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En sus relaciones con los orientales, San Pío X
fue un modelo de firmeza, pero al mismo tiempo de
afecto paternal. Aquí le vemos rodeado de altos prelados de rito
oriental, manifestando el amor de la Iglesia por esa
venerable y gloriosa porción del rebaño de
Jesucristo. |
En
noviembre publicamos un estudio sobre San Pío X,
basado principalmente en los datos biográficos
contenidos en la excelente obra del Rev. P. Dal Gal,
O.F.M., traducida al español por la editorial
"Cristiandad" de Barcelona.
En ese estudio, que dejamos inconcluso, tuvimos ocasión
de mostrar que toda la vida de San Pío X fue una
preparación para el Papado. Vicario de Riese, Canónigo
en Treviso, Obispo de Mantua, Patriarca de Venecia,
conoció el ministerio de las almas en sus diversos
niveles y aspectos, adquiriendo así una visión de
conjunto incomparablemente útil para quien un día sería
elegido a la suprema dirección de todos los rebaños y de
todos los Pastores. En el curso de esta rica experiencia
en el gobierno de las almas, iluminado por una
inteligencia vigorosa y penetrante, por una excelente
cultura eclesiástica y, sobre todo, por una virtud
eximia, el gran Santo constituyó para sí un como que
sistema de acción, que aplicó y perfeccionó en cada
cargo, y que llegó a constituir el programa de su
inmortal pontificado. Hemos enumerado los diversos
puntos de este programa, y hemos tratado más
particularmente la parte relativa al Catecismo. Nos
habíamos propuesto considerar la predicación de San Pío
X. A esto y a algunos otros puntos queremos dedicar el
presente artículo.
El lenguaje de un Santo
El tema que estamos tratando sólo puede verse en su
sentido más amplio si damos a la palabra "predicación"
un significado amplio. No se trata sólo de la
predicación desde el púlpito, sino genéricamente de toda
la enseñanza oral o escrita, desde las clases de
Catecismo hasta los documentos papales.
Considerando las características del "estilo" de San Pío
X, podríamos enumerarlas en algunas antítesis
fructíferas:
a) gran actualidad y, al mismo tiempo, profunda tradicionalidad;
b) gran empeño en agradar y, al mismo tiempo, preeminencia
absoluta hacia el público;
c) tierna compasión e invencible firmeza.
Actualidad y tradicionalidad
Hay un cierto academicismo tradicional, que ha congelado
la oratoria, por así decirlo. Sólo elige los temas que
se prestan a la grandilocuencia o a provocar lágrimas
fáciles. Se expresa con palabras rebuscadas y fuera de
uso. Desarrolla el tema de forma totalmente teórica, sin
tener en cuenta lo más mínimo las necesidades
espirituales de los oyentes. En resumen, pretende mucho
más glorificar al orador que instruir y edificar a la
audiencia.
En el otro extremo, existe un modernismo demagógico y de
convención, que tampoco pretende otra cosa que la
glorificación del orador, pero que avanza hacia este fin
por procesos diametralmente opuestos. Es un halago
constante de los aspectos más ordinarios del hombre, una
complicidad invariable y omnímoda con todo lo que el
oyente siente, pero quizá mal se atreva a confesarlo a
sí mismo. En la elección de temas, prefiere lo banal,
cuando no la picaresca. Los elementos de lenguaje y
expresión coloristas se buscan en la jerga más
populista. En la argumentación... nada de argumentos:
juegos de palabras, comparaciones más o menos tramposas,
gesticulación más o menos patética y, cuando menos se
espera, un chiste. Una de esas bromas que hacen reír a
carcajadas al público y le quitan todo deseo de tratar
con seriedad el tema propuesto, haciendo que se incline
de buena gana por la opinión del orador como pago por
los momentos groseramente hilarantes que éste le hace
pasar.
Decididamente, los partidarios de una tradición
glacialmente muerta no entendieron a San Pío X, y si
estuviera vivo tampoco lo entenderían hoy. En sus
sermones, en sus documentos, se nota sobre todo el
objetivo de persuadir, de formar, de santificar. Por eso
se ve que el Santo tiene siempre en la mayor
consideración las peculiaridades de la mentalidad del
pueblo al que se dirige, y no trata el tema para un
público académico, sino para hombres y mujeres de carne
y hueso, que viven intensamente los problemas de su
tiempo, con sus carencias, sus defectos, también sus
cualidades. Su argumentación, por así decirlo, adolece
de ello en ocasiones. Ciertos puntos especulativamente
muy importantes se tratan de forma siempre clara, digna,
suficiente, pero sin mayor amplificación. Otros puntos,
secundarios en principio, que a veces constituyen la
mera aplicación de principios generales, se tratan per
longum et latum, con una sorprendente abundancia
de consideraciones. ¿Por qué? Pío X, ante todo Pastor de
almas, no se demora más de lo necesario para que la
opinión pública acepte lo que, según previsiones
razonables, ya sabe o admitirá sin dificultad. Reserva
lo mejor de sus esfuerzos para los puntos difíciles, es
decir, para la demostración de los principios que más
chocarán, para hacer la aplicación de los principios a
los hechos concretos en aquellos puntos en los que la
miseria humana podría tal vez formar una falsa visión de
las cosas. Como el Buen Pastor que toma a las ovejas
sobre sus hombros y camina con ellas, así San Pío X
recorre todo el campo doctrinal con las ovejas
descarriadas en la mente o en el corazón, y pasa con
ellas por todos los lugares difíciles o peligrosos, por
temor a que, abandonadas a sí mismas en las altas
esferas de la teoría, o en la maraña de las cuestiones
prácticas, nunca se salgan de su sitio.
Sin embargo, ¡qué tradicional le parecería San Pío X a
los populacheros! Nunca una palabra menos digna en su
vocabulario. Nunca un pensamiento menos elevado. Nunca
una actitud demagógica. Si su lenguaje era claro y
accesible, nunca dejaba de ser noble. Si sus
pensamientos eran proporcionados a la inteligencia de
cada cual, siempre estaban impregnados de la sagrada
dignidad de Aquel en cuyo nombre se enseñaban. San Pío X
supo bajar al público sin rebajar ni un ápice la excelsa
dignidad de Ministro del Señor. Sabía descender hasta el
público, no para ponerse a su nivel en sus miserias,
sino para elevar al pueblo hasta sí mismo. Al tratar los
problemas más actuales de su tiempo, con una visión
penetrante de la realidad tal como se presentaba, san
Pío X supo mantenerse en el nivel en el que las grandes
tradiciones de la Iglesia han situado la oratoria
sagrada, y los nobles estilos del Vaticano han fijado el
lenguaje de los actos pontificios.
Profundamente tradicional en el fondo de su enseñanza y
en la nobleza de su forma, la doctrina de San Pío X era
al mismo tiempo profundamente actual, pues se realizaba
según las necesidades reales de cada época, en un
lenguaje accesible y atractivo, capaz de orientar las
mentes y mover las voluntades.
Superioridad y capacidad de atracción
San Pío X murió en 1914. Sus contemporáneos son, pues,
innumerables, incluso en nuestros días [N.C.: el
autor escribe en 1954]. Nemo sumus fit repente,
dice la Moral: nada de excelente ni de pésimo se hace de
repente. Todo lo que es profundo procede de una
germinación lenta. Sería imposible que nuestro mundo
hubiera llegado al clímax de la crisis religiosa,
cultural, moral, política, social y económica en la que
se encuentra, sin que esta crisis hubiera germinado, de
forma cada vez más grave, en un pasado lejano. Es decir,
que los problemas de la época de San Pío X no son
distintos de los de hoy. Al contrario, son los mismos
problemas, pero en muchos casos con un grado de
exacerbación menor que el actual. Una exacerbación menor
no significa una exacerbación pequeña. Si hoy tantos
problemas están a punto de estallar, es porque en
tiempos del santo ya estaban cargados de pólvora. El
proceso de combustión ya había comenzado. Sólo que, a
partir de entonces, las llamas se han transformado en
inmensas llamaradas.
Así, San Pío X experimentó muy de cerca, como en carne
propia, un problema que concierne en grado sumo a
quienes hoy se dedican al apostolado. Por un lado, la
doctrina católica es inmutable, pero por otro, los
tiempos cambian. Y así, no es infrecuente que lo que
ayer entusiasmaba o conmovía a la gente, hoy despierte
antipatía, o al menos no logre superar la indiferencia
general. Por el contrario, lo que ayer suscitaba
repulsión o no suscitaba más que indiferencia, hoy suele
despertar entusiasmo o, al menos, vivo interés. Al
difundir sólo lo que agrada al público, se traiciona la
misión esencial del apostolado, que consiste en
proclamar toda la verdad. Pero al proclamar toda la
verdad se corre el riesgo de suscitar antipatías y
provocar divisiones, desgraciadamente ya inminentes a
causa de la maldad de los tiempos. ¿Cómo actuar?
A lo largo de la vida de San Pío X se puede observar que
tuvo presente este problema, y con la mayor atención. Es
importante saber cómo lo resolvió. Hay ciertos Santos
que han recibido de Dios en grado extraordinario, e
incluso carismático, el don de atraerse el afecto de los
hombres. Uno de ellos era sin duda José Sarto. No le
faltaban dotes naturales para ello. Su semblante, de
rasgos claros, delicados y armoniosos, su alta estatura,
su voz de timbre agradable, inspiraban naturalmente
simpatía y confianza. Los conocimientos y las virtudes
acrisoladas del hombre de Dios acentuaban profundamente
esta impresión natural. Pero tal era la atracción que
ejercía San Pío X sobre quienes se acercaban a él, que
llegaba a tener algo de misterioso y evidentemente
sobrenatural. El cardenal Merry del Val, en su admirable
libro sobre el gran Pontífice, cuenta cómo, apenas
elegido el sucesor de León XIII, el cuerpo diplomático
acreditado ante la Santa Sede solicitó audiencia para
rendirle homenaje. La opinión mundial admiraba en León
XIII a un Papa con la aureola de una inteligencia genial
y un porte altamente aristocrático. Se decía que su
sucesor era un simple cura de aldea de origen humilde y
sin gran talento. Es concebible que los diplomáticos
entraran en la sala donde San Pío X estaba dispuesto a
recibirlos, sin ninguna inclinación a dejarse emocionar
o fascinar. Cuando terminó la audiencia, todos fueron a
visitar a monseñor Merry del Val, que estaba al frente
de la Secretaría de Estado. Tras los primeros saludos,
se hizo un silencio que dejó perplejo al prelado.
Finalmente, uno de los diplomáticos rompió esta difícil
atmósfera, formulando una pregunta repetida
inmediatamente por los demás: dígame, Monseñor, ¿qué
extraordinario encanto tiene este nuevo Papa? Todos
seguimos bajo el yugo de su atracción... Era la
gracia de Dios, que bullía en el alma de un Santo y
atraía hacia sí los corazones de los hombres.
La verdad sale más fácilmente por la boca de los
pequeños que por la de los diplomáticos. La profundidad
de la impresión que San Pío X causaba en todos fue
expresada de forma conmovedora por los niños. El P.
Dal Gal nos cuenta que cuando el Papa se dirigía a
ellos con encantadora bondad, no pocas veces, en
lugar de responder "sí, Santo Padre", decían
instintivamente "sí, Jesús". Después de esto, ¿qué
otro elogio se puede hacer de alguien?
Todos los que estuvieron cerca de San Pío X están de
acuerdo en que, si naturalmente atraía tanto, no se
basaba sólo en este admirable don, sino que ejercía
sobre sí una vigilancia constante para no pronunciar una
palabra irreflexiva que pudiera dañar innecesariamente a
alguien. En esto, como en tantos otros puntos, su
aplicación fue constante. Y por esta razón, nunca hubo
nadie que, al tratar con él, pudiera retirarse con justo
motivo de queja.
Este afán de agradar es muy evidente en los documentos
del Santo Pontífice. Incluso en sus actos más enérgicos
y vehementes, se observa que siempre dejaba abierta
de par en par la puerta del perdón para quienes se
arrepintieran sinceramente del mal cometido y
resolvieran firmemente no volver a hacerlo. ¡Y con qué
acentos llamaba a los corazones descarriados a esta
puerta! Uno estaba seguro de que daría hasta la última
gota de su sangre para salvar una sola alma caída en el
error o en el pecado.
Pero este deseo de complacer a los hombres no
era mera filantropía naturalista. Era auténtica
caridad. Por esta razón, San Pío X, que estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa por los hombres por
amor a Dios y para atraerlos a la gracia de
Jesucristo, nunca dejó de enseñar toda la verdad, de
predicar la moral sin aspavientos ni engaños, de
desplegar ampliamente el estandarte del Salvador. En
su tiempo no faltaron quienes recomendaron a los
católicos que velasen aquellas partes de su doctrina que
eran demasiado incompatibles con las tendencias del
siglo. En esto, San Pío X se mostró constantemente de
una energía indomable. Su papel, como el de todo apóstol
en general, no consistía en velar la verdad porque no
era amada, sino en desplegarla para hacerla totalmente
amada.
Tiernísima compasión, firmeza invencible
Pero ¿no puede decirse que tal intransigencia habrá
creado crisis dolorosas, que habrá impuesto sufrimientos
lancinantes a tantas almas, que habrá dado lugar a
luchas y dificultades? ¿Y cómo puede un corazón católico
hacer sufrir tanto a los demás de forma deliberada y
premeditada?
No hay nada más distinto del santo Pontífice que un
matón que encuentra todo su placer en la disputa, que
hace consistir toda su gloria en aplastar al prójimo,
que no entiende la convivencia humana más que como una
lucha permanente, en el plano de las ideas como en el de
los intereses. Siempre que San Pío X hizo sufrir a
alguien, sufrió profundamente, también, en su propia
alma.
Algunas crisis dolorosas que estallaron en el curso de
su pontificado le colocaron en esta posición. La acción
del Modernismo dentro de la Iglesia le obligó a actos de
una energía que desconcertó a muchos, incluso a muchos
católicos. Su lucha contra el gobierno francés, laicista
y masónico, le llevó a posiciones de una intransigencia
que muchos de sus contemporáneos, por muy situados que
estuvieran, no acababan de comprender. Algunas de sus
intervenciones en asuntos eclesiásticos tuvieron que
hacerse con gran firmeza. En todos estos casos, San Pío
X fue tan lejos como debería haber ido un Papa de los
más enérgicos en la misma situación. Y es fácil ver que
sus rigurosos gestos provocaron mucho dolor y muchas
lágrimas...
Pero, ¡qué rigor tan justificado! En primer lugar, San
Pío X no actuó con entereza sino después de haber
agotado todos los métodos suasorios. Sólo recurriría a
un castigo severo cuando estuviera seguro de la
inutilidad de cualquier medio más suave. Así en la
condena del modernismo. Estos enemigos
felicísimos de la Iglesia, infiltrados en los círculos
católicos, propagaban al amparo de la capa de
Catolicismo doctrinas que eran la síntesis de todas
las herejías. Habiendo fracasado todos los demás
procedimientos, el Papa fulminó —ésa es la palabra
correcta— contra ellos la Encíclica "Pascendi". ¿Podría
no haberlo hecho? El enemigo, con piel de cordero,
arrastraba a las almas a la herejía. Si San Pío X no
hubiera llegado a este rigor extremo, ¿cuáles habrían
sido las consecuencias? Según el cardenal Mercier,
Arzobispo de Malines, Europa podría haberse visto
arrastrada a una crisis tan grave como la del
Protestantismo. ¿Quién querría cargar con tanta
responsabilidad ante Dios?
Y, en segundo lugar, ¡qué afectuoso rigor! Ninguna
censura que no fuera estrictamente justa, estrictamente
necesaria. Ninguna expresión que superara la medida
adecuada. Ninguna omisión en lo que dijese respecto a
las promesas de perdón.
Y, por último, qué seriedad en todo esto. El Pontífice,
decíamos, tenía abierta de par en par la puerta del
perdón. Pero nunca un perdón equívoco, nunca un perdón
para encubrir situaciones falsas. Perdón, sí, pero
para quienes dieron garantías de arrepentimiento y de
intención de no reincidir. Porque lo vago, lo
flotante, lo indefinido, la timidez, el oportunismo,
nunca fueron cosas que el Santo amara o siquiera
tolerara.
Gran maestro, gran protector
|
"En la mañana del 3 de
junio de 1951, tras el canto de la Letanía de los
Santos, Pío X fue solemnemente proclamado Beato [por Pío XII]. Leído el decreto, fue descubierto su sagrado
cuerpo en la urna colocada ante el altar de la
Confesión, y cayó el velo de su imagen en la gloria de
Bernini"
[*] |
El Santo Padre Pío XII, en cuyo pontificado se han
acumulado tantas glorias, al canonizar a San Pío X quiso
darnos un gran ejemplo. Un magnífico ejemplo, sí, pero
que conlleva la continencia de cumplir deberes
verdaderamente arduos. Por eso, el Santo Padre nos ha
indicado a su Santo Predecesor y Homónimo no sólo como
ejemplo, sino también como protector.
Cada Santo es invocado por la piedad de los fieles para
que les ayude especialmente en alguna necesidad
especial. San Pío X es el más valioso intercesor ante
Dios que puede obtener para nosotros las gracias que
necesitamos para ver y actuar según su ejemplo en esos
asuntos tan difíciles que en su vida abordó con
admirable sabiduría, y que el apostolado en nuestros
tiempos agitados reclama en todo momento.
En todo esto el Santo Pontífice no hizo más que
continuar la línea tradicional de la Santa Sede. Una
Maestra tan firme y una Reina tan complaciente. En la
cuestión de los orientales, por ejemplo, concedió
todo lo que permitía la tolerancia disciplinaria, pero
mantuvo muy claramente todo lo que exigía la
intransigencia doctrinal. En sus relaciones con los
orientales, San Pío X fue un modelo de firmeza, pero al
mismo tiempo de afecto paternal. En el cuadro que
ilustra [el comienzo de este artículo] le vemos rodeado
de altos prelados de rito oriental, manifestando el amor
de la Iglesia por esa venerable y gloriosa porción del
rebaño de Jesucristo.
NOTAS
[*] "Pío X", texto de Nello
Vian, Pórtico y Versión de Andrés E. de
Mañaricúa y Fotografías de Leonardo von
Matt, editado por Desclée de Brouwer en 1954
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Las letras en negrita proceden de este sitio.
— Para profundizar en el conocimiento de San Pío X y
especialmente su lucha contra el “modernismo”
recomendamos a nuestros visitantes la sección “Especial”
sobre San Pío X (en portugués).
Para acceder pinchar aquí.
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