Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Con vistas al año 2.000

 

 

 

 

 

 

 

“Catolicismo”, Agosto de 1988

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Preguntado por la Folha de S. Paulo [el diario de mayor circulación de Brasil] sobre si estoy de acuerdo con la censura a las escenas de nudismo en la televisión, sin ninguna vacilación mi respuesta fue «sí».

En efecto, ella no versa sobre la moralidad de los trajes, sino sobre el desnudo total y no hace distinción de sexo ni de edad. Liberar de cualquier censura el nudismo en la televisión, evidentemente abarca no sólo la exhibición de una o algunas personas desnudas, sino también de una cantidad indefinida de personas en esa situación.

Totalmente abolida la censura, ¿cuál es el bacanal cuya exhibición en TV pudiese ser vetada, incluso para niños en la más delicada inocencia de su edad?

Pero no solo eso. Libre de cualquier óbice en la televisión, el desnudo no tardaría en pasar del video a la existencia cotidiana. Y esto sería la implantación de la amoralidad en las costumbres.

Es inútil añadir que este hecho acarrearía, a su vez, la extinción del matrimonio y la implantación del amor libre.

Bien veo que, instalados en numerosas zonas de influencia de la sociedad moderna, son muchos los que trabajan activamente para que se llegue a tal extremo. Este caminar hacia el abismo no data de nuestro siglo, sino de los inicios del romanticismo, en el siglo XIX, para no remontarmos aún más atrás.

Cualquier concesión —aún siendo incipiente y tímida— hecha a la inmoralidad en el tiempo de nuestros bisabuelos, trajo como consecuencia concesiones mayores en el tiempo de nuestros abuelos. Esas, a su vez, se dilataron sensiblemente más en el tiempo de nuestros padres, dando, a lo largo del siglo XX, en manifestaciones de liberalismo moral siempre más escandalosas. La consecuencia es que a muchos contemporáneos nuestros les agrada vivamente prever que el paso del actual milenio al próximo sea celebrado por una humanidad afecta al nudismo.

Y si fuese solo (¡«solo...»!) eso. Es de preverse aún algo peor.

La carta blanca dada al nudismo es un mero aspecto del permisivismo moral absoluto. Y, a su vez, este va acarreando la implantación de otras formas de inmoralidad que las costumbres y las leyes de Occidente vienen aceptando sistemáticamente.

Es el caso del divorcio, que de hecho se va transformando en amor libre; de las anulaciones matrimoniales, escandalosamente facilitadas en el propio foro religioso en ciertos países como Estados Unidos; del aborto, abiertamente permitido por la ley en muchos estados modernos; de la propia homosexualidad, igualmente permitida en muchos de ellos y de hecho impune en casi todos los otros. Además, se va delineando aquí y allí la tendencia a considerar con «indulgencia» el incesto.

Y la propensión generalizada en todo esto camina obviamente hacia la entera negación de la moral cristiana que manda en el decálogo: V — no matarás; VI — No pecarás contra la castidad; IX — No codiciarás la mujer del prójimo.

Los hechos confirman, así, las palabras de la Escritura: «Un abismo atrae a otro abismo» (Salmo, 41 - 8).

Y es el caso de añadir que nada podrá servir de obstáculo a que el mundo caiga en los últimos extremos de la inmoralidad todavía imaginable, como la bestialidad por ejemplo. A la espera del día en que cierta ciencia consiga descubrir formas de abominación moral aún inimaginadas...

«Cuanta inexorabilidad en estas previsiones» — gemirá algún lector optimista —. «Es el Dr. Plinio de siempre, con su raciocinar férreamente consecuente y característicamente radical».

A ese lector respondo de inmediato: Es propiamente Ud, con su supina inconsecuencia llevada hasta el extremo.

A lo largo de mi existencia, siempre me pareció lógico e inevitable —en el orden natural de la cosas— que, si el género humano no se convirtiese a la integridad de la Fe católica y la observancia exacta de los Mandamientos, al llegar al año 2.000 estaría trasponiendo el umbral de las últimas degradaciones.

«En el orden natural de las cosas», digo. Pues hay que tener en cuenta las previsiones de Nuestra Señora hechas en 1917 en Fátima para una humanidad que no retrocediese en el camino de la perdición: «La guerra va a acabar, pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes, por medio de la guerra, del hambre y de persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre. (...) Varias naciones serán aniquiladas; por fin mi Inmaculado Corazón triunfará».

Evitar la guerra no consiste en apretar la mano de Gorbachov, y dirigirle loas, sino en dar oídos a Nuestra Señora de Fátima.


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