Plinio Corrêa de Oliveira
La barrera de horror
Transcripto de “Ultima Hora” de Río de Janeiro, 1-6-1983 (*) |
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Remontémonos a una fecha en que las grandes líneas generales del panorama internacional aún eran claras. Consideremos, por ejemplo, la situación psicopolítica del mundo treinta años atrás [1953]. Esto es, una situación resultante, no de obscuras y arbitrarias combinaciones entre profesionales de la política, sino de un estado psicológico sumamente firme y definido de la opinión pública. La situación "psicopolítica" tiene, por su propia naturaleza, más consistencia y durabilidad que las situaciones creadas por las manipulaciones de los políticos de carrera. Estas últimas pueden hacerse al sabor de intereses personales siempre variables. Mientras que la situación psicopolítica sólo puede ser alterada —¡cuando puede serlo!— por un largo trabajo de propaganda, que exige a veces decenas de años y toneladas de oro. Por eso, en materia política, siempre le dí incomparablemente más importancia a los panoramas psicopolíticos que a los que llamaría políticopolitiqueros. Es, pues, desde este prisma que intentaré describir, aunque sumariamente, la situación del mundo treinta años atrás. Se encontraba nuestro globo dividido con nitidez en dos zonas. De un lado, estaba el bloque de naciones subyugadas por el comunismo internacional. O sea, por una secta filosófica, con consecuencias en el campo de la Historia, de la Economía, de la Sociología y de la Política. El otro bloque estaba constituido por las naciones que rechazaban la prédica de la secta comunista. Este rechazo, lo tenían todas movidas por el horror instintivo que la doctrina y el régimen comunistas despertaban en lo que restaba de residualmente sensato y recto en los hombres de las más variadas religiones, tradiciones históricas y razas. Más específicamente, las naciones que forman el mundo cristiano se sentían chocadas por el impacto comunista, pues ninguna doctrina constituyó con mayor exactitud el extremo opuesto del comunismo que la Buena Nueva predicada por Nuestro Señor Jesucristo. En realidad, el antagonismo entre los dos grandes bloques no resultaba exclusivamente en un conflicto ideológico de fondo religioso. Este era alimentado, también, por las rivalidades económicas, políticas y culturales entre las dos grandes superpotencias. Sin embargo, en el plano psicopolítico, el factor esencial de la oposición entre el mundo comunista y el mundo libre era ideológico. Gastando ríos de dinero en proselitismo doctrinario, así como en la promoción de agitaciones y disturbios de toda especie, el comunismo jamás consiguió vencer en una elección en el mundo libre. Ahora, por otra parte, la gran mayoría de las masas electorales estaba constituida por trabajadores manuales. Y lo que llevaba a esos trabajadores a decir ¡no! al comunismo no eran complicadas razones económicas o sociales, que ellos poco conocían, y cuyo enunciado los mantenía indiferentes. Era la percepción, al mismo tiempo pujante e implícita, de que un mundo constituido por la negación de los ideales de la Religión, familia, propiedad y patria constituiría el auge del desorden y del infortunio. Esta percepción levantaba contra el comunismo una barrera. Una barrera de horror. Más que todos los dólares y todas las defensas militares de Occidente, esta barrera era un obstáculo para la expansión del comunismo. Ese horror al comunismo era, en el espíritu de las grandes masas de Occidente, reforzado por el horror a los comunistas. Los pueblos de Occidente advertían con claridad que solamente un fanatismo puesto al servicio de la negación de todas las verdades y de todos los principios de orden podría conducir a alguien a dedicar su vida a la implantación del comunismo. Materialista, con cara ceñuda, brutal, sanguinario, el comunista era visto como la personificación del mal. Para quebrar en la opinión pública de los pueblos libres esa barrera de horror, era insuficiente la propaganda hábilmente hecha entre aquellos por el Kremlin, para inculcar la idea de que, en Rusia, el progreso técnico y la prosperidad económica estaban en vías de llevar a lo mejor. Si eso era verdad —pensaban los pueblos libres— ¿por qué prohibían los soviéticos a los occidentales que visitasen libremente el paraíso comunista? ¿Por qué les impedían a los propios rusos viajar libremente hacia Occidente? ¡En qué miserable situación debían encontrarse los súbditos de los Estados comunistas para ser mantenidos dentro de las fronteras de éstos a punta de bayoneta! Pero, sobre todo la barrera de horror contra el comunismo alimentaba lo mejor de su solidez de la convicción, de todos los pueblos no comunistas, de que es obviamente falsa, cabalmente antinatural, monstruosa y absolutamente ruinosa una ideología hecha de irreligión, de promiscuidad sexual, de comunidad de bienes y de la negación de todas las soberanías nacionales. Lo que en aquel tiempo Rusia aún lograba ocultar, el peso del empobrecimiento colectivo la obligó a revelarlo en estos días. Ella gime de miseria y es obligada a extenderle la mano al adversario, pidiéndole pan, capitales, técnicos bajo pena de sucumbir a la indignación popular. En este momento en que el fracaso ruso debería estar reduciendo a cero el prestigio internacional de los regímenes comunistas, éstos se van aproximando —paradojalmente, y más que nunca—¡a la dominación del mundo! La barrera de horror se va desvaneciendo en el mundo libre. La invasión de una bobera egoísta, optimista y miope, mina la voluntad de resistencia de nuestros pueblos. Una vez más, ¿quién es el responsable de este hecho trágico? ¿Y qué participación tiene en él el gran beneficiario, jamás abobado, jamás miope, siempre egoísta, que es el comunismo internacional? Estas son preguntas de índole ante todo psicopolítica, cuya respuesta puede dilucidar, en lo que tiene de más profunda, la declinación de las naciones no comunistas. |