Plinio Corrêa de Oliveira

 

El Mundo Ibérico

 

"Cristiandad", N.º 241, abril de 1954

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A D V E R T E N C I A

Si el profesor Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:

“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.

Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.

Caravelas portuguesas del siglo XV-XVI

Chafariz Velho de Paço de Arcos - Oeiras - Portugal

En el momento presente la población do España, de Portugal, de las naciones iberoamericanas, de Filipinas y de las colonias portuguesas y españolas en Asia y África alcanza el total de 200 millones de habitantes [Nota: el autor habla de datos de 1954]. Este número no corresponde exactamente, claro está, al de los descendientes de los pueblos ibéricos, pues es preciso tomar en consideración las poblaciones nativas de América, Asia y África, y además de éste las corrientes inmigratorias de todas las procedencias, muy importantes en el Brasil, Argentina y en otras naciones hermanas. Aun así, sin embargo, las tradiciones, la lengua, el hecho espiritual, las costumbres de las naciones latinoamericanas, que absorbieron los elementos heterogéneos, son los de las respectivas metrópolis. Y si ellas no impregnaron con la misma densidad las poblaciones coloniales de Asia y África, constituyen, a pesar de todo, también en el seno de éstas, elementos cultural y social de indiscutible importancia. Es evidente, pues, que Portugal y España, sus colonias y las naciones independientes que de ellas nacieron, constituyen un elemento religioso y cultural definido, al cual falta sólo para ser enteramente consistente, un mayor intercambio entre sus varios elementos, y una conciencia más viva de sí mismos.

UN PASADO Y UN FUTURO COMUNES

Felipe II - Sofonisba Anguissola (antes atribuido a Alonso Sánchez Coello)

 Museo del Prado - Madrid

Sería superfluo hablar del gran pasado de los pueblos que esta vasta comunidad religioso-cultural tiene tras de sí. La gloria de la herencia latina, las tradiciones del período visigótico, el heroísmo de la resistencia a los moros, los lauros de la epopeya de las navegaciones, la grandeza del reinado de Don Manuel, el poderío universal del «santo Rey» Felipe —como lo llamaba Teresa de Ávila—, los méritos del descubrimiento, el talento de Camões y Calderón, las tristezas de la decadencia en los siglos XVII y XVIII, las horas agrias de la invasión napoleónica, las penumbras de la crisis cultural e institucional que la Revolución Francesa provocó y que se prolonga hasta nuestros días, la gloria de las reacciones tradicionalistas, todo, en fin, forma parte del pasado de los pueblos ibero-americanos, como si fuesen otros tantos capítulos de nuestras historias nacionales.

En general, se sabe de esto. Pero lo que es menos recordado, o que más insistentemente importaría acentuar, es que tener un gran pasado no es sólo una gloria insigne, sino sobre todo un alto deber: lo cual es particularmente cierto cuando ese pasado —y tal es nuestro caso— contiene valores perennes, por mengua de los cuales nosotros, y el mundo entero, estamos pereciendo.

Cuando hablo de «valores perennes», aludo ante todo a la Religión Católica, a todo el fundamento de verdades dogmáticas y morales que ella enseña, a la fecundidad sobrenatural de sus Sacramentos, a los elementos culturales que ella contiene en sí. Mas quiero referirme también a la cultura ibérica, como concretamente nació, de la conjunción de los elementos latino, gótico y árabe; fecundada, animada, vivificada por la Iglesia. En cierto sentido, también esto es perenne, no en el sentido de que es inmortal, sino de que no debe morir.

Batalla de Ourique - Genealogia dos Reis de Portugal, 1530-1534

Más fácilmente se entenderá lo que afirmo, si se considera el asunto de que trato, en cuanto se relaciona, no con un grupo de naciones, sino con una persona. Supongamos que un hombre haya sido bautizado, que su infancia, su adolescencia, su juventud transcurran bajo una intensa influencia católica. Siendo esto así, toda la fuerza vivificadora de la Religión habrá ejercido libremente su acción en él, en él habrá concretado sus efectos. Una doctrina universal, creída y vivida por este hombre concreto, realiza en él una obra inconfundible y única, que es su personalidad cristiana. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva y santifica. El desarrollo de aquella personalidad fue la realización de todas las potencialidades naturales de aquella alma, con la añadidura de la fuerza vivificante y rectora de la gracia. Esta obra no fue arbitraria, sino que resultó de las tendencias rectas de la naturaleza y de la acción santa de la gracia. Y por esto tal hombre no podría haber sido, dentro de las vías rectas de la naturaleza y de la gracia, una persona diversa de la que llegó a ser. Sin duda, los trozos secundarios de su personalidad pueden haber recibido la impronta de las circunstancias más o menos fortuitas. Y pueden haber fijado en su personalidad algunas notas secundarias, que sin ello no tendría. Pero en esencia hay para cada alma una morada propia en el Cielo, un ideal de perfección adecuado y un camino para alcanzarlo. Su progreso sólo puede darse en esta línea, rumbo a este ideal.

Si, pues, este hombre abandona la práctica de la Religión durante algunos años, su conversión no podrá ser normalmente un mero retomo a una virtud en tesis, sino también a la obra de santificación personal que emprendiera en sí y dejara interrumpida. Cúmplele volver a ser aquella personalidad concreta que fue, y no otra. Puesto que es aquella que lógicamente resulta de la correspondencia de su naturaleza con la gracia. Que mucho de lo accidental haya muerto en la crisis y no deba ser restaurado, es obvio. Pero, en cuanto a lo esencial, cúmplele volver al camino que abandonó. Y, así, para este hombre un retomo al pasado es al mismo tiempo la cosa más estulta y más necesaria. Necesaria en cuanto a los trazos esenciales de la realización de la virtud cristiana en él. Estulta en cuanto a lo demás. Un hombre que vuelvo a los cuarenta años a la religión que dejó a los quince, habrá de volver a la obra comenzada, lo cual es obvio; sin procurar volver a tener quince años, lo cual sería estulto.

Pues bien, el caso de este hombre hipotético es el del mundo ibérico. Con la crisis de la civilización cristiana de Occidente, en el mundo ibérico masas enteras apostataron explícita o veladamente. Quedó interrumpida la grande obra en construcción, de la cultura ibero-católica. Quedó en suspenso el desenvolvimiento harmonioso de nuestras ideas, de nuestras costumbres, de nuestras instituciones. De nacionales y católicos que éramos, nos volvimos al poco tiempo cosmopolitas y paganos. De ahí todos los males que sufrimos. Lo que se impone a nosotros no es sólo retornar a la Religión en tesis y en abstracto, sino a la obra concreta que la Religión estaba haciendo entre nosotros. En su esencia, y abstracción hecha de lo secundario y perecedero, esa es nuestra gran tarea, por la que seremos nosotros mismos, y realizaremos las disposiciones de la Providencia sobre nosotros.

SENTIDO DE NUESTRA MISIÓN

Esta misión no tiene un sentido egoistico. Queremos ser nosotros mismos, queremos realizar todas las potencialidades del mundo ibérico, para dar gloria a Dios por la magnificencia de la obra que realiza en nosotros, a fin de contribuir con toda la riqueza de nuestra vida espiritual para el gran patrimonio cultural común de la Iglesia, de la Cristiandad, para hacer brillar a los ojos de los infieles el resplandor de la civilización cristiana, y para aniquilar la acción de los enemigos de la Iglesia. En una palabra, el fin a que debemos apuntar es la mayor gloria de Dios, que debe ser realizada por la exaltación de la Santa Iglesia y humillación de sus adversarios.

Como se ve, se trata de una misión que nada tiene de común con los imperialismos que comenzaron a nacer con el fin de la Edad Media. Y que es más contrario, todavía, al imperialismo ideológico comunista, que mira a la destrucción de la Iglesia y a la exaltación del Reino de las Tinieblas.

VIABILIDAD DE NUESTRA MISIÓN

Frente a las potencias de nuestro siglo, ¿qué medios tenemos de llegar a tal resultado?

Algunos sonreirán. ¿Qué podemos valer, cuando el formidable bloque anglosajón tiene a su servicio el dólar y la libra; el mundo eslavo tiraniza uno de los mayores imperios de la Historia, y por todas partes se habla de bombas atómicas, de hidrógeno y de cobalto?

Sinceramente, también a nosotros nos hace sonreír la pregunta. Porque los que nos la hacen no conocen la Providencia, ni la gracia: en una palabra, no conocen las «horas de Dios». Si no tenemos a nuestro servicio las fuerzas de dominación y destrucción del poder material, no está en ello nuestra debilidad. Bastará que nos convirtamos de todo corazón, para que seamos tan poderosos como otrora en Ourique o en las Navas de Tolosa. Esta es para nosotros una certeza profunda, una confianza inconmovible.

Tal afirmación se funda en toda suerte de argumentos. Argumentos religiosos, ante todo. San Agustín enseña que Dios puede permitir en este mundo la desgracia de los justos y la felicidad de los impíos, porque les hará justicia en la otra vida, dando entonces el premio al justo y al impío el castigo que merece. Pero, añade el Doctor de Hipona, cuando se trata de naciones, la situación es otra. La nación, en cuanto tal, no vivirá eternamente. Dios ha de hacerle justicia en esta vida. Y por eso las naciones enteramente fieles a la Iglesia —digo enteramente, y no aproximativamente— esas naciones reciben aquí mismo su paga, aunque Dios tenga que obrar prodigios para protegerlas y defenderlas.

Y aparte de esta razón religiosa, que mencionamos entre otras, habría razones humanas que considerar. Dólares, bombas, todo esto es materia, y su poder no vale fuera del ámbito propio de la materia. Sabiduría, virtud, recta ordenación de todas las fuerzas íntimas del espíritu, justa ordenación de todos los actos externos, todo eso es espíritu, fuerza espiritual, reinado del espíritu sobre la materia. Puede ser que en un momento de gran convulsión el poder de la materia parezca igualar o sobrepujar al del espíritu. Pero, al cabo de algún tiempo, el orden natural de las cosas se reafirma y vence. Un pueblo que se entregue sin reservas a la acción de la Iglesia, subirá en el orden del espíritu a una tal altura que, pronto o tarde, ocupará el lugar a que tiene derecho, bajo la luz del sol.

Rusia, conquistada por el cisma y después por el comunismo, los anglosajones que se entregaron a la herejía y después al culto de Mammón, tienen todo cuanto la materia puede darles. Comparados con ellos, cuán flacos parecemos nosotros, los ibéricos o iberoamericanos.

La causa de ello no está en el hecho de ser nosotros católicos, sino de no serlo bastante. La solución para nosotros no está en imitarles a ellos, sino en volver a nuestro primitivo fervor. Es éste el gran problema.

Considerando el asunto bajo esta luz, nuestra propia impotencia material abre para nosotros un gran porvenir. No tenemos, es verdad las ciudades ciclópeas, las industrias-monstruo, los bancos pulpo. En compensación, podemos conservar por eso mismo muchos de nuestros hábitos, mucho de nuestra propia personalidad. Nuestros innumerables recursos naturales no han sido consumidos en el ritmo de una economía desviada en buena parte del recto orden. En este mundo en liquidación, miramos confiadamente hacia el mañana. Conservamos nuestras grandes tradiciones, conservamos nuestros innumerables recursos, sobre todo, conservamos nuestra Fe. Todo esto nos asegurará un lugar de elección en un mundo nuevo, si nos entregamos sin reserva a la acción de la Iglesia.

«CRISTIANDAD»

Llevar a esta entrega a nuestras naciones católicas, enfervorizar a los católicos, he aquí nuestra gran misión. Es lo que en CATOLICISMO procuramos hacer. Es lo que hace en sus páginas, tan ricas en ortodoxia, en cultura, en buen gusto, la admirable CRISTIANDAD.

Revistas hermanas, que trabajan en pueblos hermanos, para una Madre común: he ahí lo que son CRISTIANDAD y CATOLICISMO, una para la otra. Y he ahí la razón por la cual pedimos al Corazón Inmaculado de María que abra para CRISTIANDAD, en este décimo año de su existencia, que coincide con el del Centenario de la Inmaculada Concepción, todos los tesoros del Sagrado Corazón de Jesús. Pues, ésta es la fuente donde unos y otros esperamos encontrar fuerzas para trabajar por la realización de este gran destino histórico de nuestras naciones, que Dios tanto ama.