos a la altura de esa casa son los Ángeles del Cielo.

Entretanto, por designio divino, tal jefe de la Casa de David era al mismo tiempo, trabajador manual, un carpintero. Y también Nuestro Señor Jesucristo ejerció esa actividad antes de iniciar su vida pública. Dios quiso así que las dos puntas de la jerarquía temporal se uniesen en aquel que es Hombre-Dios. En El está la condición de Príncipe real de la Casa de David, de pretendiente al trono de Israel. Pero esta condición coexiste con la de mero carpintero, obrero, en el extremo opuesto de la escala social. Esta coexistencia de perfecciones, en ambos aspectos – tanto en el de Creador­-criatura como en el otro, incomparablemente menor, de rey-obrero – reúne los extremos para reforzar la cohesión de los elementos intermediarios de la jerarquía, uniendo tales elementos por la unión de los extremos.

Así, la sacrosanta jerarquía en el interior de la Sagrada Familia no aparece apenas como un conjunto de cimas tan altas que a nuestra vista física y mental le cuesta alcanzar. Ella representa también un conjunto jerárquico, desigual pero afectuoso, entre todos los grados del orden social. De tal manera que, aquel que ocupa el lugar más alto, abraza afectuosamente el que está más bajo y dice: «En cuanto naturaleza humana somos todos iguales».

 

Amor desinteresado a la Jerarquía

Escogí el ejemplo de San José, de Nuestra Señora y de Nues­tro Señor Jesucristo para que se comprenda la jerarquía en lo que ella tiene de más puro, de más límpido, de más perfecto, en la cual no hay egoísmo ni pretensión. Porque existe ese puro amor de Dios, el cual genera amor a las varias jerarquías, sin la preocupación de ser mucho, de hacer mucho o de poder mucho. Es amar la jerarquía por amor de Dios.

Las almas que tienen el verdadero censo de la jerar­quía aman de este modo a los que son superiores. La palabra «majestad» tiene para ellas un sentido, un misterio, un lumen especial que torna respetables y venerables los reyes y emperadores, incluso cuando éstos, no merecen el homenaje que le es pres­tado por ser quienes son. Pero si, para aquello a que fueron llamados, en algo corresponden, ese algo, por pequeño que sea, es como el aroma de una flor incomparable, de la cual se saca una gota, cuyo perfume produce sobre el hombre recto un efecto semejante al que la santidad mayor produce sobre la santidad menor. Y eso tiene alguna analogía con lo que pasaba en la Sagrada Familia, entre las tres personas indeciblemente excelsas – una de ellas divina – que la componían.

He ahí algunas consideraciones sobre el arrobo y el entusiasmo que las verdaderas jerarquías – como aquella que existió, en grado arquetípico, en la Sagrada Familia – pueden y deben suscitar en las almas rectas y auténticamente católicas.

 

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