La actitud católica frente a la muerte
y la
concepción materialista de la vida
|
Velatorio de Juan Larra,
Deleitosa, Extremadura, España,
1951 |
“He
aquí os digo un Misterio: todos
ciertamente resucitaremos, mas no
todos seremos mudados.
En un
momento, en un abrir de ojo, en la
final trompeta: pues la trompeta
sonará, y los muertos resucitarán
incorruptibles: y nosotros seremos
mudados.
Porque
es necesario, que esto corruptible
se vista de incorruptibilidad: y
esto que es mortal, se vista de
inmortalidad.
Y
cuando esto, que es mortal, fuere
revestido de inmortalidad, entonces
se cumplirá la palabra que está
escrita: Tragada ha sido la muerte en la
victoria
. |
El temor, un temor de pánico,
que en vista de la sepultura
convulsiona todo el ser,
perturba toda lucidez, destruye
toda valentía |
Con estas
magníficas palabras,
San Pablo (1 Cor
15, 51-54) anuncia a las gentes la buena
nueva de la resurrección de la carne
[2].
Nuestra
ilustración representa a piadosas
mujeres velando un cadáver en una
pequeña aldea de la España católica.
Están consternadas por el dolor de la
separación. Pero en su sufrimiento no
hay desesperación, ni acidez, ni
rebeldía. Una atmósfera de serena
conformidad, suave resignación y oración
recogida domina el ambiente. Se trata de
un verdadero hogar cristiano; y en todos
los rincones del universo, donde quiera
que haya un hogar cristiano rico o
pobre, herido por la muerte, la
atmósfera será siempre esta. Los
verdaderos hijos de la Iglesia, en
efecto, creen en la resurrección de la
carne y saben que por la Redención del
género humano “la muerte ha sido
destruida por la victoria”.
Frente a la muerte, dos actitudes
extremas
El
espíritu del mundo no comprende estas
cosas, y por eso adopta con relación a
la muerte actitudes completamente
diferentes de la que es propia del
genuino católico. En la raíz de todo, el
temor, un temor de pánico, que en vista
de la sepultura convulsiona todo el ser,
perturba toda lucidez, destruye toda
valentía.
Las
miserias grandes y pequeñas que este
terror ocasiona son casi incontables: el
recelo de acudir al médico, y allí
recibir un diagnóstico amenazador; el
miedo de hacer testamento; el horror de
presenciar la agonía de alguien; el
desagrado profundo de participar de
funerales, de usar luto, y hasta de dar
pésames; son fenómenos nerviosos
confesados o inconfesados, y tan
generalizados que sería superfluo
insistir sobre ellos.
|
El dolor, Émile Friant, 1898 –
Museo de Bellas Artes de Nancy,
Francia |
Otro
aspecto del terror a la muerte está
presente en los cuidados exagerados con
la salud, en el miedo al envejecimiento,
en la propensión de cada uno a
desestimar su propia edad. Y así se va
llegando hasta el momento ineludible.
Cuando al fin los dedos de la muerte
posan sobre alguien, y lo llevan sin
disimulo hacia el gran y último viaje,
estas miserias se acentúan aún más.
Cuántas veces el enfermo —contando con
la complicidad de médicos y amigos—
intenta engañarse hasta el final sobre
la gravedad de su propia condición.
Cuando no hay más remedio que reconocer
que los instantes supremos han llegado,
el enfermo no tiene el valor de mirar
hacia adelante, al ocaso que lo va
envolviendo, a la oscuridad que se
aproxima y prefiere volverse hacia el
pasado: son las despedidas
interminables, las reminiscencias, los
últimos regalos, etc. Hasta que el
desenlace final sobreviene, arrastrando
todo en su vorágine.
El hecho
está consumado, la muerte irrumpió en el
hogar, ahora le corresponde a los vivos
tomar una actitud frente a ella. Los que
tenían un sincero afecto por el difunto
desfallecen, se agitan, se rebelan. Son
los llantos trágicos, los gritos
lancinantes, las postraciones profundas
y sin remedio. Otros, al contrario,
huyen despavoridos, procurando olvidar
al muerto para huir del recuerdo que la
muerte trae.
Son los
espíritus que se pierden
intencionalmente en los pormenores
sociales de los funerales y del luto,
que abrevian tanto cuanto sea posible la
presencia del cadáver en casa, que
“simplifican” de todos los modos las
honras fúnebres, para que pasen rápidas
y sin dejar vestigio. Entre estas dos
actitudes extremas, ¡qué diferente es la
posición del católico!
La Iglesia justifica nuestro dolor y a
él se asocia
La Iglesia
nos enseña que la muerte es un castigo
impuesto por Dios a los hombres, a
consecuencia del pecado original. Es
propio del castigo producir aflicción y
dolor. Como Dios es infinitamente sabio
y poderoso, y hace con perfección todas
sus obras, este castigo instituido por
Él ha de ser necesariamente capaz de
producir mucha aflicción y mucho dolor.
Fue de esto ejemplo supremo la muerte
voluntaria de nuestro Salvador —
sumamente aflictiva, inefablemente
dolorosa. Los instintos humanos
retroceden frente a la aflicción y al
dolor, y es natural que se aterroricen
frente a la muerte.
Cuando no hay más remedio que
reconocer que los instantes
supremos llegaron, el enfermo no
tiene el valor de mirar hacia
adelante, para el ocaso que lo
va envolviendo, para la
oscuridad que se aproxima y
prefiere volverse hacia el
pasado... |
Muchos
santos murieron inundados de
consolaciones sobrenaturales, aceptando
la muerte con más placer del que otros
aceptan honras o riquezas. Son
verdaderos milagros de la gracia, en que
la unción sobrenatural es tan intensa
que, por así decir, suspende los
estertores de la naturaleza. El común de
los hombres no está en ese caso, pues
mueren con miedo y con dolor.
Si la
muerte hace sufrir, es legítimo que
participen del dolor los que aman al
finado, y la Iglesia siempre aprobó las
costumbres sociales tendientes a rodear
la muerte con las manifestaciones
exteriores del dolor. Por eso la
liturgia para los difuntos asume todas
las señales de la tristeza. Siendo Ella
la maestra y la propia fuente de la
inmortalidad, no desdeña participar de
nuestras lágrimas y revestirse de
nuestro luto.
Los
paramentos del sacerdote son negros,
negro es el tejido sobre el cual se dan
las absoluciones, y la música de la
liturgia de los difuntos canta con
poderosa fuerza de expresión el dolor de
los hombres frente a la muerte. Los
textos litúrgicos suenan en unísono con
nuestros gemidos. Como maestra, la
Iglesia justifica nuestro dolor; como
madre, a él se asocia. Por eso también
incita a que la caridad de los fieles se
manifieste generosamente a propósito de
la muerte.
Tradicionales costumbres luctuosas
La muerte voluntaria de nuestro
Salvador fue sumamente
aflictiva, inefablemente
dolorosa como ejemplo para
nosotros. Los instintos humanos
retroceden frente a la aflicción
y al dolor, y es natural que se
aterroricen frente a la muerte |
Velar los
cadáveres, participar de los funerales,
visitar a las familias enlutadas,
comparecer a la misa en sufragio por el
alma del difunto… son actos que muy
frecuentemente se practican hoy con un
espíritu absolutamente mundano y
naturalista. No deben ser abolidos estos
actos, que en sí mismos son excelentes y
rigurosamente coherentes con lo que la
Iglesia enseña a respecto de la muerte.
Lo que debe ser abolido es ese espíritu
naturalista y mundano.
En los
siglos de civilización cristiana, las
costumbres sociales, lentamente
constituidas bajo el soplo del espíritu
católico, fueron dando forma y expresión
a todas estas ideas. De ahí el luto, que
los pueblos occidentales usan con el
color negro, al juzgar que este color
sirve para expresar el dolor, y de hecho
eso tiene algún fundamento.
Pero, se
puede preguntar, ¿será necesario
“reglamentar el luto”, de modo que las
costumbres impongan un plazo determinado
y determinada forma de luto para los
viudos, padres, hijos y demás parientes?
¿No sería mucho más expresivo dejar la
duración del luto confiada al
sentimiento de cada uno? En los siglos
de civilización cristiana, el consenso
general juzgó de otro modo y con razón.
Porque, si vivimos en sociedad, debemos
explicaciones de nuestros actos al
próximo, y es justo que expresemos a los
demás el pesar que legítimamente
sentimos por su muerte. Si no
manifestamos este pesar, dejamos
trasparecer una indiferencia que
redundaría en desdoro para nosotros o
para el difunto.
Los pueblos occidentales usan el
color negro como símbolo de
luto, al juzgar que este color
sirve para expresar el dolor |
Por un
tácito y general consenso, es bueno que
se fije un plazo mínimo para el duelo.
Siempre tendrá algo de arbitrario, pero
debe ser tal que después de este periodo
nadie tenga miedo de dejarlo sin faltar
a la decencia. Claro está que las
costumbres imponían un plazo mínimo,
pero no censuraban a quien quisiera
llevar el luto más allá de ese plazo. En
cualquier caso, la compostura que el
cristiano debe mantener en toda su
conducta estaba resguardada.
|
La familia real holandesa
durante el funeral del príncipe
Juan Friso, hijo de la reina
Beatriz (primera a la derecha),
en agosto de 2013 |
Según
nuestras costumbres tradicionales, los
funerales no se revestían apenas de
señales de dolor, sino también de pompa.
El más pobre de los entierros tenía
siempre algo de grandioso, hasta en su
propia sencillez. Nada más razonable,
pues un hombre vale mucho, por menos que
lo haga en la escala social. Criatura de
Dios — más aún, hijo de Dios por el
bautismo — él fue creado para la gloria
inmortal. Justo es que esta fundamental
dignidad del hombre, encubierta tantas
veces por las vicisitudes de la vida,
sea resaltada en el momento de la
muerte, es decir, en el momento en que
todos, grandes y pequeños, pierden todo
cuanto poseen, y quedan reducidos a la
mera condición esencial e inalienable de
hombres y de hijos de la Iglesia.
Siendo la
muerte un castigo de Dios, participa de
algún modo de la majestad del propio
Dios, está puesta en los umbrales de la
eternidad. Tales umbrales son tan
inmensos, que en vista de ellos todo
cuanto es grandeza humana queda reducido
a polvo. ¿Hay algo más majestuoso que la
muerte? ¿Y algo más digno de ser
destacado con pompa?
Según nuestras costumbres
tradicionales, los funerales no
se revestían apenas de señales
de dolor, sino también de pompa.
El más pobre de los entierros
tenía siempre algo de grandioso,
hasta en su propia sencillez. |
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Cortejo fúnebre en el interior
de Inglaterra, a comienzos del
siglo XX |
Manifestar dolor, pero
con resignación y esperanza
|
Monumento funerario en un
cementerio de los Estados Unidos |
En el
siglo XIX, todo impregnado de
romanticismo, parecía que había alguna
complacencia con el dolor. Por eso, sin
mayor dificultad se mantuvieron las
costumbres cristianas referentes a la
muerte y a los funerales. En muchos
sentidos, hasta se exageraba. En la
literatura, en la música, en el arte, en
el modo de vivir del siglo XIX, el dolor
se expresó muchas veces con una nota de
desgarradora tragedia, desesperación,
rebeldía, que desentona de las
enseñanzas de la Iglesia. La Iglesia
aprobó siempre que se llorase la muerte,
pero como una separación temporal que
terminaría con un feliz reencuentro en
la bienaventuranza eterna.
En el siglo XIX, un siglo sin
fe, se veían las sombras de la
muerte, pero no se querían ver
más allá de esas sombras los
destellos de la resurrección y
del cielo. De ahí la nota de
tragedia y desesperación en
materia funeraria, tan frecuente
entonces. |
Era un
dolor sentido, sí, pero lleno de
esperanza, consolación, resignación,
pues una cosa es una separación
temporal, otra una separación
definitiva. En el siglo XIX, un siglo
sin fe, se veían las sombras de la
muerte, pero no se querían ver más allá
de esas sombras los destellos de la
resurrección y del cielo. De ahí la nota
de tragedia y desesperación en materia
funeraria, tan frecuente entonces.
Nadie
consigue encarar detenidamente la muerte
por mucho tiempo cuando no tiene fe. Fue
lo que sucedió a los hombres. Perdida la
fe en el siglo XIX, en el siglo XX
comenzaron a desviar el rostro de la
muerte. De ahí una tendencia a
restringir la solemnidad, alejándola de
todo lo que concierne a la muerte.
Tristes costumbres modernas para olvidar
la tristeza
|
Renard Matthews, asesinado en
Nueva Orleans a la edad de
dieciocho años. En su funeral,
la familia decidió sentarlo en
una silla, haciendo lo que más
le gustaba: sostiene en las
manos un control de videojuegos
y está “viendo” un partido de
basket por televisión, de su
equipo favorito. |
Otrora los
cadáveres eran velados en casa por
veinticuatro horas; hoy a veces no se
completan doce. Otrora se revestía de
paños negros toda la sala en que el
cadáver quedaba expuesto; hoy esta
costumbre tiende a desaparecer, y muchas
familias prefieren no hacer en casa la
exposición del cuerpo. Otrora el dolor
tenía la libertad de manifestarse en la
cámara ardiente, dentro de los límites
de la dignidad y de la compostura; hoy
es de buen gusto ahogar en público,
tanto cuanto posible, la manifestación
de los sentimientos, y de encerrarse en
el cuarto los que desean llorar. Otrora
se enviaban flores, costumbre que llegó
hasta cierta exageración; hoy se tiende
a abolir este modo de testimoniar
nostalgias. Otrora se iba al entierro
con traje de solemnidad, que para los
hombres era el frac; hoy sirve cualquier
traje común. Otrora los carros
funerarios eran jalados a caballo,
costumbre que se conservó por muchos
años después de la introducción del
automóvil en la vida civil; más tarde el
uso del automóvil se volvió exclusivo, y
la forma de este fue evolucionando hasta
tomar el aspecto de un repartidor de
mercadería. Otrora el luto era largo y
muy visible; hoy es rápido y reducido.
El punto
extremo de esta transformación fue
alcanzado en un país —al menos en
algunas regiones— en que los cadáveres
son pintados como si estuvieran vivos,
arreglados como para una fiesta y
sentados en actitud normal en el living de
la casa. Se reúnen los amigos, alguien
ejecuta algunas músicas suaves, después
van todos a un lindo jardín que sirve de
cementerio. El muerto, envuelto en un
paño de color verde, risueñamente verde,
baja a la tumba… cuando no es cremado. Y
está terminado el funeral. Del luto, ni
se hable.
* * *
¿Por qué
hicimos esta larga digresión sobre la
muerte? Porque, en cierto sentido, lo
que hay de más importante en la vida es
la muerte.
Mientras
los hombres no tengan una actitud recta,
equilibrada y cristiana frente a la
muerte, no serán capaces de tener una
actitud recta, cristiana y equilibrada
frente a la vida.
NOTAS
[1]
Traducción y adaptación por "El
Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe".
Títulos intermedios y demás fotos que no la
primera introducidas por el traductor.
[2]
Traducción de la Vulgata conforme a: "La
Biblia Vulgata Latina. Traducida al español
y anotada conforme al sentido de los Santos
Padres y expositores católicos por el
Ilustrísimo Señor Obispo de Segovia, Don Phelipe Scio de San Miguel", Tomo III -
Madrid, 1816 - Imprenta de Sancha.
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