Plinio Corrêa de Oliveira

 

¿PALMETAS DEL MUNDO?

O

¿PALMETAS DEL MAL?

"Catolicismo" Nº 92 - Agosto de 1958

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San Ignacio de Loyola es el modelo de quienes buscan practicar según el espíritu de la Iglesia la virtud de la circunspección. "Sed prudentes como la serpiente", dijo Nuestro Señor. Esta admirable virtud evangélica brilló a lo largo de toda la vida de este Santo que, con una finura tal vez inigualable, supo distinguir, incluso en sus matices más delicados, la influencia del bien y del mal, tanto en el terreno, tan lleno de imponderables, de la vida espiritual, como en los grandes problemas ideológicos, políticos y sociales de su tiempo.

En la figura, retrato pintado por Jacopino del Conte el mismo día de la muerte de San Ignacio.

Sr. Editor:

Hay católicos que juzgan su obligación mantenerse en actitud de sistemático análisis y comentario respecto a todo lo que se encuentra en los diversos ambientes en que se mueven.

Sienten que deben cumplir esta obligación no sólo en sus habitaciones, durante los momentos de meditación, sino en toda ocasión, e incluso en la calle, donde generalmente se está a paseo o trabajo. Si pasa un tranvía, examinan su forma y color, y dicen si su velocidad les parece excesiva o inferior a la normal. Si pasa un chico, examinan si viste de forma extravagante o modesta. Si pasa una chica, su atención se dirige inmediatamente a la observancia del sexto mandamiento, y así sucesivamente. No se les escapa nada. E incluso su espíritu es sorprendentemente hábil para relacionarlo todo con la moral. El tranvía sirve de ejemplo. Si va demasiado rápido, es una expresión de la manía por la velocidad que el Papa acaba de condenar. Si es demasiado lento, es la apatía de todo Brasil que se ven emerger en la indolencia del conductor. Y así sucesivamente, no hay nada que no analicen, no clasifiquen y no juzguen. 

Esta actitud que describo como tomada por individuos, también puede ser de familias o de asociaciones y de periódicos. De los periódicos... especialmente de un periódico: “Catolicismo”. Todo lo que publica parece estar directa o indirectamente calculado para poner al lector en esta actitud de sobre aviso sistemática. Baste pensar en la sección “Ambientes, Costumbres, Civilizaciones” [1], que me parece diseñada para demostrar que en la simple forma de una cabeza de alfiler puede reflejarse todo un firmamento de convicciones artísticas, filosóficas o incluso teológicas.

Confieso que todo esto me causa no poca extrañeza. En mi opinión, la naturalidad debería ser una cualidad fundamental de toda mente equilibrada, y a fortiori de la católica. Ahora bien, el punto de partida de toda naturalidad, lo que es una especie de presupuesto común de la misma, es una cierta desprevención de la mente, por la que nuestra atención vaga sin preocupaciones policiales, por todos los campos en los que naturalmente se detiene, demorándose en las cosas simplemente como se presentan espontáneamente a nuestra vista, viendo en un tranvía sólo un tranvía, y en una cabeza de alfiler sólo una cabeza de alfiler. Así, pues, hacer incursiones en las más altas regiones de la metafísica o de la teología para juzgar la forma de un sombrero, la velocidad de un vehículo y el vuelo de una mosca me parece estrecho, bizantino, antipático y, por decirlo así, tortuoso.

No lo diría todo, si me quedara sólo en esto. Tengo otra objeción a esta costumbre de dividir longitudinalmente un hilo de pelo en cuatro, para ver si en él se esconde una herejía. Y es que conduce a un proselitismo molesto e irritante. Como los hombres ordinarios no se preocupan de tales problemas cuando ven moscas, tranvías o cabezas de alfiler, el resultado es que es necesario hacerles notar en todo momento los monstruos ocultos en estos objetos, u otros similares. De ahí el deseo de advertir en todo momento al prójimo. Y de perturbar su paz. — Cuidado con esto. Y más con eso. Cuando, por ejemplo, se cruza una calle, hay que tener cuidado con las mil influencias ideológicas y morales que provienen de los vehículos y de los transeúntes. Así, es necesario atajar una calle de intenso movimiento, con la preocupación de evitar no sólo el atropello físico, sino también el espiritual. Y con ese cuidado, para prevenir al espíritu contra una agresión representada por las líneas marcianas del coche que viene en una dirección, se cae bajo las ruedas de un autobús que viene en la dirección opuesta.

Ahora, pregunto, ¿tiene esto cabida? ¿Y fue para que los hombres pudieran vivir en semejante hormiguero de preocupaciones que Dios les dio este hermoso sol resplandeciente, este firmamento azul, esta hermosa naturaleza clara, lógica, sólida, amistosa en la que se mueven?

Francamente, no.

No quiero entrar en discusión con usted. Sé que los elementos imbuidos de este estado de ánimo son temibles esgrimistas, que blanden la espada de la dialéctica con toda clase de citas de los Papas y de Santo Tomás. No deseo acompañarlos en esta fatigosa esgrima, para la que mi espíritu no tiene la menor inclinación. Me limito a mantener el problema en los términos sencillos y claros, de una claridad sin pretensiones y casi hogareña, en que lo he planteado. ¿Es para vivir en este mosaico de finas, incesantes y enervantes preocupaciones para lo que Dios puso al hombre en el mundo? Yo creo que no. Y por eso el tipo de postura de [la sección] “Ambientes, Costumbres, Civilizaciones” me parece totalmente falsa. Convierte la vida en una lucha constante en la que unos pocos desgraciados se ven obligados a atizar con la palmeta a todo y a todos para permanecer fieles a sus principios.

Pues bien, yo pretendo permanecer fiel a mis principios sin ser la palmeta del mundo...

Un constante lector.

Estimado lector:

Dios es ciertamente el Dios de los sencillos. Pero no de los ingenuos. Por eso mismo, Él nos ha colocado en un universo bello, claro, lógico, amable, admirable por la sencillez de sus grandes líneas armoniosas; pero al mismo tiempo ha dispuesto, detrás de estos aspectos tan simples y graciosos, todo un insondable sistema de leyes físicas o biológicas en cuya consideración la mente queda absorta. La inteligencia humana, cuando es ágil, lúcida y equilibrada, a veces descansa placenteramente en la contemplación de los aspectos aparentes, a veces se sumerge, seducida y entusiasmada, en el análisis de todas las maravillas que estos aspectos ocultan, y en la alternancia entre la preocupación y el reposo, en el paso del fondo a la superficie, y viceversa, cumple el plan de Dios, Creador infinitamente sabio y bueno, tanto de los aspectos aparentes como de las realidades profundas del universo. Y que ha dispuesto que el hombre se beneficie de ambos.

Este principio, estimado lector, Ud. lo admite sin duda en lo que se refiere al universo material. De lo contrario, su argumento sería una glorificación del atraso y la ignorancia. ¿Qué diría usted si un analfabeto viniera a hablarle en contra de los científicos que, contemplando un hermoso panorama, lejos de contentarse con apreciar despreocupadamente la belleza de la naturaleza, se perdieran en cavilar sobre la composición geológica de la tierra, reflexionaran sobre los mil misterios de la vida vegetal y animal, y, por último, se detuvieran a analizar toda la microestructura de energías, equilibrio y belleza que puede encontrarse en un grano de arena que uno de ellos hubiera cogido de la punta de su zapato con el dedo, y a considerar los riquísimos misterios de la vida microbiana que puede existir en la superficie del grano de arena? Con vuestro indudable entusiasmo por la ciencia, le habría dicho a este analfabeto que estos científicos son admirables, precisamente porque saben ir más allá de las apariencias accesibles a simple vista y a la inteligencia mediocre o indolente. Vuestra santa indignación habría traído a vuestros labios, en un desorden elocuente, los ejemplos de pequeñas realidades que, analizadas por genios, han revelado leyes naturales estupendas y extremadamente útiles para el hombre. Seguramente habríais recordado las anécdotas o leyendas pintorescas de Galileo que, viendo oscilar una lámpara, dedujo de ella su sistema; y de Newton que, viendo caer una manzana al suelo, tomó este hecho banal como punto de partida para el estudio de la gravedad. Habríais terminado diciendo que no estaríamos en la era atómica si a los hombres les hubiera parecido ridículo estudiar lo que existe, no en un grano de arena o en la cabeza de un alfiler, sino en el átomo, que es mucho más pequeño...

Si el objetor os hubiera dicho que existe el riesgo de que un médico caiga bajo las ruedas de un coche, si cruzara una calle pensando en los inconvenientes de los gases tóxicos y, por lo tanto, aguantara ligeramente la respiración para no inhalar el humo de un autobús, habríais cortado la discusión en seco, respondiendo que sólo hablas con gente seria. Y es que usted sabe perfectamente que lo propio de un hombre culto es ser capaz de realizar acciones ordinarias de forma equilibrada, viendo en ellas no sólo lo que ve cualquier otro, sino más que eso, y considerando con el mismo ojo lúcido los aspectos superficiales y profundos de las cosas. Así, a un geógrafo, para conducir bien su coche por una carretera, no le está prohibido ver el panorama con ojos de técnico, y un artista puede estar en un tren contemplando la belleza del paisaje, sin arrojarse por la ventanilla del vagón.

Todo esto es tan trivial que, cansado, dejaríais de lado a vuestro estrecho y analfabeto interlocutor y os ocuparíais de otra cosa.

Pero si todo esto es tan banal, y si todo esto lo sabe Ud. tan bien, ¿por qué no se os ha ocurrido transponer estas consideraciones al mundo de las cosas espirituales?

Cristal de Nieve

Es bien cierto que este mundo, siendo más noble que el de la materia, tiene una riqueza mucho mayor. Y que en un cuerpo pequeño como la cabeza de un alfiler —un cristal, por ejemplo— el artista puede, tanto o más que el científico, encontrar un campo para consideraciones fecundas.

También es cierto que el moralista puede descubrir un significado moral importante en todo, y que para él es una excelencia poder hacerlo en todo.

Entonces, si a Ud. le parece ridículo imaginar a un médico caminando por la calle enloquecido con reflexiones técnicas, porque sabe que esa caricatura no corresponde a la realidad, ¿por qué se complace en pintar al moralista con esos colores ridículos?

En verdad, estimado lector, si Ud. se maravilla ante un científico que escudriña las cosas de la materia, y se pone nervioso ante un pensador que escudriña las cosas del espíritu, reconoce que es porque tiene comprensión para las primeras, siente afinidad y simpatía por ellas, mientras que es Ud. impasible ante las segundas, a las que no comprende porque se pierde en ellas como en un dédalo.

En una palabra, Ud. es hijo ideológico del materialismo, aunque probablemente crea en la espiritualidad del alma.

Por ahí se ve cuán difícil es resistir a las mil influencias subrepticias, no sólo de los errores moderados y velados, sino incluso del más craso de los errores, que es el materialismo.

Y el moralista que, dotado de fino discernimiento, señala los síntomas de esas impalpables y activas infiltraciones ideológicas, debe parecer a Ud. como un amigo y no como un verdugo. Al menos si Ud. realmente aprecia su alma y tiene el propósito de mantenerla libre de todo mal.

Y una vez más se impone el paralelismo entre las cosas del alma y las del cuerpo. Un médico con refinado sentido clínico, que desvelara todos los síntomas iniciales de las enfermedades que aquejan a sus pacientes, no podría ser visto por éstos como un enemigo. Sólo los niños ven a los médicos con prevención, porque no les gustan los medicamentos amargos.

No gustar del moralista porque hace bien al alma, pero no siempre es cómodo, ¿no es mostrarse infantil?

Que se busque tratar de prevenir a los católicos contra las mil influencias nocivas a que hoy están expuestos, y especialmente contra las influencias más desapercibidas, más indirectas, más tortuosas, nada de mejor.

Esto no degenerará ciertamente en psicosis o manía, salvo en el caso de los maníacos y psicóticos tan frecuentes en esta época de almas "coca-cola", de una simplicidad simplona...

Pero un espíritu equilibrado siempre sabrá practicar la virtud de forma equilibrada y no será la virtud la que le desequilibre.

¿Qué virtud? En este caso, sobre todo la de la circunspección, es decir, saber mirar, ver y discernir a su alrededor desde lo alto. Esta virtud la ejemplifican todos los santos y es tan estimada por la Iglesia que, por así decirlo, ha identificado con ella la misión del Obispo: episkopos, —de epi, sobre, y spokein, inspeccionar—, es el que mira a su alrededor desde arriba y con vigilancia.

Vivimos en una época que, en muchos aspectos, es para el neopaganismo lo que el siglo XIII fue para la religión católica. Hoy todo está impregnado de neopaganismo, incluso entra por nuestros poros. Pío XII decía que en nuestros días la simple perseverancia en el estado de gracia exige de innumerables personas una virtud heroica.

Vivir en esta época con una absoluta falta de providencia, en el culto a la irreflexión y a la espontaneidad (eufemismo para designar descontrol), ¿es o no es entregarse a esas mil influencias?

Y advertir a alguien, con suavidad, con lucidez, con afectuosa insistencia, sobre la necesidad de esa habitual vigilancia, ¿es o no es apostolado?

¿Palmeta del mundo? Fórmula vaga y poco feliz. Palmeta al error, palmeta al mal, por el bien del prójimo, ¿por qué no?

En resumen, estimado lector, he aquí nuestra justificación. ¿Qué ocurrirá el día en que el mal no tenga palmetas en el mundo? Lo que ya ocurre en gran medida a nuestro alrededor. Desatado, triunfante, insolente, perseguirá a todos los buenos con el silencio, el ostracismo y el desprecio, y más tarde con el hierro y el fuego.

Para lograr este resultado, lo que más desea el mal es no tener palmetas.

¿Quiere Ud. asumir la responsabilidad de reducir a la inacción las palmetas del error y del vicio, para que el mundo entero quede sometido a las palmetas del demonio?

Antiguamente, cuando alguien atacaba el mal con vigor, denuedo, insistencia, se le llamaba, no de "palmeta", sino "martillo", que es mucho más fuerte. Pero el apodo era un honor. Carlos Martillo era amado en toda la Cristiandad por haber sido el martillo de Francia sobre la cerviz de los mahometanos. Y San Antonio de Padua, por haber asestado a los cátaros los terribles golpes de su dialéctica, era aclamado por todos los católicos como el martillo de los herejes.

Hoy las cosas han cambiado, y quien empuña, no ya el tosco martillo de antaño, sino la inofensiva palmeta, siente levantarse un clamor contra él incluso en los círculos católicos.

Cuando en una ciudad sitiada hay una corriente que gime a cada disparo hecho contra el sitiador, ¿qué se puede esperar?

Conviene aplicar aquí, ligeramente modificadas, las palabras de Voltaire: Dios me libre de tales amigos, incluso más que de mis propios enemigos...

El Editor

Ambas cartas fueron escritas por la misma mano.

"...De los troyanos que aman Troya, con los que sonríen al caballo de madera…"

Tratan de condensar los diversos aspectos del debate de la superficialidad, la blandura y la tibieza, con el celo, la coherencia y la santa intransigencia; del entreguismo de género "tercera fuerza", con la voluntad de luchar. De los troyanos que aman Troya, con los que sonríen al caballo de madera…


NOTAS

[1] La sección "Ambientes, Costumbres, Civilizaciones" fue definida por su autor en su "Autorretrato Filosófico" como:

"Fue asimismo en [el periódico] "Catolicismo" donde creé y mantuve, durante varios años, la sección "Ambientes, Costumbres, Civilizaciones", apuntada por muchos como la expresión rica y original de toda una escuela de producción intelectual. Esa sección constaba del análisis comparativo de aspectos del presente y del pasado, teniendo por objeto monumentos históricos, fisonomías características, obras de arte o artesanía, que eran presentadas al lector a través de fotos. Tales análisis, hechos a la luz de los principios que explicité en "Revolución y Contra-Revolución", tenían como meta mostrar que la vida diaria, en sus aspectos tanto ápices como triviales, es susceptible de ser penetrada por los más altos principios de la Filosofía y de la Religión. Y no sólo penetrada, sino también usada como medio idóneo para afirmar o para negar de manera implícita, es verdad, pero insinuante y actuante, tales principios. De forma que, con frecuencia, las almas se modelan mucho más a través de los principios vivos que inundan y embeben los ambientes, las costumbres y las civilizaciones, que por medio de las teorías, a veces estereotipadas e incluso momificadas, producidas a espaldas de la realidad, en alguna oficina de trabajo aislada, o aletargadas en alguna biblioteca polvorienta. De ahí que la tesis de "Ambientes, Costumbres y Civilizaciones" consista en que el verdadero pensador debe ser también, normalmente, un observador y analista de la realidad concreta y palpable de todos los días. Y, si es católico, ese pensador tiene además el deber de intentar modificar esta misma realidad en los puntos en que contradiga a la doctrina católica".

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