Plinio Corrêa de Oliveira  [*]

LA FEDERACIÓN EUROPEA

A LA LUZ DE LA DOCTRINA CATÓLICA

 

“Catolicismo” N.° 14 — Febrero 1952

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A D V E R T E N C I A

Si el profesor Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia con relación al Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:

“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.

Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.

Carlomagno, según un grabado de Durero. El famoso artista alemán supo representar con admirable precisión lo que la historia nos cuenta sobre la personalidad del gran emperador. Toda su fisonomía expresa la fuerza, el poder, el hábito de dominar. Pero una fuerza que no nace del desborde brutal de un temperamento efervescente, sino de una elevada noción del derecho del bien. Su poder es menos el de las armas que el del espíritu. Majestuoso, entretanto está lleno de bondad. Hay en toda su persona algo de sagrado: es el hombre providencial, que estableció el Reino de Cristo en el orden temporal, y fundó los cimientos de la civilización cristiana; es el Emperador investido por el Papa con la misión apostólica de ser por excelencia el paladino la Fe.

Carlomagno fue el primer realizador de la unidad temporal de la Europa cristiana.

 

Una de las fechas más importantes de este siglo [XX] es, sin duda, la reunión de París en la que los representantes de Francia, Italia, Alemania Occidental y las pequeñas potencias del grupo del Benelux —Bélgica, Holanda, Luxemburgo— decidieron, en principio, constituir la Federación Europea, con la formación de una única entidad de Derecho Internacional Público y, en consecuencia, de un gobierno común, que se sumaría, con el carácter de superestructura, a los distintos gobiernos nacionales.

Antes de la última guerra mundial, cualquiera que concibiera un plan semejante para el siglo XXI sería considerado un soñador, y cualquiera que lo imaginara factible para nuestra época, un débil mental. Europa seguía incandescente con el odio franco-alemán que causó el conflicto de 1914-1918 y que iba a jugar un papel importante en el estallido de 1939-1945. Todas las naciones europeas, de agitada vida cultural y económica, marcadas aún en sus almas por los resentimientos, las ambiciones y las rivalidades heredadas de los Tiempos Modernos, parecían poco susceptibles de ser englobadas en un conjunto político, por muy vago y suelto que fuera. Haría falta la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y el consiguiente desmantelamiento de la economía de las naciones europeas para que, con el aliento de su vida cultural agotado, y sometidas al riesgo inminente —que ya dura siete años— de una nueva invasión de bárbaros, las doctrinas unitarias encontraran un terreno propicio, y el plan de una Federación Europea se hiciera viable.

El alcance de la fundación de los Estados Unidos de Europa

El verdadero alcance de la formación de los Estados Unidos de Europa fue bien definido por el Sr. Alcide De Gasperi, Presidente del Consejo de Ministros de Italia, quien equiparó este acontecimiento al acto por el que las colonias inglesas de América del Norte se unieron para constituir una Federación, y los cantones suizos renunciaron a ser un conglomerado de naciones soberanas para formar un Estado federal. El ejemplo norteamericano es bien conocido. Inglaterra tenía trece colonias en América del Norte, totalmente distintas entre sí y directamente vinculadas a la metrópoli. Al independizarse, debían constituir trece naciones diferentes. Sin embargo, estas colonias prefirieron unirse en una sola nación de carácter federativo.

Congreso de Viena - firma de los acuerdos

Menos conocido, pero igualmente significativo, es el ejemplo suizo. Cuando, tras la caída definitiva de Napoleón en 1815, el Congreso de Viena reorganizó el mapa de Europa, convirtió a Suiza, que era una nebulosa política formada por numerosos pequeños cantones independientes, cada uno de ellos dominado por su propia clase dirigente —patriciado urbano o aristocracia rural—, en una Confederación de 22 cantones perfectamente independientes entre sí, y vinculados únicamente por un “pacto federal” que, en definitiva, no era más que un tratado de alianza y buena vecindad. Por tanto, Suiza seguía sin ser un Estado, sino un conglomerado de Estados. Esta situación sólo llegó a su fin cuando, tras una serie de cruentas luchas, en las que las élites locales reaccionaron contra la centralización, y los católicos gloriosos de la “Sonderbund” trataron de impedir la hegemonía protestante, se impusieron los partidarios de la formación de un Estado suizo. Esto dio lugar a la constitución suiza de 1843 que, sin suprimir los cantones con sus gobiernos locales (a la manera de los estados americanos o los brasileños) responsables de la gestión de los asuntos locales, puso los intereses comunes en manos de un gobierno central único y federal. Se fundó la actual República Suiza.

En el fenómeno americano, como en el suizo, está la marcha de la independencia a la Federación. Los estados, antes independientes entre sí, pasaron a ser simplemente autónomos, dando paso a la absorción de las soberanías locales por un gobierno central.

Es lo que, según pudo expresar claramente el “premier” italiano, se acaba de decidir en Europa. Entre Francia y Alemania, Italia y Holanda, etc., no habrá en adelante los abismos que han existido hasta ahora, sino sólo la línea de demarcación de interés casi exclusivamente administrativo que existe entre Ohio y Massachusetts, Rio [de Janeiro] y São Paulo, o Lucerna y Friburgo.

Como puede verse, se trata de un evento inmenso. Son naciones que desaparecen después de haber llenado el mundo y la historia con el resplandor de su gloria... y un nuevo Estado Federal que aparece, cuyo futuro no es fácil de predecir.

Viabilidad del nuevo plan

El primer obstáculo para la plena realización del plan —que de momento sólo existe sobre el papel, como el Ejército del Atlántico y otras cosas por el estilo— reside en una probable guerra mundial. Nadie puede predecir lo que sucederá con esta Federación en ciernes durante la guerra y después de ella. Puede que se consolide definitivamente, o que se consuma en el fuego, sin que se note siquiera el rastro de sus cenizas.

Incluso si nos abstraemos de la guerra, surgirán otras dificultades. Una Federación que pretende pasar la esponja sobre tantos siglos de historia no puede, obviamente, ser construida sólo por un grupo de políticos y hombres de gabinete, mediante la firma de un tratado. Es necesaria una larga campaña de propaganda entre los pueblos de la federación, para que tomen conciencia de que, por encima de los bloques nacionales en los que se sienten integrados por lazos que están en la masa de la sangre y son fáciles de percibir, hay un conjunto federal abstracto, que no está en la masa de la sangre sino sólo en la tinta con la que se ha escrito un tratado. Y hasta que no se forme esta conciencia claro es que el nuevo organismo no empezará a tener una vida natural y real. Sin embargo, ahí no radica la verdadera dificultad. El hombre contemporáneo, despersonalizado, agotado, desorientado por la confusión reinante, viviendo en la dependencia mental —a la que se entrega tan gustosamente— de la prensa, la radio, la televisión, [la internet, diríamos hoy], etc., puede ser fácilmente persuadido de cualquier cosa. Hay técnicos que fabrican en sus almas “conciencias” de cosas reales o irreales, que nunca estuvieron efectivamente en la mente del público, con la facilidad con la que los cirujanos injertan en un organismo humano un trozo de carne, un dedo o un ojo que hasta ahora era absolutamente extrínseco a él. El peligro reside más bien en la formación de corrientes nacionalistas en algunos países “federados”. Pero esto todavía no parece factible. Una humanidad que cada día está más ávida de alimentos, tranquilidad y placeres, no es naturalmente propensa a entusiasmarse por sí misma a favor de un nacionalismo de cualquier tipo...

Así, resumiendo nuestra impresión, todo indica que, salvo una guerra, ningún hecho natural detendrá el establecimiento de la Federación. Tanto más cuanto que sus dirigentes ya han declarado oficialmente que sabrán caminar paso a paso, ensamblando poco a poco las piezas del nuevo organismo, y partiendo juiciosamente de los cimientos.

¿Es la Federación una novedad?

Si se pregunta si la Federación es una novedad, la respuesta debe ser negativa. Europa ya ha constituido, en otros tiempos, un gran conjunto de carácter federal, al menos en el sentido muy amplio y muy genérico de la palabra.

En 476, el Imperio Romano de Occidente dejó de existir. El territorio europeo, cubierto de hordas bárbaras, no tenía Estados definidos con fronteras duraderas. Era toda una efervescencia de salvajismo, que sólo se amainó a medida que la acción de los grandes misioneros aseguró, un poco en todas partes, una vigorosa germinación de la semilla evangélica. A esta altura, tornando las costumbres menos ásperas, la vida menos incierta y turbulenta, la ignorancia menos espesa, estaba constituido en Europa un gran conglomerado de pueblos cristianos que, por encima de todas sus diversidades naturales, estaban unidos por dos profundos lazos comunes, nacidos de un gran amor y un gran peligro:

a) — sinceramente, profundamente cristianos, adorando por lo tanto en espíritu y verdad (y no meramente de palabra y rutina) a nuestro Señor Jesucristo, amaban y deseaban verdaderamente practicar su Ley, y estaban convencidos de su misión de extender el dominio de esta Ley hasta los últimos confines de la tierra;

b) — como fruto de esta fe coherente y robusta reinaba en todos los espíritus una misma forma de concebir al hombre, la familia, las relaciones sociales, el dolor, la alegría, la gloria, la humildad, la inocencia, el pecado, la enmienda, el perdón, la riqueza, el poder, la nobleza, el valor, en una palabra, la vida;

c) — de ahí, también, una fuerte y sustancial unidad de cultura y civilización, a pesar de la prodigiosa riqueza de variantes locales en cada nación, en cada región y en cada feudo o ciudad;

d) — frente a la doble presión de los sarracenos que venían de África, y de los paganos que venían del Este de Europa, la idea de un inmenso riesgo común, en el que todos debían ayudar a todos, para una victoria que sería para todos.

La coronación del Emperador Carlomagno (742-814) por el Papa León III (c.750-816) en San Pedro, Roma, en 800 - Grandes Chroniques de France, 1375-79

Todo este conjunto de factores unificadores encontró su gran catalizador en Carlomagno (742-814), que encarnó a los ojos de sus contemporáneos el tipo ideal de soberano cristiano, fuerte, valiente, sabio, justiciero y paternal, profundamente amante de la paz, pero invencible en la guerra, considerando su más alta misión el poner la fuerza del Estado al servicio de la Iglesia para mantener la Ley de Cristo en sus reinos, y defender a la Cristiandad contra sus agresores. Este hombre símbolo realizó sus ideales, y cuando León III, en el año 800, en la Iglesia de Letrán, lo coronó Emperador Romano de Occidente, dio el más alto remate a la obra que Carlomagno estaba realizando: se constituyó un gran Imperio, que abarcaba toda la Europa cristiana, destinado sobre todo a mantener, defender y propagar la Fe.

Este Imperio duró desde el año 809 hasta el 911. En el año 962, el emperador Otón el Grande lo revivió, dando origen al Sacro Imperio Romano Germánico. Así, con diversas vicisitudes, de las cuales la más terrible fue la trágica escisión del protestantismo y el estallido de las tendencias nacionalistas en el siglo XVI, esta gran institución se mantuvo, al menos teóricamente, hasta 1806, cuando Napoleón Bonaparte obligó a Francisco II, el último emperador Romano Alemán, a aceptar la extinción del Sacro Imperio y a asumir el simple título de Emperador de Austria con el nombre de Francisco I.

Corona del Sacro Imperio (2.ª mitad del siglo X), conservada actualmente en la Schatzkammer de Viena.

No obstante ciertos períodos de crisis, el Sacro Imperio tuvo grandes épocas de gloria, y su estructura sirvió de hecho para expresar el ideal cristiano de una gran familia de pueblos, unidos bajo la sombra maternal de la Iglesia, para mantener la paz, la Fe, la moral, para defender la Cristiandad, y para sostener en todo el mundo la libre predicación del Evangelio.

¿Qué pensar de la Federación Europea?

Así, en principio, se puede ver que la Iglesia no sólo permite, sino que favorece de todo corazón las superestructuras internacionales, siempre que propongan un fin lícito. En esencia, pues, la idea de reunir a los pueblos de Europa en un conjunto político bien construido sólo merece aplausos.

Las circunstancias del momento parecen hacer que la medida sea especialmente oportuna. Frente a un enemigo exterior común, luchando contra una crisis económica internacional, nada podría ser más justo y encomiable que todas las naciones de la Europa libre converjan para luchar y vencer.

Pero aprobar la idea en principio es una cosa. Aprobarla incondicionalmente, sean cuales sean sus aplicaciones prácticas, es otra. Y a esta incondicionalidad no podemos llegar.

Vivimos en una época de brutal estatalización. Todo está centralizado, planificado, artificializado, tiranizado. Si la Federación Europea sigue este camino, se alejará de las sabias normas del discurso del Papa Pío XII a los líderes del movimiento internacional a favor de una Federación Mundial (ver “Catolicismo” N.° 8).

En primer lugar, hay que dejar claro que la Iglesia se opone a la desaparición de tantas naciones para formar un todo único. Cada nación puede y debe permanecer, dentro de una estructura supranacional, viva y definida, con sus fronteras, su territorio, su gobierno, su lengua, sus costumbres, su derecho, su carácter propio. [Tuvimos] ocasión de desarrollar este principio al comentar en números anteriores el monumental discurso del Papa Pío XII que acabamos de citar (números 8, 9, 11 y 12) [**]. Alemania es una nación, Francia otra, Italia otra. Si alguien quisiera fundirlas como quien arroja joyas de finísimo valor en un crisol, para transformarlas en un macizo lingote de oro, inexpresivo, anguloso, vulgar, no actuaría ciertamente de acuerdo con los designios de Dios, que creó un orden natural en el que la nación es una realidad indestructible. Por lo tanto, si la Federación Europea toma este camino, será más un mal que un bien. Debe ser ella protectora de las independencias nacionales y no la hidra devoradora de las naciones. Las autoridades federales deben existir para complementar la acción de los gobiernos nacionales en determinados asuntos de interés supranacional; nunca para eliminarlos. Su acción nunca puede estar dirigida a suprimir las características nacionales de alma y cultura, sino, en la medida de lo posible, a reforzarlas. Precisamente como en el Sacro Imperio, cuando cada nación podía desarrollarse, dentro de la órbita de los intereses legítimos y comunes de la Cristiandad, según su peculiar carácter, capacidad, condiciones, ambientes, etc.

Por otro lado, la estructura económica no debe alcanzar un nivel de planificación que pueda conducir a la supersocialización. Si el socialismo es un mal, su transposición al nivel del superestado sólo puede ser un mal aún mayor. En el Sacro Imperio Romano Germánico, impregnado de feudalismo, sano regionalismo, autonomismo municipal y autonomismo de grupo de las corporaciones, universidades, etc., este peligro no empezó a infiltrarse hasta que aparecieron las semillas del socialismo moderno con los legistas. Pero los legistas fueron siempre una excrecencia en la Cristiandad, y su influencia coincidió precisamente con el declive del verdadero ideal cristiano del Estado.

 Por último, permítasenos una declaración muy franca. Ninguna sociedad, sea doméstica, profesional, recreativa, sea Estado, Federación de Estados o Imperio mundial puede producir frutos estables y duraderos si ignora oficialmente al Hombre Dios, la Redención, el Evangelio, la Ley de Dios, la Santa Iglesia y el Papado. Ocasionalmente algunos de sus frutos pueden ser buenos. Pero si fueren buenos no serán duraderos, y si son malos, cuanto más duraderos más perjudiciales.

Si la Federación Europea se pusiese a la sombra de la Iglesia, fuese inspirada, animada, vivificada por Ella, ¿qué no se podría esperar? Pero, ignorando a la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, ¿qué se puede esperar de ella?

Sí, ¿qué podemos esperar de ella? Unos buenos frutos, que hay que notar y proteger por todos los medios, sin duda. Pero ¡qué justificado está esperar también otros frutos! Y si estos frutos son amargos, ¿cuánto se puede temer que nos acerquemos así a la República Universal cuya realización prepara la masonería desde hace tantos siglos?

 

¿No será una Federación Europea laica un paso hacia la república universal masónica?

 


NOTAS

[*] Este artículo fue publicado sin indicación de autor, siendo materia de la redacción de “Catolicismo”. Pero llevando en cuenta que estas materias eran meticulosamente revistas por el Prof. Plinio y que este artículo tiene su marca inconfundible, sea en el estilo, sea en la concatenación lógica de las ideas, y como quiera que en realidad es una conclusión de los cuatro artículos anteriores sobre Sociedad Orgánica como indicado abajo, los responsables de este sitio tienen por cierto que él fue el redactor de esta materia y a él se lo atribuyen. De cualquier modo, en habiendo alguna referencia concreta que lo contradice, agradeceríamos que nos informaran para hacer la oportuna corrección.

[**] Los artículos citados son:

N.º 8, Agosto de 1951 - EL CULTO CIEGO DEL NÚMERO EN LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

N.º 9, Septiembre de 1951 - EL MECANICISMO REVOLUCIONARIO Y EL CULTO AL NÚMERO 

N.º 11, Noviembre de 1951 - La sociedad cristiana y orgánica y la sociedad mecánica y pagana

N.º 12, Diciembre de 1951 - LA ESTRUCTURA SUPRANACIONAL  EN EL MAGISTERIO DE PÍO XII

 

[Traducción realizada con la versión gratuita del traductor www.DeepL.com/Translator]