Plinio Corrêa de Oliveira

ECCE POSITUS EST HIC IN RUINAM,

ET IN RESURRECTIONEM MULTORUM

IN ISRAEL

"Catolicismo" Nº 52 - Abril de 1955

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He aquí que este es puesto para caída, y para levantamiento de muchos en Israel: y para señal a la que se hará contradicción (Luc. 2, 34 ).

 

Giotto - Última Cena - Capilla Scrovegni - Pádua

 

Estamos en la perspectiva gozosa de la Semana Eucarística de [la ciudad de] Campos [estado de Rio de Janeiro, Brasil] [1]. Y, por otro lado, vivimos en los días culminantes de la Cuaresma, en los que la Iglesia recuerda las ignominias sin nombre a que voluntariamente se sometió por amor a nosotros el Dios-Hombre. Esta combinación de perspectivas alegres y celebraciones dolorosas nos lleva a pensar en los triunfos y humillaciones de Nuestro Señor Jesucristo: un tema útil para meditar en la Semana Santa y prepararnos para la Semana Eucarística, un tema fecundo en reflexiones oportunas en estos días.

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Examinada la vida de Nuestro Señor, en ella no encontramos nada que no excite la más razonable, la más alta, la más firme admiración. Como Maestro, enseñó la plenitud de la Verdad. Como Modelo, practicó la perfección del Bien. Como Pastor, no escatimó esfuerzos, ni misericordia, ni severas amonestaciones para salvar a sus ovejas, y terminó dando por ellas su Sangre, hasta la última gota. Atestiguó su misión divina con estupendos milagros, que llenaban las almas de innumerables beneficios espirituales y temporales. Extendiendo su solicitud a todos los hombres, en todos los tiempos, instituyó esta maravilla de maravillas, que es la Santa Iglesia Católica. Y dentro de la Santa Iglesia extendió su presencia de dos maneras: realmente en el Santísimo Sacramento, y por el magisterio en la persona de su Vicario. Tan grande suma de gracias y beneficios ninguna mente humana podría excogitar.

Por esta misma razón, Nuestro Señor fue amado. Hay, en ser amado, una forma particular de gloria. Y esta, Nuestro Señor la tuvo en proporciones únicas. A su alrededor, el tropel del pueblo era tan grande que los Apóstoles tenían que protegerle. Cuando hablaba, las multitudes le seguían hasta el desierto sin pensar en abrigo ni comida. Y por ocasión de su entrada en Jerusalén le prepararon un verdadero triunfo. Cuando se trata de amor, todo esto es mucho. Y, sin embargo, había más que eso. A medida que el aparente fracaso de la Pasión y la Muerte arrojaba un velo de misterio sobre la misión de Nuestro Señor, y parecía desmentirle definitivamente, había almas que continuaban a creer y amar. Había una Verónica, unas Santas Mujeres, una Apóstol virgen, que continuaron a amar. Había, sobre todo, más que nada, sin comparación, María santísima que entonces practicó ininterrumpidamente actos de amor, como jamás el cielo y la tierra juntos podían practicarlos con la misma intensidad y perfección. Almas que continuaron a amar cuando, en un momento de dolor inexpresable, el Sepulcro fue sellado, las sombras y el silencio de la muerte cayeron sobre el Cuerpo exangüe, y todo parecía terminado, mil veces terminado.

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Como explicar, sin embargo, ¿que este mismo Jesús hubiese despertado tanto odio? Porque, innegablemente, lo suscitó. Los judíos lo odiaban con un odio avergonzado, devorador e infame, que sólo el infierno puede generar. Por odio, trataron largamente de espiarlo, con el fin de ver si encontraban en él alguna culpa, que serviría como arma de guerra. Prueba de que no lo odiaban por algún defecto que por engaño imaginasen ver en El. ¿Por qué entonces lo odiaban? [N.C.: Sobre esta pregunta recomendamos el artículo del Prof. Plinio “Le ataron las manos porque hacían el bien“] Si no era por el mal, que no había en Él, y que buscaron en Él en vano, ¿por qué sería? Sólo podría ser por el bien... ¡Profundo misterio de la iniquidad humana! Este odio estaba avergonzado. De hecho, lo ocultaron bajo la apariencia de amabilidad, porque no tenían razones claras y honestas para declararlo. A medida que la misión de Jesús avanzaba hacia su plena realización, el odio de los judíos crecía de grado y tendía a un estallido atronador. Desanimando encontrar razones para la difamación, recurrieron a la calumnia. La usaron ampliamente. Tenían todo para vencer en esta forma de lucha: dinero, relaciones con los romanos, prestigio derivado del ejercicio de funciones sagradas. Sin embargo, la guerra con la calumnia fracasó en gran medida. Consiguieron convencer a algunos resentidos, sembrar dudas en algunos espíritus groseros, insensibles o adictos a dudar de sí mismos, de los otros, de todo y de todos. Pero era imposible ahogar en calumnias el maravilloso efecto de la presencia, la palabra y la acción de Nuestro Señor. Entonces vino el plan supremo: desmentirle por una derrota que le desacreditaría a los ojos de todos, y le apartaría del número de los vivos. El resto es conocido. Satanás entró en el más repugnante de los hombres, que le vendió y luego le entregó con un ósculo. Un procónsul depravado aún más de alma que de cuerpo, vacilante, blando, vanidoso, lo entregó a sus enemigos. Y sobre Él cayó el torrente de todo el odio de la Sinagoga, con el que a final los fariseos habían logrado contaminar las masas.

Qué odio, y qué alivio. Allí estaban, aullando de odio, tantos ciegos y paralíticos sanados, tantos posesos libertados, tantas almas aquietadas otrora por el Hijo de Dios.

¡Pero vamos! Cuando recibieron esos beneficios sintieron una humillación secreta al verse tan inferiores. Cuando recibieron enseñanzas, sintieron un hilo de revuelta socavando casi imperceptiblemente su admiración: ¿por qué era tan austero, por qué exigía tantos sacrificios? Viéndolo ahora “derrotado”, fue el arrebato, el triunfo de todas las represiones, todas las vulgaridades, todas envidias, el jugo destilado de todas las infamias. La gran revuelta de los fariseos impíos y rendidos a Satanás, de sus congéneres en todas las clases del pueblo, en un solo frente con las antipatías inconfesadas, y quizás subconscientes, de los tibios, produjo este resultado supremo: el deicidio, el mayor crimen de todos los tiempos.

LA EUCARISTÍA Y EL PAPA

La Eucaristía es Jesús realmente presente, pero que no habla. El Papa es Jesús que habla, aunque sin la presencia real.

En nuestros días, se puede decir que Jesús y el Papa son también objeto de amor y odio de todo el mundo. Del amor: las multitudes se mueven de toda la tierra, para adorar a Nuestro Señor en los Congresos Eucarísticos internacionales, para aplaudir al Vicario de Cristo en Roma. Incluso en la parte más profunda de una sociedad que es casi enteramente pagana, las almas que practican una virtud intachable florecen, arden de celo por la ortodoxia y aman a la Virgen de todo su corazón. A veces se ven obligados a renunciar a sus carreras, a su situación, a su bienestar, a soportar la hostilidad incluso de sus propias familias, pero siguen siendo impertérritas. Los hombres no saben apreciar el valor de esta fidelidad, pero los ángeles alaban a Dios por ello, en lo más alto del cielo. Al pasar nuestros ojos, de la civilización occidental burguesa al mundo gentil, vemos misioneros que hacen por Nuestro Señor hazañas de actividad o heroísmo, sólo para obtener un alma. Si nos fijamos en el triste mundo que se extiende detrás de la “cortina de hierro”, vemos almas heroicas que consagran la Especies clandestinamente y las distribuyen a corazones devorados por el hambre eucarístico.

Catolicos chinos fieles a Roma que hacen parte de la llamada "Igresia subterranea" de China

Pero, por otro lado, cuánto odio. La Eucaristía y el Papa son odiados cuando se promulgan leyes contrarias a la doctrina de la Iglesia, cuando se difunden costumbres que llevan a las almas al infierno, cuando la herejía y el mal reciben la misma libertad que la ortodoxia y el bien. La Eucaristía y el Papa son odiados cuando se cruzan los brazos frente al progreso del socialismo que nos lleva al comunismo, una negación completa de la Eucaristía y del Papa.

Y se abusa de la Eucaristía y del nombre del Papa cuando uno recibe la comunión con la tibieza, y luego lleva trajes, frecuenta ambientes, apoya principios implícitamente neopaganos y condenados por los Papas. Inmenso torrente de odio militante y explícito, o no conformismos velados e implícitos, que constituyen la fuerza enemiga, para chocar contra el amor en este confuso y revuelto siglo XX.

CUARESMA Y SEMANA EUCARÍSTICA

Si la Pasión nos hace pensar en todo esto, la Semana Eucarística nos dará sin duda una espléndida oportunidad para dar fe de nuestro amor a Jesús y al Papa.

Amor y odio, siempre estarán alrededor de Nuestro Señor, que es en la historia el signo de la contradicción, que fue puesto para la ruina y para la resurrección de muchos en Israel: “Ecce positus est hic in ruinam, et in ressurrectionem multorum in Israel: et in signum cui contradicetur” (Luc. 2, 34 ).

Los pueblos son grandes y felices, las almas son virtuosas y se salvan cuando el amor que votan a Jesucristo y su Vicario vence el odio que los inicuos tienen por uno y por el otro.

Para que el amor se intensifique, para que se convierta en frutos de ortodoxia y castidad, debemos rezar ardientemente al Divino Rey en esta fase de preparación de la Semana Eucarística, presentando nuestras súplicas a través de las manos purísimas de María, sin cuya intercesión ningún pedido sube al Corazón de Jesús.

 

Custodia del IV Congreso Eucarístico Nacional de 1942 en São Paulo (Museo de Arte Sacra de SP)


NOTAS

[1] Sobre el Congreso Eucarístico véase el artículo "La Eucaristía y el Apostolado en el mundo moderno" (en portugués), que recoge la conferencia de clausura pronunciada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.