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Carlomagno, según un grabado de Durero. El famoso
artista alemán supo representar con admirable precisión
lo que la historia nos cuenta sobre la personalidad del
gran emperador. Toda su fisonomía expresa la fuerza, el
poder, el hábito de dominar. Pero una fuerza que no nace
del desborde brutal de un temperamento efervescente,
sino de una elevada noción del derecho del bien. Su
poder es menos el de las armas que el del espíritu.
Majestuoso, entretanto está lleno de bondad. Hay en toda
su persona algo de sagrado: es el hombre providencial,
que estableció el Reino de Cristo en el orden temporal,
y fundó los cimientos de la civilización cristiana; es
el Emperador investido por el Papa con la misión
apostólica de ser por excelencia el paladino la Fe.
Carlomagno fue el primer realizador de la unidad
temporal de la Europa cristiana.
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Una de
las fechas más importantes de este siglo [XX] es, sin
duda, la reunión de París en la que los representantes
de Francia, Italia, Alemania Occidental y las pequeñas
potencias del grupo del Benelux —Bélgica, Holanda,
Luxemburgo— decidieron, en principio, constituir la
Federación Europea, con la formación de una única
entidad de Derecho Internacional Público y, en
consecuencia, de un gobierno común, que se sumaría, con
el carácter de superestructura, a los distintos
gobiernos nacionales.
Antes de
la última guerra mundial, cualquiera que concibiera un
plan semejante para el siglo XXI sería considerado un
soñador, y cualquiera que lo imaginara factible para
nuestra época, un débil mental. Europa seguía
incandescente con el odio franco-alemán que causó el
conflicto de 1914-1918 y que iba a jugar un papel
importante en el estallido de 1939-1945. Todas las
naciones europeas, de agitada vida cultural y económica,
marcadas aún en sus almas por los resentimientos, las
ambiciones y las rivalidades heredadas de los Tiempos
Modernos, parecían poco susceptibles de ser englobadas
en un conjunto político, por muy vago y suelto que fuera.
Haría falta la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y
el consiguiente desmantelamiento de la economía
de las naciones europeas para que, con el aliento de su
vida cultural agotado, y sometidas al riesgo inminente
—que ya dura siete años— de una nueva invasión de
bárbaros, las doctrinas unitarias encontraran un terreno
propicio, y el plan de una Federación Europea se hiciera
viable.
El
alcance de la fundación de los Estados Unidos de Europa
El
verdadero alcance de la formación de los Estados Unidos
de Europa fue bien definido por el Sr. Alcide De
Gasperi, Presidente del Consejo de Ministros de Italia,
quien equiparó este acontecimiento al acto por el que
las colonias inglesas de América del Norte se unieron
para constituir una Federación, y los cantones suizos
renunciaron a ser un conglomerado de naciones soberanas
para formar un Estado federal. El ejemplo norteamericano
es bien conocido. Inglaterra tenía trece colonias en
América del Norte, totalmente distintas entre sí y
directamente vinculadas a la metrópoli. Al
independizarse, debían constituir trece naciones
diferentes. Sin embargo, estas colonias prefirieron
unirse en una sola nación de carácter federativo.
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Congreso de Viena - firma de los acuerdos |
Menos conocido, pero igualmente significativo, es el ejemplo
suizo. Cuando, tras la caída definitiva de Napoleón en
1815, el Congreso de Viena reorganizó el mapa de Europa,
convirtió a Suiza, que era una nebulosa política formada
por numerosos pequeños cantones independientes, cada uno
de ellos dominado por su propia clase dirigente
—patriciado urbano o aristocracia rural—, en una
Confederación de 22 cantones perfectamente
independientes entre sí, y vinculados únicamente por un
“pacto federal” que, en definitiva, no era más que un
tratado de alianza y buena vecindad. Por tanto, Suiza
seguía sin ser un Estado, sino un conglomerado de
Estados. Esta situación sólo llegó a su fin cuando, tras
una serie de cruentas luchas, en las que las élites
locales reaccionaron contra la centralización, y los
católicos gloriosos de la “Sonderbund” trataron de
impedir la hegemonía protestante, se impusieron los
partidarios de la formación de un Estado suizo. Esto dio
lugar a la constitución suiza de 1843 que, sin suprimir
los cantones con sus gobiernos locales (a la manera de
los estados americanos o los brasileños) responsables de
la gestión de los asuntos locales, puso los intereses
comunes en manos de un gobierno central único y federal.
Se fundó la actual República Suiza.
En el
fenómeno americano, como en el suizo, está la marcha de
la independencia a la Federación. Los estados, antes
independientes entre sí, pasaron a ser simplemente
autónomos, dando paso a la absorción de las soberanías
locales por un gobierno central.
Es lo
que, según pudo expresar claramente el “premier”
italiano, se acaba de decidir en Europa. Entre Francia y
Alemania, Italia y Holanda, etc., no habrá en adelante
los abismos que han existido hasta ahora, sino sólo la
línea de demarcación de interés casi exclusivamente
administrativo que existe entre Ohio y
Massachusetts,
Rio [de Janeiro] y São Paulo, o Lucerna y Friburgo.
Como
puede verse, se trata de un evento inmenso. Son naciones
que desaparecen después de haber llenado el mundo y la
historia con el resplandor de su gloria... y un nuevo
Estado Federal que aparece, cuyo futuro no es fácil de
predecir.
Viabilidad del nuevo plan
El primer
obstáculo para la plena realización del plan —que de
momento sólo existe sobre el papel, como el Ejército del
Atlántico y otras cosas por el estilo— reside en una
probable guerra mundial. Nadie puede predecir lo que
sucederá con esta Federación en ciernes durante la
guerra y después de ella. Puede que se consolide
definitivamente, o que se consuma en el fuego, sin que
se note siquiera el rastro de sus cenizas.
Incluso
si nos abstraemos de la guerra, surgirán otras
dificultades. Una Federación que pretende
pasar la esponja sobre tantos
siglos de historia no puede, obviamente, ser construida
sólo por un grupo de políticos y hombres de gabinete,
mediante la firma de un tratado. Es necesaria una larga
campaña de propaganda entre los pueblos de la
federación, para que tomen conciencia de que, por encima
de los bloques nacionales en los que se sienten
integrados por lazos que están en la masa de la sangre y
son fáciles de percibir, hay un conjunto federal
abstracto, que no está en la masa de la sangre sino sólo
en la tinta con la que se ha escrito un tratado. Y hasta
que no se forme esta conciencia claro es que el nuevo
organismo no empezará a tener una vida natural y
real. Sin embargo, ahí no radica la verdadera
dificultad. El hombre contemporáneo, despersonalizado,
agotado, desorientado por la confusión reinante,
viviendo en la dependencia mental —a la que se entrega
tan gustosamente— de la prensa, la radio, la televisión,
[la internet, diríamos hoy], etc., puede ser fácilmente persuadido de cualquier cosa.
Hay técnicos que fabrican en sus almas “conciencias” de
cosas reales o irreales, que nunca estuvieron
efectivamente en la mente del público, con la facilidad
con la que los cirujanos injertan en un organismo humano
un trozo de carne, un dedo o un ojo que hasta ahora era
absolutamente extrínseco a él. El peligro reside más
bien en la formación de corrientes nacionalistas en
algunos países “federados”. Pero esto todavía no parece
factible. Una humanidad que cada día está más ávida de
alimentos, tranquilidad y placeres, no es naturalmente
propensa a entusiasmarse por sí misma a favor de un
nacionalismo de cualquier tipo...
Así,
resumiendo nuestra impresión, todo indica que, salvo
una guerra, ningún hecho natural detendrá el
establecimiento de la Federación. Tanto más cuanto
que sus dirigentes ya han declarado oficialmente que
sabrán caminar paso a paso, ensamblando poco a poco
las piezas del nuevo organismo, y partiendo
juiciosamente de los cimientos.
¿Es la Federación una novedad?
Si se
pregunta si la Federación es una novedad, la respuesta
debe ser negativa. Europa ya ha constituido, en otros
tiempos, un gran conjunto de carácter federal, al menos
en el sentido muy amplio y muy genérico de la palabra.
En 476,
el Imperio Romano de Occidente dejó de existir. El
territorio europeo, cubierto de hordas bárbaras, no
tenía Estados definidos con fronteras duraderas. Era
toda una efervescencia de salvajismo, que sólo se amainó
a medida que la acción de los grandes misioneros
aseguró, un poco en todas partes, una vigorosa
germinación de la semilla evangélica. A esta altura,
tornando las costumbres menos ásperas, la vida menos
incierta y turbulenta, la ignorancia menos espesa,
estaba constituido en Europa un gran conglomerado de
pueblos cristianos que, por encima de todas sus
diversidades naturales, estaban unidos por dos profundos
lazos comunes, nacidos de un gran amor y un gran
peligro:
a) —
sinceramente, profundamente cristianos, adorando por lo
tanto en espíritu y verdad (y no meramente de palabra y
rutina) a nuestro Señor Jesucristo, amaban y deseaban
verdaderamente practicar su Ley, y estaban convencidos
de su misión de extender el dominio de esta Ley hasta
los últimos confines de la tierra;
b) — como
fruto de esta fe coherente y robusta reinaba en todos
los espíritus una misma forma de concebir al hombre, la
familia, las relaciones sociales, el dolor, la alegría,
la gloria, la humildad, la inocencia, el pecado, la
enmienda, el perdón, la riqueza, el poder, la nobleza,
el valor, en una palabra, la vida;
c) — de ahí, también, una fuerte y sustancial unidad de cultura
y civilización, a pesar de la prodigiosa riqueza de
variantes locales en cada nación, en cada región y en
cada feudo o ciudad;
d) —
frente a la doble presión de los sarracenos que venían
de África, y de los paganos que venían del Este de
Europa, la idea de un inmenso riesgo común, en el que
todos debían ayudar a todos, para una victoria que sería
para todos.
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La
coronación del Emperador Carlomagno
(742-814) por el Papa León III (c.750-816)
en San Pedro, Roma, en 800 - Grandes
Chroniques de France, 1375-79 |
Todo
este conjunto de factores unificadores encontró su gran
catalizador en Carlomagno (742-814), que encarnó a
los ojos de sus contemporáneos el tipo ideal de soberano
cristiano, fuerte, valiente, sabio, justiciero y
paternal, profundamente amante de la paz, pero
invencible en la guerra, considerando su más alta misión
el poner la fuerza del Estado al servicio de la Iglesia
para mantener la Ley de Cristo en sus reinos, y defender
a la Cristiandad contra sus agresores. Este hombre
símbolo realizó sus ideales, y cuando León III, en el
año 800, en la Iglesia de Letrán, lo coronó Emperador
Romano de Occidente, dio el más alto remate a la obra
que Carlomagno estaba realizando: se constituyó un
gran Imperio, que abarcaba toda la Europa cristiana,
destinado sobre todo a mantener, defender y propagar la
Fe.
Este
Imperio duró desde el año 809 hasta el 911. En el año
962, el emperador Otón el Grande lo revivió, dando
origen al Sacro Imperio Romano Germánico. Así, con
diversas vicisitudes, de las cuales la más terrible fue
la trágica escisión del protestantismo y el estallido de
las tendencias nacionalistas en el siglo XVI, esta gran
institución se mantuvo, al menos teóricamente, hasta
1806, cuando Napoleón Bonaparte obligó a Francisco II,
el último emperador Romano Alemán, a aceptar la
extinción del Sacro Imperio y a asumir el simple título
de Emperador de Austria con el nombre de Francisco I.
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Corona
del Sacro Imperio (2.ª mitad del siglo X),
conservada actualmente en la Schatzkammer de
Viena. |
No
obstante ciertos períodos de crisis, el Sacro Imperio
tuvo grandes épocas de gloria, y su estructura sirvió
de hecho para expresar el ideal cristiano de una gran
familia de pueblos, unidos bajo la sombra maternal de la
Iglesia, para mantener la paz, la Fe, la moral, para
defender la Cristiandad, y para sostener en todo el
mundo la libre predicación del Evangelio.
¿Qué pensar de la Federación Europea?
Así, en
principio, se puede ver que la Iglesia no sólo
permite, sino que favorece de todo corazón las
superestructuras internacionales, siempre que propongan
un fin lícito. En esencia, pues, la idea de reunir a
los pueblos de Europa en un conjunto político bien
construido sólo merece aplausos.
Las
circunstancias del momento parecen hacer que la medida
sea especialmente oportuna. Frente a un enemigo exterior
común, luchando contra una crisis económica
internacional, nada podría ser más justo y encomiable
que todas las naciones de la Europa libre converjan para
luchar y vencer.
Pero
aprobar la idea en principio es una cosa.
Aprobarla incondicionalmente, sean cuales sean
sus aplicaciones prácticas, es otra. Y a esta
incondicionalidad no podemos llegar.
Vivimos
en una época de brutal estatalización. Todo está
centralizado, planificado, artificializado, tiranizado.
Si la Federación Europea sigue este camino, se alejará
de las sabias normas del discurso del Papa Pío XII a los
líderes del movimiento internacional a favor de una
Federación Mundial (ver
“Catolicismo” N.° 8).
En primer
lugar, hay que dejar claro que la Iglesia se opone a
la desaparición de tantas naciones para formar un todo
único. Cada nación puede y debe permanecer, dentro
de una estructura supranacional, viva y definida, con
sus fronteras, su territorio, su gobierno, su lengua,
sus costumbres, su derecho, su carácter propio.
[Tuvimos] ocasión de desarrollar este principio
al comentar en números anteriores el monumental discurso
del Papa Pío XII que acabamos de citar (números 8, 9, 11
y 12)
[**]. Alemania es una nación, Francia otra, Italia
otra. Si alguien quisiera fundirlas como quien
arroja joyas de finísimo valor en un crisol, para
transformarlas en un macizo lingote de oro, inexpresivo,
anguloso, vulgar, no actuaría ciertamente de acuerdo con
los designios de Dios, que creó un orden natural en el
que la nación es una realidad indestructible. Por lo
tanto, si la Federación Europea toma este camino, será
más un mal que un bien. Debe ser ella protectora de
las independencias nacionales y no la hidra devoradora
de las naciones. Las autoridades federales deben existir
para complementar la acción de los gobiernos nacionales
en determinados asuntos de interés supranacional; nunca
para eliminarlos. Su acción nunca puede estar dirigida a
suprimir las características nacionales de alma y
cultura, sino, en la medida de lo posible, a
reforzarlas. Precisamente como en el Sacro Imperio,
cuando cada nación podía desarrollarse, dentro de la
órbita de los intereses legítimos y comunes de la
Cristiandad, según su peculiar carácter, capacidad,
condiciones, ambientes, etc.
Por otro
lado, la estructura económica no debe alcanzar un nivel
de planificación que pueda conducir a la
supersocialización. Si el socialismo es un mal, su
transposición al nivel del superestado sólo puede ser un
mal aún mayor. En el Sacro Imperio Romano Germánico,
impregnado de feudalismo, sano regionalismo, autonomismo
municipal y autonomismo de grupo de las corporaciones,
universidades, etc., este peligro no empezó a
infiltrarse hasta que aparecieron las semillas del
socialismo moderno con los legistas. Pero los legistas
fueron siempre una excrecencia en la Cristiandad, y su
influencia coincidió precisamente con el declive del
verdadero ideal cristiano del Estado.
Por
último, permítasenos una declaración muy franca.
Ninguna sociedad, sea doméstica, profesional,
recreativa, sea Estado, Federación de Estados o Imperio
mundial puede producir frutos estables y duraderos si
ignora oficialmente al Hombre Dios, la Redención, el
Evangelio, la Ley de Dios, la Santa Iglesia y el Papado.
Ocasionalmente algunos de sus frutos pueden ser buenos.
Pero si fueren buenos no serán duraderos, y si son
malos, cuanto más duraderos más perjudiciales.
Si la
Federación Europea se pusiese a la sombra de la Iglesia,
fuese inspirada, animada, vivificada por Ella, ¿qué no
se podría esperar? Pero, ignorando a la Iglesia como
Cuerpo Místico de Cristo, ¿qué se puede esperar de ella?
Sí, ¿qué
podemos esperar de ella? Unos buenos frutos, que hay que
notar y proteger por todos los medios, sin duda. Pero
¡qué justificado está esperar también otros frutos! Y
si estos frutos son amargos, ¿cuánto se puede temer que
nos acerquemos así a la República Universal cuya
realización prepara la masonería desde hace tantos
siglos?
¿No será
una Federación Europea laica un paso hacia
la república universal masónica? |
NOTAS
[*]
Este
artículo fue publicado sin indicación de autor, siendo
materia de la redacción de “Catolicismo”. Pero llevando
en cuenta que estas materias eran meticulosamente
revistas por el Prof. Plinio y que este artículo tiene
su marca inconfundible, sea en el estilo, sea en la
concatenación lógica de las ideas, y como quiera que en
realidad es una conclusión de los cuatro artículos
anteriores sobre Sociedad Orgánica como indicado abajo,
los responsables de este sitio tienen por cierto
que él fue el redactor de esta materia y a él se lo
atribuyen. De cualquier modo, en habiendo alguna
referencia concreta que lo contradice, agradeceríamos
que nos informaran para hacer la oportuna corrección.
[**]
Los artículos citados son:
N.º 8, Agosto de
1951 - EL
CULTO CIEGO DEL NÚMERO EN LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA
N.º 9, Septiembre de 1951 - EL
MECANICISMO REVOLUCIONARIO Y EL CULTO AL NÚMERO
N.º 11, Noviembre de 1951 - La
sociedad cristiana y orgánica y la sociedad mecánica y
pagana
N.º 12, Diciembre de 1951 - LA
ESTRUCTURA SUPRANACIONAL EN EL MAGISTERIO DE PÍO XII
[Traducción realizada con la versión gratuita del
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