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El orgullo es el padre de todas las herejías, y
esto es especialmente cierto de la herejía que
contiene en sí misma el jugo de todas las demás, es
decir, el modernismo. De ahí que San Pío X dijera de
los modernistas que "por orgullo repelen toda
sujeción". "Non serviam", grito que el Príncipe de
las tinieblas inspira a todos sus secuaces, pero que
San Miguel Arcángel cubre con el himno triunfal de
su eterna humildad: "Quis ut Deus". - En la figura:
escena del Apocalipsis en un tapiz del castillo de
Angers, siglo XIV. |
"Odiad el error, amad a los que yerran", escribió San
Agustín. Gran frase, sabia y admirable. Sin embargo, ¡cuántas
aberraciones, cuántas traiciones, cuántas capitulaciones
vergonzosas se han cometido abusivamente en su nombre!
Hay personas cándidas —o cobardes— que imaginan las
ideas como entidades dotadas de existencia física propia
y autónoma, que se incuban misteriosamente en las
personas. Se puede hacer la guerra a las ideas sin
atacar a las personas, igual que se puede luchar contra
una enfermedad infecciosa sin combatir al paciente. La
guerra es sólo contra el bacilo.
Esta forma de ver las cosas, desgraciadamente muy
extendida en nuestros días, beneficia enormemente a
nuestros adversarios, porque desarma toda nuestra
reacción.
La verdad y el error no son algo extrínseco al espíritu
humano como fichas en el cajón de un archivador. La
inteligencia, por el contrario, tiende a asimilar este y
aquella, mediante un proceso que ha sido merecida y
frecuentemente comparado con la digestión. Si alguien
come pan o carne, la digestión incorpora al organismo
una porción de la sustancia de estos alimentos, que
pasan a formar parte de la persona. Análogamente, si
alguien acepta una doctrina, esta doctrina puede llegar
a marcar su personalidad de tal manera que se diría
figuradamente que tal hombre personifica esa idea. ¿Cómo
se puede intentar destruir el pan que ya ha sido
digerido por una persona sin herir a ésta en su carne?
¿Y cómo se puede atacar una idea sin golpear en alguna
medida a la persona que la personifica, que ipso
facto le da vida, actualidad y posibilidad de
difusión?
No. La frase de San Agustín tiene un significado obvio.
Preceptúa que deseamos la humillación y la derrota del
error, así como la conversión y la salvación de los que
yerran. Recomienda que seamos lo más amables posible con
los que yerran. Ella no nos prohíbe usar, contra quien
yerra, de una justa severidad, cuando esto se hace
necesario para el bien de la Iglesia y la salvación de
las almas. En este sentido, esta frase no llega a
incapacitar a los católicos para actuar y luchar contra
los autores del error o del mal. Por el contrario, los
santos siempre han sabido conciliar las dos obligaciones
fundamentales y aparentemente contradictorias de amar al
prójimo y de luchar contra él cuando el celo por la
gloria de Dios y la salvación de las almas les impulsa a
ello.
De esto nos ha dado un maravilloso ejemplo en su
Encíclica "Pascendi" contra el modernismo el Papa San
Pío X.
En
nuestro último artículo
(1), expusimos en sus grandes líneas la doctrina
modernista, basándonos en el monumento de objetividad y
lucidez que es ese inmortal acto pontificio. Sin
embargo, sería un error suponer que la "Pascendi" era un
mero documento doctrinal. San Pío X no sólo combatió en
el campo de las ideas, sino que, con admirable energía y
perspicacia, desenmascaró a los mismos autores del error
y trazó el lamentable perfil moral de los modernistas,
denunció sus tácticas y puso al desnudo la vastedad de
su conspiración. La Encíclica no menciona ningún nombre,
pero es muy rica en datos sobre la personalidad del
modernista. En otros documentos San Pío X llegó a los
nombres. Por ejemplo, con los importantes decretos en
los que se apuntaba nominal y personalmente a los
principales líderes del movimiento.
Para que nuestros lectores puedan medir en toda su
admirable extensión la severidad con que el Santo
Pontífice trató esta emergencia, hemos consagrado al
tema otro artículo.
Al hacerlo, llamamos su atención sobre la flagrante
conveniencia del ejemplo que les señalamos. San Pío X
fue beatificado y posteriormente canonizado por el Santo
Padre Pío XII, gloriosamente reinante. Fue deseo del
Papa, bajo cuyo inmortal pontificado vivimos, que su
predecesor sirviera de modelo a los hombres del siglo XX
muy especialmente, y no para los muertos que yacen en
sus tumbas o para los niños que aún no han nacido.
Fue para eso que hizo
brillar con en el honor de los altares a ese gran
luminar.
Actuar como San Pío X, esto es lo que nos recomienda con
su suprema autoridad el inmortal Pontífice Pío XII.
De lo expuesto en el último artículo se infiere que,
para los modernistas, la Iglesia, con su doctrina, sus
Sacramentos y su Jerarquía, puede ser vista de dos
maneras diferentes. Uno es el de los espíritus incapaces
de percibir en las cosas más que su apariencia, y que en
las enunciaciones doctrinales no pueden ir más allá del
sentido literal, propio y directo. Estos son los
broncos.
Pero también están los espirituales. Su intelecto, más
sutil y lúcido, les permite percibir que las fórmulas
dogmáticas y los enunciados doctrinales deben entenderse
"cum grano salis". Su valor es relativo. No
expresan verdades objetivas y definitivas y, por el
contrario, deslizan como nubes de contornos variables y
curso rápido, en el firmamento de la vida espiritual.
La lucha entre los broncos y los intelectuales en el
seno de la Iglesia es inevitable y será eterna, dicen
los modernistas. Del lado de los broncos está, por la
propia naturaleza de sus funciones, la autoridad
eclesiástica. Lo propio del modernista es actuar para
imponer el silencio a los broncos, y arrastrar a la
Jerarquía por el camino de la reforma.
De ello se deduce que, para los modernistas, la
autoridad eclesiástica debe ejercer una acción más o
menos negativa en la Iglesia. La gran misión de
propulsión corresponde a los laicos, y en cierta medida
a los elementos "evolucionados" de la Jerarquía. La
Encíclica "Pascendi" lo subraya muy bien: "La fuerza
conservadora en la Iglesia es la tradición, y la
tradición es la autoridad religiosa que la representa.
Esto es así tanto de derecho como de facto. De derecho,
porque la defensa de la tradición es como un instinto
natural de la autoridad; de hecho, porque, al hallarse
fuera de las contingencias de la vida, la autoridad no
siente, o siente débilmente, los estímulos del progreso.
La fuerza progresista, por el contrario, es la que
corresponde a
las necesidades, y está latente, como una levadura, en
las conciencias individuales, especialmente en las que
están en contacto más estrecho con la vida. ¿Discernís
aquí, Venerables Hermanos, esa doctrina perniciosa que
pretende hacer del laicado en la Iglesia un factor de
progreso? Pues bien, es en virtud de tal o cual
compromiso o transacción entre la fuerza conservadora y
la fuerza progresista que se logran los cambios y los
progresos. Esto ocurre cuando las conciencias
individuales, al menos algunas de ellas, reaccionan
sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, presiona
a los depositarios de la autoridad, hasta que finalmente
llegan a una composición; y, hecho el pacto, vela por su
ejecución"
(2).
Este pasaje demuestra que el modernista es
fundamentalmente revolucionario
(3). Para él, la
autoridad, en el orden natural de las cosas, sólo tiene
el papel de freno, un papel secundario que muy
fácilmente se convierte en un verdadero estorbo. La
acción principal es la del laicado, a quien corresponde,
mediante presiones sucesivas, guiar a la autoridad.
Así, cuando la autoridad eclesiástica condena a un
modernista, esto no constituye para él un motivo de
vergüenza entre sus correligionarios:
"La sorpresa de los modernistas cuando son reprendidos o
castigados es comprensible a la vista de lo anterior. Lo
que se les reprocha como falta es precisamente lo que
les parece un deber sagrado. En contacto íntimo con las
conciencias, conocen sus necesidades con más exactitud y
seguridad que la autoridad eclesiástica; por así decirlo,
encarnan esas necesidades. En consecuencia, tan pronto
como son capaces de hablar o escribir, se valen de ello
públicamente, en lo que cumplen un deber. Que la
autoridad les reprenda como quiera: ellos tienen su
propia conciencia y su experiencia íntima que les dice
con certeza que sólo merecen elogios y no reprimendas.
Además, reflexionan, todo progreso se hace con crisis, y
las crisis necesariamente hacen víctimas. Serán víctimas
como los Profetas, como Jesucristo. Contra la autoridad
que les maltrata, no tienen rencor: en última instancia,
desempeña su papel de autoridad. Los modernistas
simplemente deploran que la autoridad permanezca sorda a
sus objeciones, porque esto es un obstáculo para las
almas que caminan en busca del ideal. Pero sin duda
llegará el momento en que ya no será necesario
tergiversar, porque es posible contrarrestar la
evolución, pero no es posible detenerla. Y así los
modernistas siguen su camino; reprehendidos y
condenados, continúan, ocultando bajo mentirosas
apariencias de sumisión una osadía sin límites. Inclinan
hipócritamente la cabeza, mientras con todos sus
pensamientos, con todas sus energías, prosiguen, con más
audacia que nunca, el plan trazado.
"Este procedimiento constituye un propósito firme y una
táctica: tanto porque sostienen que es necesario
estimular la autoridad, no destruirla; tanto porque les
importa permanecer dentro de la Iglesia para actuar
dentro de ella, y modificar poco a poco, dentro de la
propia Iglesia, la conciencia común. Y así confiesan,
sin darse cuenta, que la conciencia común no está con
ellos, y que no tienen derecho a presentarse como sus
intérpretes".
Un espíritu fundamentalmente revolucionario
De ahí que los modernistas representen el sumo de la
obstinación, y que con ellos las medidas blandas sean
inútiles: "Esperábamos que los modernistas se
enmendaran algún día. Por eso utilizamos contra ellos
medidas suaves al principio, como se hace con los hijos,
y luego medidas severas; finalmente, y muy a nuestro
pesar, utilizamos reprimendas públicas. No ignoráis,
Venerables Hermanos, la esterilidad de Nuestros
esfuerzos: inclinan la cabeza un momento, para volver a
levantarla con mayor orgullo todavía."
De hecho, una de las raíces más importantes de este
lamentable estado de ánimo es el orgullo:
"¡El orgullo! está, en la doctrina de los modernistas,
como en su propia casa; allí encuentra en todas partes
algún alimento, y entonces se expande en todos sus
aspectos. El orgullo, por supuesto, esa confianza en sí
mismos que los lleva a erigirse en norma universal.
Orgullo, esa vanagloria que los presenta a sus propios
ojos como los únicos poseedores de la sabiduría; que les
lleva a decir, arrogantes y llenos de sí mismos: no
somos como los demás hombres; y que, para no ser
realmente como los demás, les impulsa a las más absurdas
novedades. El orgullo, que les hace repeler toda
sujeción y pide una conciliación de la autoridad con
la libertad. Orgullo, esa pretensión de reformar al
prójimo, olvidándose de sí mismos; esa falta absoluta de
consideración hacia la autoridad, incluso la suprema.
Realmente no hay camino que conduzca más rápida y
directamente al modernismo que el orgullo. Denos un
laico, o un sacerdote, que haya perdido de vista el
principio fundamental de la vida cristiana, —a saber,
que debemos renunciar a nosotros mismos si queremos
seguir a Jesucristo, — y que no haya erradicado el
orgullo de su corazón: ese laico, ese sacerdote estará
maduro para todos los errores del modernismo. Por eso,
Venerables Hermanos, vuestro primer deber es resistir a
estos hombres altivos, y emplearlos en funciones bajas y
oscuras: que sean rebajados tan alto como pretenden
subir, y que su misma rebaja les quite la ocasión de
hacer el mal."
Espíritu fanático de la novedad
El orgullo no es la única causa del modernismo. "La
causa inmediata de ello consiste en una perversión del
espíritu, no cabe duda. Pero las causas remotas son la
curiosidad y el orgullo. La curiosidad, cuando no se
reprime sabiamente, basta por sí misma para explicar
todos los errores. Esta es la opinión de Nuestro
Predecesor Gregorio XVI, que escribió: ‘Es un
espectáculo lamentable ver hasta dónde llega el extravío
de la razón cuando cede al espíritu de novedad; cuando,
en contra de la admonición del Apóstol, se afirma que se
sabe más de lo necesario, y con excesiva confianza en sí
mismo se imagina que la verdad puede buscarse fuera de
la Iglesia, en la que se encuentra sin la menor sombra
de error’”.
Nacida de esta curiosidad malsana, la manía por la
novedad, el horror a la tradición es una de las
notas características del modernismo.
Por eso, pensando en los modernistas, a los que califica
—con palabras de la Escritura— de "hombres de
lenguaje perverso, decidores de novedades y seductores,
víctimas del error y que arrastran a otros al error",
el Santo Padre Pío X lamenta que "haya aumentado
extrañamente en los últimos tiempos el número de los
enemigos de la Cruz de Jesucristo, que, con un arte
absolutamente nuevo y supremamente pérfido, se esfuerzan
por anular las energías vitales de la Iglesia, e
incluso, si pudieran, por subvertir enteramente el reino
de Jesucristo".
"Ciegos y conductores de ciegos que, hinchados por una
ciencia orgullosa, han llegado a tal grado de locura que
quieren pervertir la noción eterna de la verdad, al
mismo tiempo que la verdadera naturaleza del sentimiento
religioso, inventores de un sistema en el que, bajo el
imperio de un ciego y desenfrenado amor a la novedad, no
se preocupan en modo alguno de encontrar un sólido apoyo
para la verdad, sino que, despreciando las santas y
apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas, vanas,
fútiles, inciertas, condenadas por la Iglesia, en las
que, hombres muy vanos ellos mismos, pretenden apoyar y
asentar la verdad”.
Por eso, los modernistas "merecen que se les aplique
lo que Gregorio IX, otro de Nuestros Predecesores,
escribió de ciertos teólogos de su tiempo: ‘Hay entre
vosotros personas hinchadas del espíritu de vanidad como
odres, que se esfuerzan por desplazar con novedades
profanas los límites fijados por los Padres; que
doblegan las Sagradas Páginas a las doctrinas de la
filosofía racional, por mera ostentación de ciencia, sin
pretender provecho alguno para sus oyentes...; que,
seducidos por insólitas y extravagantes doctrinas,
cambian la cabeza por la cola, y esclavizan la reina a
la sierva’".
Democratismo radical
Con esta mentalidad, no es de extrañar que el modernista
vea a la Iglesia del siglo XX como una entidad en la que
el orden natural de las cosas es y sólo puede ser
la democracia. "La conciencia religiosa, he aquí el
principio del que procede y, por tanto, depende la
autoridad, al igual que la Iglesia. Si la autoridad
llega a olvidar o negar esa dependencia, se convierte en
tiranía. Estamos en un momento en que el sentimiento de
libertad está en plena expansión: en el orden civil, la
conciencia pública ha creado el régimen popular. Ahora
bien, no hay dos conciencias en el hombre, como no hay
dos vidas. Si la autoridad eclesiástica no quiere
provocar un conflicto en lo más íntimo de las
conciencias, debe plegarse a las formas democráticas.
Además, si no lo hace, todo se derrumbará. Porque sería
una locura imaginar que el sentimiento de libertad, en
el punto al que ha llegado, pueda retroceder. Forzada y
constreñida, su explosión sería terrible: arrastraría
todo consigo, Iglesia y Religión. Tales son, en esta
materia, las ideas de los modernistas, cuyo gran
empeño consiste, por tanto, en buscar una vía de
conciliación entre la autoridad de la Iglesia y la
libertad de los fieles”.
Separación de Iglesia y Estado
Nada más lógico que el odio que sienten los
modernistas por la unión de la Iglesia y el Estado.
Su objeción a tal régimen es la siguiente: "Antes era
posible subordinar lo temporal a lo espiritual; era
posible hablar de asuntos mixtos, en los que la Iglesia
aparecía como reina y señora. La razón es que entonces
se consideraba que la Iglesia había sido instituida
directamente por Dios, autor del orden sobrenatural.
Pero la filosofía y la historia coinciden hoy en
repudiar esta doctrina. Por tanto, separación de Iglesia
y Estado, de católico y ciudadano. Todo católico, por
ser al mismo tiempo ciudadano, tiene el derecho y el
deber, sin tener en cuenta la autoridad de la
Iglesia..., de actuar como crea conveniente para el bien
común".
Y poco después el Santo Pontífice muestra cómo, en el
fondo, el modernismo va más allá y tiende a esclavizar
la Iglesia al Estado.
Revuelta contra las sanciones eclesiásticas
En todas las épocas, la autoridad eclesiástica ha tenido
la saludable costumbre de castigar con severas
penas a los autores de errores y herejías. Como no podía
ser de otro modo, los modernistas se alzan contra tal
tradición.
La razón es obvia: "Como el magisterio de la Iglesia
tiene su primer origen en las conciencias individuales,
y para su mayor utilidad emprende un servicio público,
es bastante evidente que debe subordinarse a estas
conciencias e inclinarse ante las formas populares.
Prohibir a las conciencias individuales que proclamen
sus necesidades alto y claro, cerrar la boca a la
crítica, impedirla de conducir las evoluciones
necesarias, ya no es la función de un poder que existe
para fines útiles, sino un abuso de autoridad."
El gusto por la falsa sencillez
Los modernistas, como tantos protestantes, odian la
espléndida pompa del culto católico. He aquí su razón:
"Desde el momento en que su fin es enteramente
espiritual, la autoridad religiosa debe despojarse de
todo ese aparato externo, de todos esos ornamentos
pomposos por los que hace de sí misma un espectáculo".
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"Los modernistas, como tantos protestantes, odian la
espléndida pompa del culto católico"
El Papa San Pío X
celebrando en la Basílica de San Pedro Misa
por el 50 aniversario de la Proclamación del
Dogma de la Inmaculada Concepción
(8 de diciembre de 1904)
- [Para ver la imagen en su tamaño total
pinche sobre ella] |
Perpetuo estado de cambio en la Iglesia
La fijeza solemne y majestuosa de la Iglesia irrita
profundamente a los modernistas. Anhelan por una Iglesia en estado de constante
transformación, satisfaciendo pues, a todo momento, su
prurito de novedades: "Así, Venerables Hermanos, la doctrina de los
modernistas, como objeto de todos sus esfuerzos,
consiste en que no haya nada estable en la Iglesia, nada
inmutable. Han tenido precursores, de los que Nuestro
Predecesor Pío IX escribió: 'Estos enemigos de la
Revelación divina exaltan el progreso humano, y con
temeridad y audacia verdaderamente sacrílegas pretenden
introducirlo en la religión católica, como si ésta no
fuera obra de Dios sino de los hombres, una especie de
invención filosófica susceptible de perfeccionamiento
humano”.
"De todo lo que hasta ahora hemos expuesto se puede
tener una idea de la manía reformista que domina a los
modernistas; no hay nada, absolutamente nada en el
catolicismo que no ataque.
“— Reforma de la filosofía, especialmente en los
seminarios: que, en el estudio de la historia de la
filosofía, la filosofía escolástica quede relegada entre
los sistemas muertos, y que se enseñe a los jóvenes la
filosofía moderna, la única verdadera, la única adecuada
a nuestro tiempo.
“— Reforma de la teología: que la llamada teología
racional se base en la filosofía moderna; que la
teología positiva se base en la historia de los dogmas.
“— En cuanto a la historia, quieren que se escriba y se
enseñe sólo según los métodos y principios modernos que
ellos adoptan.
“— Que los dogmas y la noción de su evolución se
armonicen con la ciencia y la historia.
“— Que los catecismos sólo contengan dogmas reformados y
al alcance del pueblo llano.
“— En cuanto al culto, debería reducirse el número de
devociones exteriores o, al menos, limitar su
proliferación. Es cierto, además, que por amor al
simbolismo algunos modernistas son bastante
conciliadores en este sentido.
“— Que se reforme el gobierno eclesiástico en todas sus
ramas, especialmente la disciplinaria y la dogmática. Su
espíritu, su actitud externa deben armonizarse con la
conciencia democrática; por tanto, debe darse una
participación en el Gobierno de la Iglesia al Clero
inferior e incluso a los laicos; la autoridad debe
descentralizarse.
“— Reforma de las Congregaciones romanas, especialmente
el Santo Oficio y el Índex.
“— El poder eclesiástico debe cambiar su línea de
conducta en el campo político y social; debe permanecer
al margen de las organizaciones políticas y sociales,
pero debe adaptarse a ellas para penetrarlas con su
espíritu.
Americanismo, abolición del celibato eclesiástico
Los modernistas, "en materia de moral, hacen suyo el
principio de los americanistas, de que las virtudes
activas deben preceder a las pasivas, tanto en el
aprecio que se les tiene, como en la práctica. — Que el
Clero vuelva a su antigua humildad y pobreza, y que guíe
sus ideas y acciones por principios modernistas.
"Finalmente, haciéndose eco de sus maestros
protestantes, desean la abolición del celibato
eclesiástico".
Continuaremos en el próximo artículo las citas en las
que San Pío X nos describe el perfil moral del
modernista.
NOTAS
(1)
"El Cincuentenario de la Pascendi",
nº 81, septiembre de 1957.
(2)
Todas las citas de la presente obra están tomadas del
texto de la Encíclica "Pascendi Dominici Gregis" del 8
de septiembre de 1907, publicado en francés en el vol.
III de los "ACTES DE S. S. PIE X", edición de la editora Bonne
Presse, París. Esta obra
se puede descargar
aquí.
(3) “Revolucionário” – El término
“revolucionário” es usado aquí en el sentido que le da
el Prof. Plinio en su obra
“Revolución y Contra-Revolución”,
editada primeramente
en el número 100 de “Catolicismo”
— Las frases entrecomilladas proceden de la propia
Encíclica.
—
Las letras en negrita proceden de este sitio.
— Para profundizar en el conocimiento de San Pío X y
especialmente su lucha contra el “modernismo”
recomendamos a nuestros visitantes la sección “Especial”
sobre San Pío X (en portugués).
Para acceder pinchar aquí.
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