Plinio Corrêa de Oliveira
El laicismo de los Estados robó a la sociedad moderna el "sentir de la Iglesia"
Catolicismo, N. 79, Julio de 1957 (*) |
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Tres columnas elegantes y altivas: es lo que ha quedado de un monumento que fue otrora simbolo de una elevada cultura. Cayó el Imperio Romano, y con él la civilización clásica. En la “Ciudad de Dios”, San Agustín muestra como una de las causas más activas de esa ruína fue la tolerancia, llena de timidez e imprevidencia, con que los católicos de su tiempo actuaron delante de la corrupción y de los errores que la sociedad romana heredara del paganismo. Del mismo modo, la tolerancia displicente y comodista de innumeros católicos de nuestros días contribuyó gravemente para que el laicismo estatal, expresión del paganismo contemporáneo, conseguiese que quedara“amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir de la Iglesia" (Carta del Exmo. substituto de la Secretaría de Estado del Papa Pío XII). CONCLUYAMOS hoy nuestros artículos sobre la tolerancia. Admitido que sea el caso de practicar, en una situación dada, esta difícil y arriesgada virtud, nos preguntamos: ¿Cómo practicarla? En otros términos, la tolerancia, incluso cuando sea necesaria, trae consigo peligros peculiares. ¿Cómo evitarlos? ¿Y, antes de todo, cuáles son estos peligros? Demos a este respecto una noción teórica, seguida de un ejemplo histórico convincente. Tolerar un mal es consentir que él exista. Ahora bien, así como el bien produce, por sí, efectos buenos, así también el mal produce malos resultados. De donde, cuando nos vemos obligados a tolerar algo, se debe circunscribir cuanto sea posible los malos efectos de esa tolerancia, y preparar con toda diligencia una situación en que se torne ella superflua, y el mal pueda ser extirpado. En medicina, esto es elemental. Si alguien sufre un tumor incurable que, por motivos clínicos, no puede ser operado inmediatamente, el cuidado del médico consiste en circunscribir de todos los modos posibles los malos efectos de la presencia del tumor en el organismo. Y, no contento con esto, prepara con diligencia al enfermo, para que pueda soportar la futura operación. El más tolerante de los hombres no toleraría que su médico actuase con él de otra manera. No consigo comprender cómo este modo de proceder, tan claro, tan lógico, tan sabio, pueda no ser aplaudido cuando, en vez de un tumor físico, se trata de un cáncer moral. (...) Así —para ejemplificar— en una asociación religiosa ingresa un mal elemento. El difunde en torno suyo un espíritu de mundanismo, de sensualidad, de relativismo doctrinal. Si la asociación está en condiciones de resistencia excelentes, es el caso de no expulsar inmediatamente a este miembro, para intentar reformarle el espíritu. En esta hipótesis, sin embargo, el presidente de la asociación, durante todo el tiempo del "tratamiento", tendrá una mirada particularmente atenta sobre ese asociado, sus relaciones, su ambito de acción, etc. Al menor sintoma, empleará todas las medidas para que el contagio cese. Más aún, preventivamente, ejercerá una acción continua sobre los otros miembros, a fin de vacunarlos contra el peligro. Procediendo así, ese presidente habrá usado la tolerancia de una manera verdaderamente virtuosa, pues habrá hecho bien al malo, sin que de ahí resultase en un mal para los buenos. Todo esto da trabajo, requiere providencias, toma el tiempo. Supongamos que el mismo elemento malo de la asociación sea una persona de rara seducción, que inmediatamente va influenciando a todos. Como es mucho más fácil influenciar para el mal que para el bien, el presidente ve que en breve, diversos asociados habrán sido enteramente deformados, sin que nada se pueda hacer en sentido contrario. Delante de él se pone una alternativa: o consiente en la permanencia del miembro malo, y en este caso corre el riesgo de perder varios buenos; o expulsa al miembro malo. Este probablemente se perderá, y los buenos se salvarán, volviendo a la asociación el orden, el buen espíritu y la paz de otrora. ¿Cuál es su deber? El camino sólo puede ser uno. El bien de varios vale más que el bien de uno. El bien del inocente vale más que el bien del culpado. Es necesario expulsar cuanto antes al lobo con piel de oveja. Si no procede así, el presidente habrá traicionado su deber, y tendrá que prestar cuentas a Dios por las almas que podría y tendría que haber salvado, y que, sin embargo, se perdieron. Supongamos por fin otra situación. El individuo malo entra en la asociación y comienza a ejercer su acción envolviente y rápida. Al poco tiempo, tal fue su éxito que, si lo expulsan, incluso los mejores no lo comprenderán. Su expulsión determinará en la asociación una crisis en la cual ésta se disolverá. Y, lo que es más grave, disuelta la asociación, sus miembros, privados de todo amparo, correrán el riesgo de perderse. ¿Qué hacer? Evidentemente contemporizar. Pero contemporizar con astucia, inteligencia, decisión. Le será necesario al presidente emplear todos los medios directos o indirectos para mejorar las disposiciones de la oveja negra, y también para cohibirle la acción, y, al mismo tiempo, preparar los espíritus para comprender la necesidad urgente de una expulsión. Cuando los espíritus estén preparados, cumple proceder a la indispensable amputación. Aun ahí, la tolerancia habrá sido virtuosa, pues habrá salvado la sociedad, encuanto que una acción precipitada la habría perdido. En contraposición a esos ejemplos, podríamos mencionar algunos de tolerancia defectuosa. El presidente de la asociación no tiene principios ni convicciones firmes. Es superficial, sensible, vanidoso, tímido. Por eso, cuando el elemento malo entra, él es el primero en sentir en cierta medida la seducción de las actitudes y de los principios que este último con habilidad insinua. Superficial, ni siquiera él es capaz de entender qué hay de implícito en todo cuanto el miembro malo hace o dice. Vanidoso, se juzga el ídolo de sus pares, y por esto no concibe la posibilidad de que alguien le contraste la influencia. Sensible, está perfectamente contento con la asociación, desde que sus miembros le hagan agrados y le presten homenajes: principios, doctrinas, polémicas, le parecen contratiempos en la dulzura de la vida cotidiana. Tímido, tiene miedo de todas las reacciones. Si toma alguna providencia, le llamarán, dentro y fuera del círculo social, de intolerante. Ahora bien, esto es muy incómodo. Pues el intolerante no es tolerado en ningún lugar. Vivimos en la era de la tolerancia. Todas las opiniones son permitidas. No se puede soportar que alguien sustente que hay opiniones que no pueden ser permitidas. Quien lo sustenta es blanco de persecuciones, antipatías, sarcasmos. ¿Cómo exponerse alguien a esto? Bajo el peso de tantos factores conjugados, el presidente juzga mejor tolerar. Y esto significa, para él, cerrar los ojos ante el problema, y permitir que el mal se extienda abiertamente, o al menos larvadamente. Cuando algún día la asociación esté enteramente minada, y una crisis tremenda explote, habrá llegado la hora de resignarse con un fatalismo islámico: "la vida es así". O de adherir al mal, para no ser derrumbado por él. Es la táctica de hacer la revolución desde arriba, antes de que otros la hagan desde abajo. Esa tolerancia, evidentemente, no podría ser más viciosa. * * * De estos principios genéricos, pasemos a un gran ejemplo histórico. Es la cuestión de la separación entre la Iglesia y el Estado. Como se sabe, antes dela Revolución Francesa la unión era el régimen vigente en todos los países católicos de Europa. Y, en los países protestantes, eran las sectas más poderosas las que estaban unidas a la Corona. Como consecuencia de los principios laicistas de la Revolución, la separación se fue introduciendo gradualmente a lo largo del siglo XIX y del siglo XX. Hoy en día, en la mayor parte de las naciones occidentales, el Estado es laico. Y, donde no lo es, los privilegios de la iglesia oficial son casi insignificantes. Esta inmensa transformación fue altamente perjudicial para la Santa Iglesia por lo que exprime en sí misma. Pues es el fruto natural y típico de una tendencia a la laicización, que se hacía sentir progresivamente en varios sectores de la cultura, de la sociedad y de la propia vida en Occidente. Ahora bien, la laicización es lo contrario de la fe. La fe es la raíz de todas las virtudes. Y la virtud es condición esencial para la salvación de las almas. Así, se puede fácilmente imaginar cuanto riesgo existe para éstas en la atmósfera laicista en que vivimos. Si el fin de la Iglesia es salvar las almas, es fácil ver cuanto se opone Ella a toda forma de laicismo. Decimos estas cosas elementales con tanto pormenor y claridad, pues hoy en día hasta las cosas más elementales están completamente olvidadas. O corren el riesgo de quedarlo en breve. Lo contrario del Catolicismo no es apenas el materialismo ateo, sino también el laicismo liberal. Por misteriosos designios de la Providencia, y sobre todo por la deplorable culpa de los hombres, la reacción católica no tuvo la fuerza suficiente para impedir la laicización de las naciones occidentales. Puesto el hecho lamentable de la separación entre la Iglesia y el Estado, ¿qué hacer? Si no tuviésemos fuerza para evitar la separación, menos aún la tendríamos para imponer su inmediata revocación. Sólo habría un camino: Tolerar. Hay males muy graves, que traen consigo ventajas que, aunque secundarias, no dejan de ser preciosas. Se puede decir esto de la separación. En el régimen de la unión, la vida de la Iglesia estaba tullida por numerosas intervenciones de los gobiemos, cada cual más peligrosa e irritante. Con la separación, estas intervenciones cesaron legalmente. Dado el valor inestimable que tiene la Iibertad de la Iglesia, bien se comprende cuanto provecho podría traer, debajo de este punto de vista, la nueva situación. Convenía aprovecharlo íntegramente. De otro lado, la separación traía inconvenientes. El más grave de ellos era la afirmación explícita, solemne, provocativa, de que la Religión es un asunto de mero foro interno, por lo que el Estado y todos los dominion de la vida pública son y deben ser laicos. A partir de las instituciones, este principio influenciaría fácilmente todas las esferas de la vida mental de la nación: caso típico de un fruto que refuerza el efecto de la propia causa. Y con esto vendría un debilitamiento del sensus Ecclesiae, capaz de falsear en su raiz y de deteriorar en sus frutos la vida religiosa del país. Era menester tolerar lo inevitable, mas ampliar todos los medios para dejar patente una tan desastrosa consecuencia. Sin esto, la tolerancia, en lugar de ser recta y sabia, originaría un desastre tan grande, que no hay palabras para calificarlo suficientemente. ¿Cómo actuar? El Magistero Eclesiástico cumplió cabalmente su deber, al dotar los fieles de un admirable cuerpo de doctrinas sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Cabía a los intelectuales católicos comentar y difundir estos principios con una amplitud, una insistencia, una capacidad de atracción proporcionada a la inmensa gravedad del mal. Cabía a los dirigentes de las obras católicas llamar constantemente la atención de los miembros de éstas, para la laicización creciente de la vida, operada por la laicización del Estado, para la injuria que de ahí viene a Dios, para el daño de las almas, etc. Cabía a la prensa católica difundir hasta los últimos rincones el celo por los principios que la separación ponía en riesgo. Cabía, por fin, a todos los hijos de la Iglesia preparar, larga mas infatigablemente, una reacción que llegase a la supresíón del mal terrible, que es la separación. En este sentido. mucho se realizó. No somos de los que hacen consistir la historia del siglo XIX o del siglo XX en la mera narración de los errores y de los fallos de los católicos: está claro que en esta visión entra una deformación inaceptable. Pero es preciso reconocer que, si mucho se hizo entre nosotros, católicos, mucho también se dejó de haver. ¿De que modo? Nadie está dispensado de profesar, en las filas católicas, que en tesis la Iglesia debe estar unida al Estado. Desde la Revolución hasta aquí, los maritainismos, premaritainismos o posmaritainismos de todos los tipos tuvieron que expresar en términos muy cautelosos y velados su preferencia nada cautelosa y nada velada por la neutralidad religiosa del Estado interconfesional. Pero, a la luz de la distinción muy legítima entre la tesis y la hipótesis, se creó un régimen de peligrosa coexistencia entre esta y aquella. En otros términos, la tesis, todo el mundo continúa profesándola: la separación es un mal. Pero, en la hipótesis presente, es un mal menor. Es lo que todos también aceptaban. En consecuencia, cumplía tolerar la separación... somnolientamente, lentamente, perezosamente. Enunciada la tesis, hablábamos de la hipótesis con una resignación que daba a entender que la separación estaba destinada a durar siglos, sin un daño más profundo para la Iglesia. En consecuencia, poco o nada se hizo para inculcar una noción clara de los riesgos de ese régimen, de la gravedad de estos riesgos, de la acción continua que se tornaba indispensable para que estos riesgos no se convirtiesen en realidad. Del lado anticatólico, se empleaban los medios más eficaces, más poderosos, más requintados, para formar la opinión pública, empleados en el sentido de laicizar hasta sus últimas fibras las naciones de Occidente. El resultado, se enunció en una afirmación impresionante y profundamente sabia -que ya tuvimos la ocasión de citar en otro artículo (1)- el Exmo. Rvdmo Mons. Angelo Dell'Acqua, substituto de la Secretaría de Estado de Su Santidad, en una carta a Su Eminencia el Señor Cardenal Arzobispo de San Pablo, D. Carlos Carmelo de Vasconcellos Motta, a propósito del día nacional de la Acción de Gracias: "En consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados", quedó "amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir de la Iglesia". Para quien sabe lo que es la fe, y cual es su papel en la salvación, qué trágica se presenta esta afirmación, hecha con una franqueza y un destemor al que es necesario prestarle homenaje. Es posible que nuestros medios, muy inferiores a los del adversario, no hubiesen logrado resultado en el plano humano, si hubiesen sido empleados cabalmente. Mas Dios no falta a quien hace todo lo posible. Por el contrario, castiga a los que, no confiando principalmente en la Providencia, negligencian emplear los pocos recursos que tienen en sus manos. Una honda era insuficiente, pero David con ella abatió a Goliat. Si hubiésemos rezado... si hubiésemos actuado... si hubiésemos luchado... * * * En fin, el pasado es el pasado. ¿Para qué exhumarlo? Porque está candente, delante de nosotros, el problema de la tolerancia. Se trata de saber, en mil ocasiones, hasta que punto y de que modo se puede o se debe tolerar. Como "el cestero que hace un cesto, hace cientos", tenemos todos los motivos para recelar que el hombre contemporáneo, además de tolerar lo intolerable, muchas veces tolera con pereza y apatía lo que debería ser tolerado con vigilancia, firmeza y astucia. Para evitar tan gran mal, aquí quedan estas reflexiones, escritas con espíritu de simpatia ardiente, franqueza fraterna, y leal cooperación. (1) “Indulgentes con el error – severos con la Iglesia”, Catolicismo N. 72, diciembre de 1956. |