Caravelas
portuguesas del siglo XV-XVI
Chafariz Velho de Paço de Arcos - Oeiras -
Portugal
En el momento presente la población do España,
de Portugal, de las naciones iberoamericanas, de
Filipinas y de las colonias portuguesas y
españolas en Asia y África alcanza el total de
200 millones de habitantes [Nota: el
autor habla de datos de 1954]. Este número no
corresponde exactamente, claro está, al de los
descendientes de los pueblos ibéricos, pues es
preciso tomar en consideración las poblaciones
nativas de América, Asia y África, y además de
éste las corrientes inmigratorias de todas las
procedencias, muy importantes en el Brasil,
Argentina y en otras naciones hermanas. Aun así,
sin embargo, las tradiciones, la lengua, el
hecho espiritual, las costumbres de las naciones
latinoamericanas, que absorbieron los elementos
heterogéneos, son los de las respectivas
metrópolis. Y si ellas no impregnaron con la
misma densidad las poblaciones coloniales de
Asia y África, constituyen, a pesar de todo,
también en el seno de éstas, elementos cultural
y social de indiscutible importancia. Es
evidente, pues, que Portugal y España, sus
colonias y las naciones independientes que de
ellas nacieron, constituyen un elemento
religioso y cultural definido, al cual falta
sólo para ser enteramente consistente, un mayor
intercambio entre sus varios elementos, y una
conciencia más viva de sí mismos.
UN PASADO Y UN FUTURO COMUNES
|
Felipe II -
Sofonisba Anguissola (antes
atribuido a
Alonso Sánchez Coello)
Museo
del Prado - Madrid |
Sería
superfluo hablar del gran pasado de los
pueblos que esta vasta comunidad
religioso-cultural tiene tras de sí. La gloria
de la herencia latina, las tradiciones del
período visigótico, el heroísmo de la
resistencia a los moros, los lauros de la
epopeya de las navegaciones, la grandeza del
reinado de Don Manuel, el poderío universal del
«santo Rey» Felipe —como lo llamaba Teresa de
Ávila—, los méritos del descubrimiento, el
talento de Camões y Calderón, las tristezas de
la decadencia en los siglos XVII y XVIII, las
horas agrias de la invasión napoleónica, las
penumbras de la crisis cultural e institucional
que la Revolución Francesa provocó y que se
prolonga hasta nuestros días, la gloria de las
reacciones tradicionalistas, todo, en fin, forma
parte del pasado de los pueblos
ibero-americanos, como si fuesen otros tantos
capítulos de nuestras historias nacionales. En general, se sabe de esto. Pero lo que es
menos recordado, o que más insistentemente
importaría acentuar, es que tener un gran pasado
no es sólo una gloria insigne, sino sobre todo
un alto deber: lo cual es particularmente cierto
cuando ese pasado —y tal es nuestro caso—
contiene valores perennes, por mengua de los
cuales nosotros, y el mundo entero, estamos
pereciendo.
Cuando hablo de «valores perennes», aludo ante
todo a la Religión Católica, a todo el
fundamento de verdades dogmáticas y morales que
ella enseña, a la fecundidad sobrenatural de sus
Sacramentos, a los elementos culturales que ella
contiene en sí. Mas quiero referirme también a
la cultura ibérica, como concretamente nació, de
la conjunción de los elementos latino, gótico y
árabe; fecundada, animada, vivificada por la
Iglesia. En cierto sentido, también esto es
perenne, no en el sentido de que es inmortal,
sino de que no debe morir.
|
Batalla
de Ourique -
Genealogia dos Reis de Portugal,
1530-1534 |
Más fácilmente se entenderá lo que afirmo, si se
considera el asunto de que trato, en cuanto se
relaciona, no con un grupo de naciones, sino con
una persona. Supongamos que un hombre haya sido
bautizado, que su infancia, su adolescencia, su
juventud transcurran bajo una intensa influencia
católica. Siendo esto así, toda la fuerza
vivificadora de la Religión habrá ejercido
libremente su acción en él, en él habrá
concretado sus efectos. Una doctrina universal,
creída y vivida por este hombre concreto,
realiza en él una obra inconfundible y única,
que es su personalidad cristiana. La gracia no
destruye la naturaleza, sino que la eleva y
santifica. El desarrollo de aquella personalidad
fue la realización de todas las potencialidades
naturales de aquella alma, con la añadidura de
la fuerza vivificante y rectora de la gracia.
Esta obra no fue arbitraria, sino que resultó de
las tendencias rectas de la naturaleza y de la
acción santa de la gracia. Y por esto tal hombre
no podría haber sido, dentro de las vías rectas
de la naturaleza y de la gracia, una persona
diversa de la que llegó a ser. Sin duda, los
trozos secundarios de su personalidad pueden
haber recibido la impronta de las circunstancias
más o menos fortuitas. Y pueden haber fijado en
su personalidad algunas notas secundarias, que
sin ello no tendría. Pero en esencia hay para
cada alma una morada propia en el Cielo, un
ideal de perfección adecuado y un camino para
alcanzarlo. Su progreso sólo puede darse en esta
línea, rumbo a este ideal.
Si, pues, este hombre abandona la práctica de la
Religión durante algunos años, su conversión no
podrá ser normalmente un mero retomo a una
virtud en tesis, sino también a la obra de
santificación personal que emprendiera en sí y
dejara interrumpida. Cúmplele volver a ser
aquella personalidad concreta que fue, y no
otra. Puesto que es aquella que lógicamente
resulta de la correspondencia de su naturaleza
con la gracia. Que mucho de lo accidental haya
muerto en la crisis y no deba ser restaurado, es
obvio. Pero, en cuanto a lo esencial, cúmplele
volver al camino que abandonó. Y, así, para este
hombre un retomo al pasado es al mismo tiempo la
cosa más estulta y más necesaria. Necesaria en
cuanto a los trazos esenciales de la realización
de la virtud cristiana en él. Estulta en cuanto
a lo demás. Un hombre que vuelvo a los cuarenta
años a la religión que dejó a los quince, habrá
de volver a la obra comenzada, lo cual es obvio;
sin procurar volver a tener quince años, lo cual
sería estulto. Pues bien, el caso de este hombre hipotético es
el del mundo ibérico. Con la crisis de la
civilización cristiana de Occidente, en el mundo
ibérico masas enteras apostataron explícita o
veladamente. Quedó interrumpida la grande obra
en construcción, de la cultura ibero-católica.
Quedó en suspenso el desenvolvimiento harmonioso
de nuestras ideas, de nuestras costumbres, de
nuestras instituciones. De nacionales y
católicos que éramos, nos volvimos al poco
tiempo cosmopolitas y paganos. De ahí todos los
males que sufrimos. Lo que se impone a nosotros
no es sólo retornar a la Religión en tesis y en
abstracto, sino a la obra concreta que la
Religión estaba haciendo entre nosotros. En su
esencia, y abstracción hecha de lo secundario y
perecedero, esa es nuestra gran tarea, por la
que seremos nosotros mismos, y realizaremos las
disposiciones de la Providencia sobre nosotros.
SENTIDO DE NUESTRA
MISIÓN
Esta misión no tiene un sentido egoistico.
Queremos ser nosotros mismos, queremos realizar
todas las potencialidades del mundo ibérico,
para dar gloria a Dios por la magnificencia de
la obra que realiza en nosotros, a fin de
contribuir con toda la riqueza de nuestra vida
espiritual para el gran patrimonio cultural
común de la Iglesia, de la Cristiandad, para
hacer brillar a los ojos de los infieles el
resplandor de la civilización cristiana, y para
aniquilar la acción de los enemigos de la
Iglesia. En una palabra, el fin a que debemos
apuntar es la mayor gloria de Dios, que debe ser
realizada por la exaltación de la Santa Iglesia
y humillación de sus adversarios. Como se ve, se trata de una misión que nada
tiene de común con los imperialismos que
comenzaron a nacer con el fin de la Edad Media.
Y que es más contrario, todavía, al imperialismo
ideológico comunista, que mira a la destrucción
de la Iglesia y a la exaltación del Reino de las
Tinieblas.
VIABILIDAD DE NUESTRA
MISIÓN
Frente a las potencias de nuestro siglo, ¿qué
medios tenemos de llegar a tal resultado? Algunos sonreirán. ¿Qué podemos valer, cuando el
formidable bloque anglosajón tiene a su servicio
el dólar y la libra; el mundo eslavo tiraniza
uno de los mayores imperios de la Historia, y
por todas partes se habla de bombas atómicas, de
hidrógeno y de cobalto?
Sinceramente, también a nosotros nos hace
sonreír la pregunta. Porque los que nos la hacen
no conocen la Providencia, ni la gracia: en una
palabra, no conocen las «horas de Dios». Si no
tenemos a nuestro servicio las fuerzas de
dominación y destrucción del poder material, no
está en ello nuestra debilidad. Bastará que nos
convirtamos de todo corazón, para que seamos tan
poderosos como otrora en Ourique o en las Navas
de Tolosa. Esta es para nosotros una certeza
profunda, una confianza inconmovible. Tal afirmación se funda en toda suerte de
argumentos. Argumentos religiosos, ante todo.
San Agustín enseña que Dios puede permitir en
este mundo la desgracia de los justos y la
felicidad de los impíos, porque les hará
justicia en la otra vida, dando entonces el
premio al justo y al impío el castigo que
merece. Pero, añade el Doctor de Hipona, cuando
se trata de naciones, la situación es otra. La
nación, en cuanto tal, no vivirá eternamente.
Dios ha de hacerle justicia en esta vida. Y por
eso las naciones enteramente fieles a la Iglesia
—digo enteramente, y no aproximativamente— esas
naciones reciben aquí mismo su paga, aunque Dios
tenga que obrar prodigios para protegerlas y
defenderlas.
Y aparte de esta razón religiosa, que
mencionamos entre otras, habría razones humanas
que considerar. Dólares, bombas, todo esto es
materia, y su poder no vale fuera del ámbito
propio de la materia. Sabiduría, virtud, recta
ordenación de todas las fuerzas íntimas del
espíritu, justa ordenación de todos los actos
externos, todo eso es espíritu, fuerza
espiritual, reinado del espíritu sobre la
materia. Puede ser que en un momento de gran
convulsión el poder de la materia parezca
igualar o sobrepujar al del espíritu. Pero, al
cabo de algún tiempo, el orden natural de las
cosas se reafirma y vence. Un pueblo que se
entregue sin reservas a la acción de la Iglesia,
subirá en el orden del espíritu a una tal altura
que, pronto o tarde, ocupará el lugar a que
tiene derecho, bajo la luz del sol. Rusia, conquistada por el cisma y después por el
comunismo, los anglosajones que se entregaron a
la herejía y después al culto de Mammón, tienen
todo cuanto la materia puede darles. Comparados
con ellos, cuán flacos parecemos nosotros, los
ibéricos o iberoamericanos.
La causa de ello no está en el hecho de ser
nosotros católicos, sino de no serlo bastante.
La solución para nosotros no está en imitarles a
ellos, sino en volver a nuestro primitivo
fervor. Es éste el gran problema. Considerando el asunto bajo esta luz, nuestra
propia impotencia material abre para nosotros un
gran porvenir. No tenemos, es verdad las
ciudades ciclópeas, las industrias-monstruo, los
bancos pulpo. En compensación, podemos conservar
por eso mismo muchos de nuestros hábitos, mucho
de nuestra propia personalidad. Nuestros
innumerables recursos naturales no han sido
consumidos en el ritmo de una economía desviada
en buena parte del recto orden. En este mundo en
liquidación, miramos confiadamente hacia el
mañana. Conservamos nuestras grandes
tradiciones, conservamos nuestros innumerables
recursos, sobre todo, conservamos nuestra Fe.
Todo esto nos asegurará un lugar de elección en
un mundo nuevo, si nos entregamos sin reserva a
la acción de la Iglesia.
«CRISTIANDAD»
Llevar a esta entrega a nuestras naciones
católicas, enfervorizar a los católicos, he aquí
nuestra gran misión. Es lo que en CATOLICISMO procuramos hacer. Es lo
que hace en sus páginas, tan ricas en ortodoxia,
en cultura, en buen gusto, la admirable
CRISTIANDAD. Revistas hermanas, que trabajan en pueblos
hermanos, para una Madre común: he ahí lo que
son CRISTIANDAD y CATOLICISMO, una para la otra.
Y he ahí la razón por la cual pedimos al Corazón
Inmaculado de María que abra para CRISTIANDAD,
en este décimo año de su existencia, que
coincide con el del Centenario de la Inmaculada
Concepción, todos los tesoros del Sagrado
Corazón de Jesús. Pues, ésta es la fuente donde
unos y otros esperamos encontrar fuerzas para
trabajar por la realización de este gran destino
histórico de nuestras naciones, que Dios tanto
ama. |