De la obra “TRADICION, FAMILIA, PROPIEDAD - Un ideal, un lema, una gesta”, Parte III, Sección Segunda:

 

La tragedia del jumbo sudcoreano, bárbaramente abatido por los rusos el 2 de septiembre de 1983, contiene una esclarecedora lección que —como advierte la TFP norteamericana en un manifiesto ampliamente divulgado en Estados Unidos y el mundo occidental— debería guiar por muchos años el rumbo del pensamiento y de las actitudes políticas de las naciones no comunistas: la falsedad de la pregonada dulcificación mental y moral de los déspotas del Kremlin. Las otras TFPs reproducen el ma­nifiesto de su cohermana norteameri­cana en sus respectivos medios de difusión y también distribuyen comu­nicados de prensa. El Embajador de Corea del Sur en Portugal, Sr. Ki Soo Kim, agradece la actitud del Cen­tro Cultural Reconquista. En Ecua­dor, la TFP también distribuye la de­claración en una concurrida marcha de protesta realizada en Quito fren­te a la embajada rusa.

 

*      *     *

 

«Jumbo» surcoreano

 

¡RAYO QUE MATA, PERO ESCLARECE!

 

El crimen perpetrado hace pocos días por un caza soviético contra el «Jumbo» surcoreano produjo en el pueblo norte­americano el efecto de un rayo nocturno: desgraciadamente hizo muchas víctimas, pero —precisamente como esos rayos— iluminó con claridad terrible un panorama hasta entonces cubierto por densas tinie­blas.

Densas tinieblas, sí, que desde hace años vienen oscureciendo progresivamen­te los horizontes de nuestra política exte­rior, con obvios reflejos en nuestra políti­ca interior y con perjuicio incalculable para toda la nación.

Conviene que la realidad puesta así en evidencia, con el fulgor irresistible, aun­que tan transitorio de un rayo, no sea olvidada por nuestra opinión pública. ¡Re­cordad la tragedia del Jumbo surcorea­no!, es el consejo que la Sociedad Norte­americana de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad-TFP [www.tfp.org]  ofrece hoy a to­dos los norteamericanos. El hecho trági­camente aparecido en los medios infor­mativos del día 2 de este mes contiene una lección esclarecedora que debería guiar por muchos años el rumbo de nues­tros pensamientos y de nuestras actitu­des políticas.

En concreto, ¿qué es lo que hemos visto? Lo que poco antes del año 1971 —fecha del anuncio del viaje de Nixon a China— habíamos comenzado a dejar de ver. Por cierto, ¡cuánto habríamos ganado si ya en 1945 —con ocasión de la Confe­rencia de Yalta— lo hubiéramos visto con más claridad!

Sí; la doctrina comunista y la historia del régimen comunista en Rusia no po­drían dejar en nuestro espíritu la menor duda de que el Gobierno de Moscú, ani­mado en todas sus acciones por un impe­rialismo ideológico implacable, quiere im­poner el pensamiento, el sistema de go­bierno y de economía, la forma de cultura y el sistema de vida comunista al mundo entero. Meta esta fundamentalmente atea, materialista, aniquiladora de todas las naciones independientes y de una civi­lización que en ciertos aspectos es la más alta que han alcanzado los pueblos a lo largo de la Historia. Meta repudiable no sólo por esto, sino también por los méto­dos sin cuyo concurso no podría ser al­canzada: la fuerza bruta, la agresión a las naciones más débiles, el espionaje, la pro­moción continua de la agitación y la sub­versión en todos los pueblos, y, por fin, esa obra prima de perfidia y de habilidad que es la guerra psicológica revoluciona­ria.

A raíz de la caída del régimen zarista, algunas naciones que anteriormente inte­graban el Imperio ruso alcanzaron su in­dependencia. Pero ésta fue de duración corta, hasta efímera en algunos casos, pues la bota soviética las aplastó de modo inexorable. Las más conocidas son Ucrania, Armenia, Georgia, Lituania, Esto­nia y Letonia.

Posteriormente, en Yalta, la Rusia so­viética se hizo dueña de seis naciones de Europa central: Polonia, Alemania del Este, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Igualmente, el poderío ruso ejer­ció un papel de significativa importancia para que el régimen comunista se implan­tara en Yugoslavia y en Albania.

Después de Yalta, la Unión Soviética impuso el yugo comunista a Vietnam del Norte, Corea del Norte, China, Cuba, Ye­men del Sur, Congo, Benin, Etiopía, Viet­nam del Sur, Camboya, Laos, Angola, Mozambique, Granada y Nicaragua.

Todos los países hasta aquí nombra­dos quedaron sujetos a la Unión Soviética —a pesar de la aparente independencia de algunos de ellos, que a nadie engaña— en una situación férreamente colonial.

Es cierto que no se puede calificar pura y simplemente de colonia soviética a la China comunista, a Yugoslavia y a Alba­nia.

Sin embargo, la lista de las naciones víctimas del imperialismo soviético es mucho más amplia; incluye también a los Estados que, otrora dotados de una esta­ble independencia, fueron sometidos a una situación análoga a la de los protec­torados clásicos, con las ambigüedades y los cambios tantas veces inherentes a ciertos aspectos del régimen de protecto­rado: Irak, Siria, Libia, Guinea, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Santo Tomás y Prín­cipe, Tanzania, Zambia, Seychelles, Gua­yana y Surinam.

En una inestable zona de penumbra, entre la condición de protectorado sovié­tico y de independencia, todavía se en­cuentran otras naciones que, si bien en alguna medida son independientes (esta medida varía de una nación a otra, y a veces de año a año), no disponen de una completa independencia. Y los puntos en que su independencia está coartada siempre son determinados por la prepon­derancia de los intereses rusos. Estas na­ciones son: Argelia, Zimbabue, Madagas­car, Malta, Finlandia (la «finlandizada» Fin­landia...).

Quizá en ninguna nación de esa zona de penumbra los contrastes entre las afir­maciones de independencia y la subsis­tencia de algunos trazos de dependencia son tan acentuados como en Argelia.

Por supuesto, ninguno de esos paises se reconoce como integrante de la «zona de penumbra» a la que acabamos de alu­dir: eso no les convendría, ni siquiera a la Unión Soviética, siempre empeñada en disfrazar lo más posible su expansión im­perialista. Pero esta zona de penumbra existe. Y todo el mundo lo sabe.

En estos momentos, para no dejarse abarcar por la Unión Soviética en ninguna de estas desdichadas categorías, se están enfrentando con duras guerrillas: El Sal­vador, Guatemala, Honduras, Colombia, Perú y Filipinas.

Los ingenuos, los inocentes útiles sin duda pondrán objeciones a uno que otro punto de esta inmensa lista. Ciertamente alegarán que un pueblo u otro de los aquí mencionados es independiente. ¡Este no es el momento de discutir con ingenuos ni con inocentes útiles! Para tranquilizar­los, convengamos en que esa indepen­dencia existe: tan auténtica como la liber­tad de movimiento de un ratón sobre el cual el gato puso su pata..., y pasemos adelante.

Mientras ese imperio —tan abrumado­ramente vasto que, ante él, los de César y Napoleón parecen pequeños— se fue constituyendo, la Unión Soviética consi­guió con los recursos polimorfos y sutiles de la guerra psicológica revolucionaria un resultado quizá más increíble: es decir, el de ir persuadiendo cada vez más a los pueblos de Occidente de que en la mente de sus jefes y pensadores se desarrollaba un proceso de dulcificación mental y mo­ral, bastante enigmático por cierto. De este modo, Moscú consiguió infundir en numerosas corrientes de opinión en Amé­rica y Europa la convicción de que, si la Unión Soviética fuera tratada con benevo­lencia, y si fuera favorecida por el sumi­nistro de recursos financieros, económi­cos y técnicos de todo tipo, el imperio comunista se transformaría en líricos pro­pósitos de paz.

La Historia jamás comprenderá cómo tal ilusión pudo ganar terreno en los mis­mísimos momentos en que la Rusia co­munista extendía sus garras por todos los continentes: en los mismísimos momen­tos en que, en el interior de las naciones sobre las cuales soplaba esa fatal ilusión, el proselitismo ideológico, la agitación y la subversión hacían increíbles progresos.

Esta ilusión tuvo su peso a la hora de llevar al pueblo norteamericano a aceptar la presencia insolente y agresiva de la garra soviética a dos pasos de sus costas, en la desdichada Cuba. Concurrió sensi­blemente, también, para que el presidente Nixon, visitando la China roja en 1972, abriese la era funesta de la distensión con el mundo comunista. Así triunfó la «políti­ca de mano tendida», desde hacía mucho lanzada por Moscú. La coexistencia paci­fica pareció entonces como muy razona­ble. La «Ostpolitik» de Bonn y la del Vati­cano se desarrollaron también en toda su envergadura. El izquierdismo comenzó a infiltrarse claramente en todas las religio­nes. La «caída de las barreras ideológicas» —que data de muchos años antes de que se empezara a utilizar esa expresión— no sólo se operó en las relaciones internacio­nales, sino que abrió las puertas de las más respetables, ilustres e influyentes instituciones del Occidente a los comunis­tas.

Previa autorización, dada por Moscú, para que una delegación de eclesiásticos de la Iglesia greco-cismática, de obedien­cia soviética, estuviese presente en el Concilio Vaticano II con funciones de ob­servación, la ilustre Asamblea se abstuvo de condenar el comunismo. Y bajo la influencia del señor Henry Kissinger, du­rante las presidencias de Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter, todo este conjunto de acontecimientos produjo en las zonas de influencia de Estados Unidos los frutos trágicos que son bien conocidos de todos: la caída de Vietnam y Camboya y la pérdida del canal de Panamá, son ejemplos de los más memorables.

El espejismo de la dulcificación soviéti­ca estuvo en la raíz de todo esto, y es responsable también, en buena medida, por el hecho de que los paises de Occi­dente —y Estados Unidos más que ningu­no— empezaran a suministrar a la Unión Soviética, a sus «colonias», a sus «protec­torados» y a los países de la «zona de penumbra» recursos de todo tipo en pro­fusión creciente; de manera que Occiden­te pasó a ser, en gran medida, el financia­dor del enemigo que día tras día fue tomando ante él las proporciones de un Leviatán, prolongando así el cautiverio de las naciones cuya liberación tanto desea­mos.

Sin embargo, nada de esto fue capaz de abrir los ojos a los obstinados; ni si­quiera la agresión al valiente y ya glorioso Afganistán ha servido para mostrarles la inconsistencia de la pregonada «dulcifica­ción» mental y moral de los déspotas del Kremlin.

Hace poco, los sectores más lúcidos de la opinión pública se sobresaltaron ante el acto del presidente Ronald Reagan de hacer entrega de la dirección de una alta comisión, encargada de estudiar la políti­ca de Estados Unidos en América Central, al hombre sobre quien pesa la responsabi­lidad de la caída de Vietnam.

No obstante, en ningún campo el mito de la dulcificación del espíritu soviético produjo resultados más nefastos que en lo relacionado con el desarme nuclear unilateral de los Estados Unidos.

El patriotismo más elemental conduce al hombre a preferir la muerte a la des­trucción de su país. ¿Con qué adjetivos calificarían los grandes patriotas de nues­tro pasado el empleo de la fórmula «beter red than dead» («mejor rojos que muer­tos») que define el propósito de muchos norteamericanos de entregar la nación al imperialismo soviético, con tal de salvar su propia piel?

Más aún. Los grandes gigantes de la fe, de quienes hablan el Antiguo y el Nuevo Testamento, o cuyos hechos narra la historia eclesiástica, ¿con qué adjetivos calificarían a los norteamericanos que, alegando principios cristianos, aconseja­ban hace poco el desarme nuclear unila­teral de América del Norte para salvar —como si fueran valores supremos— las vidas de hombres mortales, entregando así a la fiera del ateísmo comunista los restos preciosos de la civilización cristia­na? ¿Qué dirían ellos si supieran que en­tre los dirigentes de esos norteamerica­nos figuran no pocos obispos de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana? A pesar de haber alcanzado ya algunos re­sultados expresivos, la actuación de esos norteamericanos declinó por el momento, pero está preparada para levantar la ca­beza en la primera ocasión. Si tal se diera, nos complace imaginar que se les apare­ciera en el camino Matatías exclamando: «Todo lo que teníamos de santo, de ilus­tre y de glorioso ha sido desolado, profa­nado por los gentiles. ¿Para qué vivir más?» («Libro I de los Macabeos», II, 59); o entonces Judas Macabeo gritando: «Es mejor morir luchando que ver las calami­dades de nuestra nación y de nuestro templo» («Libro I de los Macabeos», 11, 59).

El crimen contra el Jumbo de las Lí­neas Aéreas de Corea, como un rayo mor­tífero, pero esclarecedor, nos hace ver lo que hay de mentiroso en el mito de la «psicodulcificación» de los soviéticos. Queda claro que los hombres que ya han preferido «hacerse rojos antes que morir» caerán en las manos de los verdugos opresores del Vietnam; de los artífices en Camboya de una de las más abrumadoras tragedias de todos los tiempos; de los promotores de la construcción en Siberia de un gaseoducto hecho por trabajadores esclavos, ¡Sin embargo, esos mismos hombres predican a veces en el Occiden­te la caída de los regímenes vigentes so pretexto de que no son lo suficientemen­te liberales!

¡A esos norteamericanos sírvales de lección la tragedia del Jumbo coreano!

Por lo demás, negamos que el mundo esté reducido a la opción entre la capitu­lación ante el comunismo y la tragedia atómica. Se debe esperar que Dios omni­potente evite esa tragedia a los pueblos que sepan amarle más que a su propia vida; como puede ser que no la evite a los que aman la vida más que a El.