El éxito de la Unión Latina garantizará el triunfo de la
calidad
sobre la cantidad en la vida internacional
Concluimos hoy nuestros comentarios sobre el discurso
del Santo Padre a los dirigentes del Movimiento
Universal para una Confederación Mundial (Ver
“Catolicismo”
Nº 8 - agosto de 1951,
Nº 9 - septiembre de
1951 y
Nº 11 - noviembre de 1951 respectivamente).
Veamos cómo se sitúa, en el discurso, el problema de la
organización jurídica de la sociedad internacional.
En sus líneas teóricas generales, los términos de este
problema son muy claros.
Los términos del problema
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Trajes típicos de Evolène,
en el Valle de Hérens - Cantón de
Valais, Suiza. |
En todos los hombres notamos dos tipos de atributos.
Algunos son inherentes a su propia naturaleza, y
constituyen aquello por lo que no son ni plantas, ni
piedras, ni Ángeles. Evidentemente, estos atributos son
comunes a todos los hombres. Otros, por el contrario,
son propios de ciertas naciones. Así, por ejemplo, los
rasgos distintivos del francés no son en absoluto los
del alemán. En cada país, a su vez, las distintas
regiones tienen, además de las características
nacionales, otras que les son propias. Así, en Italia,
entre el florentino y el siciliano, ¡cuántas diferencias
se pueden señalar! Finalmente, en cada provincia la
ciudad, en cada ciudad la familia, en cada familia —a
veces— la rama, en cada rama el individuo tiene sus
características espirituales y físicas inconfundibles.
Así, cada individuo, como miembro de una serie de grupos
concéntricos que se extienden desde el hogar hasta la
sociedad internacional, tiene, por así decirlo, varios
rasgos de personalidad, cada uno de ellos susceptible de
un desarrollo propio, que van desde los rasgos genéricos
y comunes de toda la humanidad hasta las menores
minucias del carácter personal de cada individuo.
La cuestión es si todas estas características son
conformes e inherentes a la naturaleza humana, o si son
extrínsecas a ella y contrarias a su verdadera dignidad.
En la primera hipótesis, las naciones, regiones y
municipios deben subsistir como todos espirituales y
morales bien definidos, con su propia cultura,
civilización y gobierno. Si no, deben desaparecer y
fundirse en uno solo todo.
Este es el quid del problema.
La diversidad de opiniones, de instituciones, de
costumbres, de formas de ser, muy considerable entre las
naciones de antaño, los dialectos, los bailes regionales,
los trajes, las costumbres, las manifestaciones
artísticas de cada provincia o zona van desapareciendo a
ojos vistos. ¿Es esto un mal o un bien? La técnica
industrial moderna, basada en la máquina estrictamente
impersonal, inexorablemente anónima, inflexiblemente
uniforme en toda su producción, ha conducido a la
estandarización de todos los objetos de uso individual,
y tiende a sofocar, en una escala cada vez mayor, las
manifestaciones de la personalidad del hombre
contemporáneo. ¿Esto es serio? ¿O no es más que una
nimiedad? En definitiva, ¿pueden todos los pueblos y
naciones fundirse en un solo pueblo universal, en una
sola Patria común? En este caso, ¿sería posible
constituir, no tanto un supergobierno mundial (es decir,
un gobierno con una esfera de acción superior a los
gobiernos locales, pero que dejara vivir a los demás),
sino un único gobierno universal bajo el cual todas las
autoridades locales no fueran más que administrativas? ¿Sería
esto útil, se ajustaría al orden natural de las cosas?
Todos estos problemas dependen esencialmente de la
cuestión preliminar. Esto es suficiente para mostrar
toda la importancia de ésta.
La actualidad del problema
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Proclamación del rei de Prussia Guillermo I
como Emperador Alemán, en Versalles
[Anton von Werner, 1885] |
Su actualidad no es menor. Desde el siglo XIV, comenzó a
gestarse con la caída del feudalismo y la germinación
del Estado moderno, una poderosa tendencia unificadora.
Así, poco a poco, las regiones, con la decadencia de la
autoridad feudal intrínsecamente local, pasaron al pleno
dominio de las coronas que actuaron como fuerzas
esencialmente centralistas. Por otra parte, un gran
número de estados se reunieron bajo un mismo cetro como
resultado de guerras o sucesiones dinásticas: León
(siglo XII), Granada (siglo XV), Aragón (siglo XV), la
Navarra española (siglo XVI) a Castilla; Irlanda (siglo
XII) y Escocia (siglo XVII) a Inglaterra; los Países
Bajos (siglo XV), Bohemia (siglo XVI), Hungría (siglo
XVII), etc. a la Casa de Austria.
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Brecha
de la Puerta Pía - Toma de Roma en 1870 -
Litografía de época |
Cuando, en 1789, dejó de existir la época moderna y se
inauguró la contemporánea, este proceso de aglutinación
había avanzado enormemente en todos los países.
Ciertamente existía una Navarra con instituciones y
costumbres propias, teóricamente independiente, y
vinculada a Francia por la mera circunstancia de que su
Rey era también Rey de Francia. Pero esto era tan
teórico que a la Revolución le bastó un solo golpe, por
así decirlo, para fusionar Navarra (y a fortiori
meros feudos como Bretaña) con Francia, para formar un
estado macizo, como una barra de acero, que es la
Francia de hoy. En este sentido, fue Francia una
precursora.
En el siglo XIX, la centralización política y
administrativa se acentuó en todos los estados europeos,
donde reinos teóricamente existentes como el de los
Algarves, los “de las Españas”, se fusionaron con la
misma facilidad con la que se fusionó Navarra en el
siglo XVIII. Y, al mismo tiempo, dos grandes movimientos
unificadores transformaron dos grandes naciones en
Estados compactos: Alemania, que pasó de mera
“Confederación Germánica” a Imperio en 1870, e Italia,
en la que se amalgamaron Piamonte, Lombardía, Véneto,
Toscana, el Reino de las Dos Sicilias y, finalmente, con
la toma de Roma también en 1870, los Estados
Pontificios.
Es cierto que, en sentido contrario, se produjo cierta
descentralización en el mapa europeo durante el siglo
XIX, bajo la presión del principio de las nacionalidades
y otros factores: del Imperio Otomano se separaron
varias monarquías cristianas (1829-1878), Grecia,
Bulgaria, Montenegro, Serbia, Rumanía; ya a principios
del siglo XX, en 1905, Noruega se separó de Suecia para
formar un reino independiente; en 1830 Bélgica se
constituyó como un estado distinto de Holanda y Francia;
la monarquía austro-húngara se disolvió tras la Primera
Guerra Mundial en numerosas repúblicas soberanas,
Austria, Hungría, Checoslovaquia, y parte de su
territorio se incorporó a Yugoslavia; Serbia más
Montenegro, etc. a la resucitada Polonia.
Sin embargo, de los dos fenómenos, el centralizador y el
descentralizador, el primero resultó ser duradero y el
segundo efímero. De hecho, tras los tratados de paz de
1918, ningún Estado volvió a desmembrarse y, en sentido
contrario, se produjo un movimiento de agrupación cada
vez más pronunciado entre los países más pequeños. Este
movimiento se hizo especialmente claro después de la
última guerra. Algunos pequeños Estados, al constatar la
insuficiencia de sus recursos económicos militares
dentro de la gran tragedia contemporánea, se han visto
abocados a unirse para constituir un organismo supraestatal más eficaz. El ejemplo más característico
es el “Benelux”, formado por Bélgica, Holanda y
Luxemburgo. Los países bálticos —Suecia, Noruega,
Dinamarca y Finlandia— también tienden a formar una
unión similar a la del Benelux. Menos cercana, pero
mucho más importante es la construcción de la
organización a que se proyecta dar el nombre de “Estados
Unidos de Europa”. Churchill dedicó a la realización de
esta empresa gran parte del ocio que le proporcionó su
reciente ostracismo; y todo hace pensar que su ascenso
al poder acelerará considerablemente los estudios, las
negociaciones destinadas a tal fin. Por otra parte, la
Liga Árabe se está constituyendo en una poderosa
federación en África y Asia. Y la Unión Latina,
inaugurada oportunamente en Río de Janeiro, es una
semilla que parece rica en frutos de sentido
federalista.
En contraste con estos triunfos unitaristas se podría
mencionar, por supuesto, el aparente fracaso de los dos
grandes intentos de formar un superestado, a saber, la
Sociedad de Naciones y la ONU. Sin embargo, nadie
advierte que el superestado está de hecho en proceso de
realización, aunque de otra manera. De hecho, todas las
naciones del mundo están amalgamadas en dos grandes
bloques hostiles, y cada uno de estos bloques asume cada
vez más claramente el “encanto” del superestado en
relación con los pueblos que le componen. A medida que
dura la paz armada, estos dos bloques ganan en cohesión
y homogeneidad. Una vez que estalle la guerra, el bloque
victorioso se apoderará del bloque vencido, y el mundo
entero se unificará bajo el férreo dominio de la nación
líder del bloque victorioso. Así, con la ONU, sin ella,
contra ella incluso si fuera necesario, los
acontecimientos nos llevarían a la unificación.
En resumen:
a) el regionalismo
del Estado antiguo fue sustituido por
el centralismo del Estado moderno;
b) las pequeñas naciones se fusionaron para formar
grandes estados, formando grandes bloques
internacionales;
c) las naciones de una misma raza o de un mismo
continente tienden a formar inmensos bloques
federativos;
d) el mundo entero, a su vez, ya está dividido en dos
grandes huestes. Después de la guerra, la nación líder
de la hueste victoriosa dominará, y bajo su dominio
unificará el mundo, si no intervienen otras
circunstancias.
Frente a este movimiento varias veces secular, poderoso,
universal y de gran actualidad, se trata de fijar la
posición del pensamiento católico.
Esto es suficiente para demostrar la actualidad y la
importancia del problema sobre el que se pronunció el
discurso pontificio.
La posición de la Iglesia
¿Cuál es la posición católica ante este problema? ¿Se
opone la Iglesia a este movimiento?
Sí y no, nos dice la alocución pontificia. Por un lado,
reconoce que la existencia de un órgano supranacional
destinado a mantener y defender los principios del
Derecho Internacional, y a trabajar por el bien de los
pueblos, es plenamente conforme con el orden natural, y
por tanto altamente deseable.
Sin embargo, por otro lado, muestra que la estructura de
este organismo no le es indiferente. Si fuere
centralizador, si pues implicar en la destrucción de
todas las naciones, la Iglesia se opondrá. Pero si
respetare la existencia y los derechos de todos los
pueblos, la Iglesia lo aprobará.
¿En qué consisten precisamente esa existencia y esos
derechos?
La existencia plena de los pueblos
|
Nuestra Señora de Dong Lu o de la Liberación,
proclamada "Emperatriz de China" en 1924. El
santuario de Dong Lu, fiel a Roma, hace
parte de la llamada "Iglesia Subterránea". |
Un pueblo existe normal y plenamente cuando tiene alma
propia y suficiente libertad para estructurar de acuerdo
con esa alma sus instituciones, costumbres, cultura y
modo de vida. Así pues, una organización mundial
no debería tener como objetivo destruir las características
nacionales o regionales. Por el contrario, debería
ver en ellos verdaderos tesoros del humanismo (en el
buen sentido de este complejo término) y, por
tanto, debería protegerlos con todas sus fuerzas. Un
ejemplo de esta sabia actitud es la propia Iglesia.
En su seno todos los pueblos conviven pacíficamente. La
Iglesia, como buena Madre que es, desea reunirlos.
Pero una madre no reúne a sus hijos destruyendo sus
características psicológicas y su personalidad. Los
educa de tal manera que, con la personalidad de cada uno
recta y plenamente desarrollada, se entiendan
perfectamente. Por eso, si la Iglesia se esfuerza por
hacer que todos los pueblos se amen, no quiere que el
suizo, el chino, el escocés, el turco, sean menos
característicamente nacionales de lo que son. Toda
organización supranacional digna de ese nombre debe
hacer lo mismo. Esta es la manera de respetar el derecho
de existencia de todos los pueblos. Este derecho, además,
no es ilimitado. De las características nacionales, hay
algunas que no se pueden respetar y que una organización
supranacional debería estar en condiciones de proscribir.
Son aquellas que contrarían a los principios de la moral
natural y cristiana, como la costumbre de ciertos
salvajes de enterrar vivos a algunos de sus hijos.
La
independencia de las naciones
En cuanto a los derechos de un pueblo, es fácil
definirlos, al menos en teoría. Hay un principio muy
importante de la doctrina católica que se aplica aquí en
toda su plenitud. Es el de la subsidiariedad.
Normalmente, cada individuo debe hacer por sí mismo lo
que esté en su competencia. La familia existe para hacer
lo que el hombre aisladamente no puede hacer. El
municipio existe para hacer lo que las familias no
pueden hacer. La provincia existe para suplir a los
municipios. Y el Estado para suplir a las provincias.
Así, la familia es subsidiaria con relación a los
individuos, y así sucesivamente hasta el Estado.
Cada una de estas entidades tiene como propósito, no
matar o absorber a las entidades de carácter inferior,
sino favorecerlas. Así, la familia hará todo lo posible
por aumentar la individualidad y la capacidad de acción
de cada uno de sus miembros. Y así, la provincia debe
ser celosa de respetar la esfera de los municipios y
ayudarlos a desarrollar al máximo su actividad normal;
el país tiene el mismo deber hacia las provincias. Y, en
consecuencia, el organismo supranacional debe actuar
única y exclusivamente en una esfera que trascienda los
intereses peculiares de cada Estado y se sitúe en el
plano más elevado del bien común de todos ellos.
En este sentido, la Iglesia aprobaría un organismo
supranacional. Pero no si se identifica con la
dominación absoluta de un pueblo sobre los demás y la
absorción de todos los Estados en uno solo.
Número y calidad
Hay otra lección importante en el documento pontificio.
Se refiere a la forma en que las naciones deben estar
representadas en la organización supraestatal.
En efecto, el Sumo Pontífice demuestra que las
consideraciones meramente numéricas no son suficientes.
Estas consideraciones, en las que se basa enteramente el
régimen representativo contemporáneo, han llevado el
Estado hodierno al fracaso. Sería un error muy grave
convertirlos en la base del organismo supraestatal.
Y, efectivamente, Irak tiene más habitantes que Suiza;
Asia más naciones que Europa. Si se tiene en cuenta
exclusivamente la fuerza del número —número de
individuos o número de Estados— la dirección del mundo
se alejará de las naciones más cultas y se trasladará a
las más atrasadas.
Pero hay otro tipo de consideraciones numéricas que
tampoco pueden prevalecer [aquí faltan párrafos en la
publicación original].
En otros términos, Estados Unidos y la URSS están a la
cabeza de los dos bloques mundiales. En caso de guerra,
deseamos de todo corazón que los estadounidenses
derroten a los soviéticos en todos los ámbitos. A pesar
de ello, queremos afirmar que ni Norteamérica ni Rusia
están en condiciones de liderar sus respectivos bloques.
Rusia, por razones obvias. Estados Unidos por dos
razones. En primer lugar, porque en un bloque formado
por latinos y anglosajones no hay razón para que tengan
el liderazgo. Y si les toca a los anglosajones, mejor
que les toque a los británicos, que son superiores en
casi todo cuanto no sea numérico.
Todas estas consideraciones nos llevan a saludar con
efusiva simpatía a la Unión Latina creada en Río. Y con
este saludo cerramos este comentario.
[Traducción realizada con la versión gratuita del
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