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San
Ignacio de Loyola es el modelo de quienes buscan
practicar según el espíritu de la Iglesia la virtud
de la circunspección. "Sed prudentes como la
serpiente", dijo Nuestro Señor. Esta admirable
virtud evangélica brilló a lo largo de toda la vida
de este Santo que, con una finura tal vez
inigualable, supo distinguir, incluso en sus matices
más delicados, la influencia del bien y del mal,
tanto en el terreno, tan lleno de imponderables, de
la vida espiritual, como en los grandes problemas
ideológicos, políticos y sociales de su tiempo.
En la
figura, retrato pintado por Jacopino del Conte el
mismo día de la muerte de San Ignacio. |
Sr. Editor:
Hay católicos que
juzgan su obligación mantenerse en actitud de
sistemático análisis y comentario respecto a todo lo que
se encuentra en los diversos ambientes en que se mueven.
Sienten que deben
cumplir esta obligación no sólo en sus habitaciones,
durante los momentos de meditación, sino en toda ocasión,
e incluso en la calle, donde generalmente se está a
paseo o trabajo. Si pasa un tranvía, examinan su forma y
color, y dicen si su velocidad les parece excesiva o
inferior a la normal. Si pasa un chico, examinan si
viste de forma extravagante o modesta. Si pasa una chica,
su atención se dirige inmediatamente a la observancia
del sexto mandamiento, y así sucesivamente. No se les
escapa nada. E incluso su espíritu es sorprendentemente
hábil para relacionarlo todo con la moral. El tranvía
sirve de ejemplo. Si va demasiado rápido, es una
expresión de la manía por la velocidad que el Papa acaba
de condenar. Si es demasiado lento, es la apatía de todo
Brasil que se ven emerger en la indolencia del conductor.
Y así sucesivamente, no hay nada que no analicen, no
clasifiquen y no juzguen.
Esta actitud que
describo como tomada por individuos, también puede ser
de familias o de asociaciones y de periódicos. De los
periódicos... especialmente de un periódico:
“Catolicismo”. Todo lo que publica parece estar directa
o indirectamente calculado para poner al lector en esta
actitud de sobre aviso sistemática. Baste pensar en la
sección
“Ambientes, Costumbres, Civilizaciones”
[1],
que me parece diseñada para demostrar que en la simple
forma de una cabeza de alfiler puede reflejarse todo un
firmamento de convicciones artísticas, filosóficas o
incluso teológicas.
Confieso que todo esto
me causa no poca extrañeza. En mi opinión, la
naturalidad debería ser una cualidad fundamental de toda
mente equilibrada, y a fortiori de la católica.
Ahora bien, el punto de partida de toda naturalidad, lo
que es una especie de presupuesto común de la misma, es
una cierta desprevención de la mente, por la que nuestra
atención vaga sin preocupaciones policiales, por todos
los campos en los que naturalmente se detiene,
demorándose en las cosas simplemente como se presentan
espontáneamente a nuestra vista, viendo en un tranvía
sólo un tranvía, y en una cabeza de alfiler sólo una
cabeza de alfiler. Así, pues, hacer incursiones en las
más altas regiones de la metafísica o de la teología
para juzgar la forma de un sombrero, la velocidad de un
vehículo y el vuelo de una mosca me parece estrecho,
bizantino, antipático y, por decirlo así, tortuoso.
No lo diría todo, si me
quedara sólo en esto. Tengo otra objeción a esta
costumbre de dividir longitudinalmente un hilo de pelo
en cuatro, para ver si en él se esconde una herejía. Y
es que conduce a un proselitismo molesto e irritante.
Como los hombres ordinarios no se preocupan de tales
problemas cuando ven moscas, tranvías o cabezas de
alfiler, el resultado es que es necesario hacerles notar
en todo momento los monstruos ocultos en estos objetos,
u otros similares. De ahí el deseo de advertir en todo
momento al prójimo. Y de perturbar su paz. — Cuidado con
esto. Y más con eso. Cuando, por ejemplo, se cruza una
calle, hay que tener cuidado con las mil influencias
ideológicas y morales que provienen de los vehículos y
de los transeúntes. Así, es necesario atajar una calle
de intenso movimiento, con la preocupación de evitar no
sólo el atropello físico, sino también el espiritual. Y
con ese cuidado, para prevenir al espíritu contra una
agresión representada por las líneas marcianas del coche
que viene en una dirección, se cae bajo las ruedas de un
autobús que viene en la dirección opuesta.
Ahora, pregunto, ¿tiene
esto cabida? ¿Y fue para que los hombres pudieran vivir
en semejante hormiguero de preocupaciones que Dios les
dio este hermoso sol resplandeciente, este firmamento
azul, esta hermosa naturaleza clara, lógica, sólida,
amistosa en la que se mueven?
Francamente, no.
No quiero entrar en
discusión con usted. Sé que los elementos imbuidos de
este estado de ánimo son temibles esgrimistas, que
blanden la espada de la dialéctica con toda clase de
citas de los Papas y de Santo Tomás. No deseo
acompañarlos en esta fatigosa esgrima, para la que mi
espíritu no tiene la menor inclinación. Me limito a
mantener el problema en los términos sencillos y claros,
de una claridad sin pretensiones y casi hogareña, en que
lo he planteado. ¿Es para vivir en este mosaico de
finas, incesantes y enervantes preocupaciones para lo
que Dios puso al hombre en el mundo? Yo creo que no. Y
por eso el tipo de postura de [la sección] “Ambientes, Costumbres, Civilizaciones” me parece totalmente falsa. Convierte la vida en una lucha constante en la que unos
pocos desgraciados se ven obligados a atizar con la
palmeta a todo y a todos para permanecer fieles a sus
principios.
Pues bien, yo pretendo
permanecer fiel a mis principios sin ser la palmeta del
mundo...
Un constante lector.
Estimado lector:
Dios es ciertamente el
Dios de los sencillos. Pero no de los ingenuos. Por eso
mismo, Él nos ha colocado en un universo bello, claro,
lógico, amable, admirable por la sencillez de sus
grandes líneas armoniosas; pero al mismo tiempo ha
dispuesto, detrás de estos aspectos tan simples y
graciosos, todo un insondable sistema de leyes físicas o
biológicas en cuya consideración la mente queda absorta.
La inteligencia humana, cuando es ágil, lúcida y
equilibrada, a veces descansa placenteramente en la
contemplación de los aspectos aparentes, a veces se
sumerge, seducida y entusiasmada, en el análisis de
todas las maravillas que estos aspectos ocultan, y en la
alternancia entre la preocupación y el reposo, en el
paso del fondo a la superficie, y viceversa, cumple el
plan de Dios, Creador infinitamente sabio y bueno, tanto
de los aspectos aparentes como de las realidades
profundas del universo. Y que ha dispuesto que el hombre
se beneficie de ambos.
Este principio, estimado lector, Ud. lo admite sin
duda en lo que se refiere al universo material. De lo
contrario, su argumento sería una glorificación del
atraso y la ignorancia. ¿Qué diría usted si un
analfabeto viniera a hablarle en contra de los
científicos que, contemplando un hermoso panorama, lejos
de contentarse con apreciar despreocupadamente la
belleza de la naturaleza, se perdieran en cavilar sobre
la composición geológica de la tierra, reflexionaran
sobre los mil misterios de la vida vegetal y animal, y,
por último, se detuvieran a analizar toda la
microestructura de energías, equilibrio y belleza que
puede encontrarse en un grano de arena que uno de ellos
hubiera cogido de la punta de su zapato con el dedo, y a
considerar los riquísimos misterios de la vida
microbiana que puede existir en la superficie del grano
de arena? Con vuestro indudable entusiasmo por la
ciencia, le habría dicho a este analfabeto que estos
científicos son admirables, precisamente porque saben ir
más allá de las apariencias accesibles a simple vista y
a la inteligencia mediocre o indolente. Vuestra santa
indignación habría traído a vuestros labios, en un
desorden elocuente, los ejemplos de pequeñas realidades
que, analizadas por genios, han revelado leyes naturales
estupendas y extremadamente útiles para el hombre.
Seguramente habríais recordado las anécdotas o leyendas
pintorescas de Galileo que, viendo oscilar una lámpara,
dedujo de ella su sistema; y de Newton que, viendo caer
una manzana al suelo, tomó este hecho banal como punto
de partida para el estudio de la gravedad. Habríais
terminado diciendo que no estaríamos en la era atómica
si a los hombres les hubiera parecido ridículo estudiar
lo que existe, no en un grano de arena o en la cabeza de
un alfiler, sino en el átomo, que es mucho más pequeño...
Si el objetor os
hubiera dicho que existe el riesgo de que un médico
caiga bajo las ruedas de un coche, si cruzara una calle
pensando en los inconvenientes de los gases tóxicos y,
por lo tanto, aguantara ligeramente la respiración para
no inhalar el humo de un autobús, habríais cortado la
discusión en seco, respondiendo que sólo hablas con
gente seria. Y es que usted sabe perfectamente que lo
propio de un hombre culto es ser capaz de realizar
acciones ordinarias de forma equilibrada, viendo en
ellas no sólo lo que ve cualquier otro, sino más que
eso, y considerando con el mismo ojo lúcido los aspectos
superficiales y profundos de las cosas. Así, a un
geógrafo, para conducir bien su coche por una carretera,
no le está prohibido ver el panorama con ojos de
técnico, y un artista puede estar en un tren
contemplando la belleza del paisaje, sin arrojarse por
la ventanilla del vagón.
Todo esto es tan
trivial que, cansado, dejaríais de lado a vuestro
estrecho y analfabeto interlocutor y os ocuparíais de
otra cosa.
Pero si todo esto es
tan banal, y si todo esto lo sabe Ud. tan bien, ¿por qué
no se os ha ocurrido transponer estas consideraciones al
mundo de las cosas espirituales?
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Cristal
de Nieve |
Es bien cierto que este
mundo, siendo más noble que el de la materia, tiene una
riqueza mucho mayor. Y que en un cuerpo pequeño como la
cabeza de un alfiler —un cristal, por ejemplo— el
artista puede, tanto o más que el científico, encontrar
un campo para consideraciones fecundas.
También es cierto que
el moralista puede descubrir un significado moral
importante en todo, y que para él es una excelencia
poder hacerlo en todo.
Entonces, si a Ud. le
parece ridículo imaginar a un médico caminando por la
calle enloquecido con reflexiones técnicas, porque sabe
que esa caricatura no corresponde a la realidad, ¿por
qué se complace en pintar al moralista con esos colores
ridículos?
En verdad, estimado
lector, si Ud. se maravilla ante un científico que
escudriña las cosas de la materia, y se pone nervioso
ante un pensador que escudriña las cosas del espíritu,
reconoce que es porque tiene comprensión para las
primeras, siente afinidad y simpatía por ellas, mientras
que es Ud. impasible ante las segundas, a las que no
comprende porque se pierde en ellas como en un dédalo.
En una palabra, Ud. es
hijo ideológico del materialismo, aunque probablemente
crea en la espiritualidad del alma.
Por ahí se ve cuán
difícil es resistir a las mil influencias subrepticias,
no sólo de los errores moderados y velados, sino incluso
del más craso de los errores, que es el materialismo.
Y el moralista que,
dotado de fino discernimiento, señala los síntomas de
esas impalpables y activas infiltraciones ideológicas,
debe parecer a Ud. como un amigo y no como un verdugo.
Al menos si Ud. realmente aprecia su alma y tiene el
propósito de mantenerla libre de todo mal.
Y una
vez más se impone el paralelismo entre las cosas del
alma y las del cuerpo. Un médico con refinado sentido
clínico, que desvelara todos los síntomas iniciales de
las enfermedades que aquejan a sus pacientes, no podría
ser visto por éstos como un enemigo. Sólo los niños ven
a los médicos con prevención, porque no les gustan los
medicamentos amargos.
No gustar del moralista
porque hace bien al alma, pero no siempre es cómodo, ¿no
es mostrarse infantil?
Que se busque tratar de
prevenir a los católicos contra las mil influencias
nocivas a que hoy están expuestos, y especialmente
contra las influencias más desapercibidas, más
indirectas, más tortuosas, nada de mejor.
Esto no degenerará
ciertamente en psicosis o manía, salvo en el caso de los
maníacos y psicóticos tan frecuentes en esta época de
almas "coca-cola", de una simplicidad simplona...
Pero un espíritu
equilibrado siempre sabrá practicar la virtud de forma
equilibrada y no será la virtud la que le desequilibre.
¿Qué virtud? En este
caso, sobre todo la de la circunspección, es decir,
saber mirar, ver y discernir a su alrededor desde lo
alto. Esta virtud la ejemplifican todos los santos y es
tan estimada por la Iglesia que, por así decirlo, ha
identificado con ella la misión del Obispo: episkopos,
—de epi, sobre, y spokein, inspeccionar—, es el que mira
a su alrededor desde arriba y con vigilancia.
Vivimos en una época
que, en muchos aspectos, es para el neopaganismo lo que
el siglo XIII fue para la religión católica. Hoy todo
está impregnado de neopaganismo, incluso entra por
nuestros poros. Pío XII decía que en nuestros días la
simple perseverancia en el estado de gracia exige de
innumerables personas una virtud heroica.
Vivir en esta época con
una absoluta falta de providencia, en el culto a la
irreflexión y a la espontaneidad (eufemismo para
designar descontrol), ¿es o no es entregarse a esas mil
influencias?
Y advertir a alguien,
con suavidad, con lucidez, con afectuosa insistencia,
sobre la necesidad de esa habitual vigilancia, ¿es o no
es apostolado?
¿Palmeta del mundo?
Fórmula vaga y poco feliz. Palmeta al error, palmeta al
mal, por el bien del prójimo, ¿por qué no?
En resumen, estimado
lector, he aquí nuestra justificación. ¿Qué ocurrirá el
día en que el mal no tenga palmetas en el mundo? Lo que
ya ocurre en gran medida a nuestro alrededor. Desatado,
triunfante, insolente, perseguirá a todos los buenos con
el silencio, el ostracismo y el desprecio, y más tarde
con el hierro y el fuego.
Para lograr este
resultado, lo que más desea el mal es no tener palmetas.
¿Quiere Ud. asumir la
responsabilidad de reducir a la inacción las palmetas
del error y del vicio, para que el mundo entero quede
sometido a las palmetas del demonio?
Antiguamente, cuando
alguien atacaba el mal con vigor, denuedo, insistencia,
se le llamaba, no de "palmeta", sino "martillo", que es
mucho más fuerte. Pero el apodo era un honor. Carlos
Martillo era amado en toda la Cristiandad por haber sido
el martillo de Francia sobre la cerviz de los
mahometanos. Y San Antonio de Padua, por haber asestado
a los cátaros los terribles golpes de su dialéctica, era
aclamado por todos los católicos como el martillo de los
herejes.
Hoy las cosas han
cambiado, y quien empuña, no ya el tosco martillo de
antaño, sino la inofensiva palmeta, siente levantarse un
clamor contra él incluso en los círculos católicos.
Cuando en una ciudad
sitiada hay una corriente que gime a cada disparo hecho
contra el sitiador, ¿qué se puede esperar?
Conviene aplicar aquí,
ligeramente modificadas, las palabras de Voltaire: Dios
me libre de tales amigos, incluso más que de mis propios
enemigos...
El Editor
Ambas cartas fueron
escritas por la misma mano.
"...De los troyanos que aman Troya, con los que
sonríen al caballo de madera…"
Tratan de condensar los diversos aspectos del debate de
la superficialidad, la blandura y la tibieza, con el
celo, la coherencia y la santa intransigencia; del
entreguismo de género "tercera fuerza", con la voluntad
de luchar. De los troyanos que aman Troya, con los que
sonríen al caballo de madera…
NOTAS
[1] La sección
"Ambientes, Costumbres, Civilizaciones" fue definida
por su autor en su
"Autorretrato Filosófico"
como:
"Fue
asimismo en [el
periódico] "Catolicismo"
donde creé y mantuve, durante varios años, la sección "Ambientes,
Costumbres, Civilizaciones", apuntada
por muchos como la expresión rica y original de toda
una escuela de producción intelectual. Esa sección
constaba del análisis comparativo de aspectos del
presente y del pasado, teniendo por objeto
monumentos históricos, fisonomías características,
obras de arte o artesanía, que eran presentadas al
lector a través de fotos. Tales análisis, hechos a
la luz de los principios que explicité en "Revolución
y Contra-Revolución", tenían como meta mostrar que
la vida diaria, en sus aspectos tanto ápices como
triviales, es susceptible de ser penetrada por los
más altos principios de la Filosofía y de la
Religión. Y no sólo penetrada, sino también usada como medio
idóneo para afirmar o para negar de
manera implícita, es verdad, pero insinuante y
actuante, tales principios. De forma que, con frecuencia, las almas se modelan mucho más a
través de los principios vivos que inundan y embeben
los ambientes, las costumbres y las civilizaciones,
que por medio de las teorías,
a veces estereotipadas e incluso momificadas,
producidas a espaldas de la realidad, en alguna
oficina de trabajo aislada, o aletargadas en alguna
biblioteca polvorienta. De ahí que la tesis de
"Ambientes, Costumbres y Civilizaciones"
consista en que el verdadero pensador debe ser también, normalmente,
un observador y analista de la realidad concreta y
palpable de todos los días.
Y, si es católico, ese pensador tiene además el
deber de intentar modificar esta misma realidad en
los puntos en que contradiga a la doctrina católica".
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