PÍO XII HABLA AL CONGRESO
PRO-CONFEDERACIÓN MUNDIAL
Esta hoja
publica hoy la alocución del Santo Padre Pío XII a los
líderes del “Movimiento Universal por una Confederación
Mundial”. Este documento contiene, en su concisión,
declaraciones y enseñanzas capaces de guiar a los
católicos en asuntos de la mayor relevancia hoy en día.
Por lo tanto, queremos dedicar este artículo a comentar
algunos de sus temas.
* * *
Una
cierta mentalidad muy extendida hoy en día, y que
podríamos llamar “democratismo optimista”, ve del
siguiente modo una estructuración ideal para el mundo
futuro:
a.
constituciones políticas que aseguren la electividad
y temporalidad de las funciones legislativas y
ejecutivas, la vitaliceidad, inamovilidad e
irreductibilidad de los salarios de los miembros de
la judicatura. Esto asegurará la plena igualdad de
todos los ciudadanos, la omnipotencia de la opinión
pública, la independencia de los magistrados;
b.
completando estas medidas, el voto secreto y el
sufragio universal y directo. El votante no sufrirá
la presión de los poderosos, y podrá depositar en
las urnas un voto totalmente libre, que será la fiel
expresión de su sabiduría y patriotismo. La función
de votar no estará reservada a las pequeñas elites
de aristócratas, plutócratas o intelectuales, ya que
pertenecerá a toda la masa de los trabajadores, La
nación se gobernará a sí misma, sin correr el riesgo
de que los asuntos públicos sean sacrificados por
pequeños grupos cuyos intereses sean contrarios al
bien común;
c.
cómo, en último análisis, el gobierno le tocará a la
masa, y ella será la verdadera soberana, el ideal de
la libertad humana estará asegurado. Porque un
pueblo soberano es necesariamente libre, y no hay
una expresión más completa de libertad que la
soberanía, que es el poder supremo para hacer lo que
uno quiera. Por otro lado, en el recuento
estrictamente matemático de los votos, el ideal de
la igualdad humana triunfará. Ningún privilegio
asegurará al sufragio de un ciudadano mayor peso que
el de otro. Todos podrán influir por igual en los
destinos de la Patria, iguales en derechos y deberes,
como en el amor y la solicitud por los intereses de
la Patria;
d.
un sistema tan capaz de armonizar y disciplinar la
vida social debe, por fuerza, producir los mejores
efectos si se aplica en la vida internacional. Cada
nación nombraría para un super-parlamento mundial un
grupo parlamentario proporcional al número de sus
habitantes. Los miembros del super-parlamento
elegirían por voto secreto y directo al Presidente
de la República Mundial. Se designarían —posiblemente
por acción conjunta del Presidente de la República
Mundial y del super-parlamento— los titulares del
Poder Judicial Universal. Las naciones serían libres
e iguales entre sí en el mismo sentido y en la misma
medida que los individuos en la estructura
democrática interna de cada pueblo. Así, la libertad
y la igualdad estarían aseguradas, las luchas
desaparecerían, ya que el hombre sólo lucha cuando
está oprimido, o cuando le humilla alguna
desigualdad. La fraternidad nacería necesariamente
de la conjunción de dos principios tan sabios y
sagrados. Libertad, Igualdad, Fraternidad, ¿no es
este precisamente el sueño del mundo, desde la
Revolución Francesa?
[1]
¿No resumen estas palabras
todas las aspiraciones de una humanidad ansiosa de
encontrar la paz y el bienestar definitivos por fin?
¿No son éstos los medios en los que, desde hace más
de ciento cincuenta años, los hombres depositan lo
mejor de su confianza para realizar sus ideales de
felicidad y dignidad? ¿No deberíamos entonces
admitir que esta es la solución a los problemas del
mundo contemporáneo?
Es
probable que muchos lectores encuentren en esta
formulación de principios la expresión misma de su
mentalidad. La mayoría de los lectores puede no pensar
así punto por punto, pero verán la línea general de su
pensamiento allí. Otros sonreirán con un escepticismo
desencantado. Y, finalmente, no faltarán los que no
estén de acuerdo perentoriamente. ¿Y la Iglesia?
"Libertad, Igualdad, Fraternidad, ¿no es
este precisamente el sueño del mundo, desde la
Revolución Francesa?"
[Una ejecución por
Guillotina en Paris durante la Revolución Francesa.
Pierre Antoine De Machy - Museo Carnavalet, Paris]
Los cuatro grandes dogmas modernos
Empecemos
por distinguir. En el conjunto de principios,
instituciones públicas y aspiraciones que acabamos de
describir, hay cuatro notas dominantes, que pueden
formularse de la siguiente manera:
a)
la idea de que la dirección de los asuntos públicos,
tanto nacionales como internacionales, sólo puede
ser legítimamente ejercida por el pueblo, el único
soberano verdadero, del que emana todo el poder;
b)
la idea de que el pueblo, el único interesado en el
destino del Estado, y tal vez del superestado
mundial, es por lo tanto el más competente para
dirigir los asuntos públicos;
c)
que el régimen representativo, consistente (en su
más amplia y genuina expresión) en el sufragio
universal y en la investidura de los elegidos por el
pueblo en todos los puestos de mando, asegure la
manifestación de la auténtica voluntad popular y la
ejecución fiel de todo lo que desee;
d)
que el orden internacional requiere la creación de
un super-gobierno mundial, por razones idénticas a
las que demuestran la necesidad del Estado de
mantener y conservar el estado de derecho.
Es fácil
ver que estos son los cuatro puntos en los que se
condensa todo el pensamiento político de la Revolución
Francesa, y que son como los cuatro dogmas sobre los que
se ha construido la sociedad contemporánea. Incluso en
ciertas ideologías políticas modernas aparentemente muy
opuestas a la Revolución Francesa, como el nazismo y el
comunismo, que son tan profundamente antiliberales, es
fácil percibir la influencia de este pensamiento. Tanto
el dictador marrón como el rojo basaron o basan todo su
poder, al menos en tesis, en plebiscitos monstruosos,
que someten a referéndum en nombre del pueblo soberano y
omnipotente los actos del Jefe de Estado.
Preguntarse cuál es la posición de la Iglesia ante estos
cuatro grandes dogmas de la sociedad contemporánea
implica, por lo tanto, en gran medida, en definir la
posición de la Iglesia ante el mundo de hoy. Un examen
tan delicado de la materia sólo puede hacerse examinando
cada uno de estos dogmas a la luz de la doctrina
católica.
El gobierno popular
El
objetivo de este artículo es más especialmente estudiar
las enseñanzas de Pío XII sobre el tema que nos ocupa.
Así pues, trataremos muy rápidamente la posición de la
Iglesia ante el dogma de la soberanía popular,
exhaustivamente dilucidado por los documentos
pontificios que se han sucedido de Pío VI a Pío XI.
La
Iglesia siempre ha enseñado que el poder no
viene del pueblo, sino de Dios. De hecho, Dios creó
la naturaleza humana de tal manera que los hombres
deben necesariamente tener un gobierno. Siendo Dios
omnipotente, le habría sido fácil crearnos sin necesidad
de tener a alguien por encima de nosotros para
gobernarnos. Fue por un acto libre y sabio de Su
Voluntad omnipotente que Dios nos creó tal como somos.
Por lo tanto, es por el efecto de esta adorable
voluntad que existen gobiernos en la tierra a los que
los hombres deben obediencia. Consecuentemente,
los que ejercen el poder público no lo hacen por la
autoridad del pueblo, sino por la autoridad de Dios.
El mandatario
ejerce el poder por autoridad de Dios. De ahí que en
numerosas ceremonias de coronación de monarcas la
"sagración" del nuevo monarca fuese una ceremonia
religiosa.
["Sagración" de
Carlos X por François Gérard]
De esto
se derivan consecuencias muy importantes para la
práctica. La primera de ellas es que en la concepción
católica los gobernantes están hechos para a mandar y
los súbditos para obedecer. Por el contrario, si el
pueblo fuera soberano, el gobernante no tendría otra
cosa que hacer que obedecer la voluntad del pueblo. Otra
consecuencia importante es que, según la doctrina
católica, es perfectamente normal que el poder sea
ejercido por un monarca, o por una aristocracia. Por el
contrario, los partidarios de la soberanía popular son
naturalmente llevados a aceptar la democracia como única
forma de gobierno, en la que el voto popular indica
quienes deben ejercer el gobierno.
Queda por
ver si, al oponerse la Iglesia a la doctrina de la
soberanía popular, condena también la República
democrática, es decir, la forma de gobierno según la
cual el magistrado supremo de la nación es elegido por
votación popular.
Como
nuestra naturaleza es tal que en la infancia somos
ignorantes, necesitamos maestros. Así que es por
voluntad de Dios que hay maestros, y la autoridad del
maestro sobre los discípulos no viene de una delegación
de éstos, sino de Dios mismo. Sin embargo, es bastante
seguro que Dios, que quería que hubiera maestros, dejó
en manos de los hombres la elección de los medios para
el nombramiento de aquellos a quienes corresponde el
cargo de maestro. Por lo tanto, es lícito que el
profesor sea elegido por libre nombramiento, por
concurso o por promoción debido a la antigüedad en el
servicio. Corresponde a los hombres adoptar cualquiera
de estas modalidades según las circunstancias de cada
momento y lugar. Lo mismo puede decirse del gobierno:
existe por voluntad de Dios, pero la forma de elegir al
magistrado supremo puede variar según las
circunstancias, siendo vitalicia y hereditaria en
algunos países, temporal y electiva en otros. Si pues
por República, o más ampliamente por democracia,
entendemos el simple hecho de que la magistratura
suprema puede ser proveída por elección popular, es
enseñanza expresa de León XIII ella que en nada
contradice la doctrina católica.
Esta
enseñanza —insistimos para evitar confusiones peligrosas
y muy generalizadas— tiene, sin embargo, dos excepciones
importantes. Incluso en el caso de una República, el
magistrado supremo no es un esclavo de la voluntad
popular, sino un verdadero gobernante. Por otra parte,
es importante recordar que la democracia no es
preferida ni impuesta por la Iglesia, al contrario de lo
que un prejuicio muy común hace creer. Consiste este
prejuicio en que el Evangelio predica la igualdad
política, de modo que cualquier desigualdad ofendería el
espíritu de humildad y mansedumbre inherente a la
enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo. La monarquía y la
aristocracia, que se basan en la desigualdad, se
opondrían por lo tanto al espíritu del Evangelio.
Nada más falso. La humildad lleva a querer que cada
uno esté en su propio lugar, y no a querer que todos
estén fuera de sus respectivos lugares. Así pues, si hay
ricos y pobres, nobles y plebeyos, cultos e incultos, la
humildad debe llevar al cristiano a querer que cada uno
sea tratado según lo que es y a tener en la cosa pública
una participación proporcional a sus méritos y categoría.
Es legítimo que un pueblo se organice
democráticamente. Pero no es legítimo que consideren
injustas, retrógradas o falsas otras formas de gobierno;
que traten de imponer su propia forma a los demás con el
pretexto de progreso o de civilización; o que, por un
amor extravagante y teórico al democratismo, hagan una
revolución como la de 1789 violando los derechos
adquiridos, alterando abruptamente toda la evolución
histórica de una civilización, e incluso destruyendo
instituciones y vidas, para reducir todo a un nuevo
orden de cosas.
|
La Serenísima República de Venecia es talvez la
más conocida republica surgida en la Edad Media.
Fundada en el siglo IX subsistió hasta la
invasión
napoleónica en 1797 [Canaletto
(1697-1768) - El Bucentauro retornando al muelle
de San Marcos en el día de la Ascensión después
de la Ceremonia de Casamiento de la Republica
con el Adriático]
[Pinche sobre la imagen para verla en alta
resolución] |
De todo
lo que se contiene en el primer principio, se llega a la
conclusión de que la Iglesia acepta apenas lo
siguiente: la república es una forma de gobierno lícita.
Cuando
León XIII definió este punto a finales del siglo XIX
causó sensación. No faltó quien acusara al gran
Pontífice de por oportunismo pactar con los principios
triunfantes de la Revolución Francesa. Un simple estudio
de las organizaciones políticas vigentes en la Edad
Media con la plena aprobación de la Iglesia mostraría
que el pensamiento católico se había definido en este
sentido mucho antes de la Revolución. En ciertos
municipios suizos, alemanes e italianos de la Edad
Media, el gobierno era ejercido por personas elegidas
por el pueblo, sin que nadie pensara en ver esto como
una infracción de la doctrina católica. La sensación
producida por la enseñanza de León XIII fue que su
pensamiento no fue bien entendido. Quienes deseen
estudiar el tema en profundidad encontrarán en los
documentos de Pío XII brillantes directrices para
aclararse totalmente a este respecto
[2].
La infalibilidad del electorado
Examinemos el dogma de la infalibilidad popular.
¿Qué piensa la Iglesia de él? Si queremos entenderlo
literalmente, la respuesta sólo puede ser no. Después
del pecado original, todos los hombres están sujetos al
error. Sólo el magisterio de la Iglesia tiene el
privilegio de la infalibilidad. Pero este privilegio
viene sólo de la asistencia divina prometida por
Jesucristo. Como Cristo no prometió infalibilidad al
pueblo, es evidente que el sufragio universal es falible.
Un católico coherente no puede sino sonreír ante la
ingenuidad de quienes imaginan que la institución del
sufragio universal, directo y secreto, por el hecho
mismo de confiar a la sabiduría popular la gestión de
los asuntos públicos, asegura automáticamente la
corrección de todas las soluciones que deben darse a los
problemas relativos al bien común.
Mutatis mutandis,
sólo tenemos que repetir aquí lo que ya se ha dicho
sobre el dogma anterior. De las tres formas de gobierno
—monarquía, aristocracia, democracia— ninguna,
considerada en sí misma, conduce necesariamente a la
voluntad, o necesariamente al error. El mayor o menor
margen de “falibilidad” de cada forma de gobierno varía
según las circunstancias de tiempo, lugar, naturaleza,
tradiciones, cultura, propias de cada país.
Nos toca,
por lo tanto, examinar que condiciones son necesarias
para que el gobierno del pueblo conduzca a soluciones
exactas de los problemas nacionales.
Pueblo y masa
|
Una inmensa multitud reunida
[¿constrangida?] para recibir el Marechal
Tito en Moscú em 1956. Lisa Larsen; LIFE
Picture Collection, Meredith Corporation |
Muchas de
estas condiciones se tendrían que mencionar. La más
esencial de ellas es que el pueblo sea en realidad
pueblo y no masa. Porque la democracia es el
gobierno del pueblo, no el gobierno de las masas.
A este
respecto, Pío XII, en su alocución de Navidad de 1944,
establece una distinción que no es exagerado llamar de
genial, y que abre un nuevo horizonte para los estudios
de sociología católica:
“Pueblo y multitud amorfa o,
como se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos.
El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es
por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino
de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de
los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en
su propio puesto y a su manera— es persona consciente de
sus propias responsabilidades y de sus convicciones
propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de
fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que
explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir,
cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De
la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida
se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus
órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva
incesantemente, la conciencia de la propia
responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común”
[3].
Así, el primer elemento que diferencia al pueblo de la
masa es que el pueblo se llama una comunidad humana en
la que todos los hombres tienen principios, convicciones,
movimiento propio, una clara noción de sus derechos y
deberes; mientras que la masa, formada por hombres
vacíos de ideas, de principios, de formación moral, sin
ninguna iniciativa propia, tiene como única norma la
imaginación, que arrastra a sus miembros en un sentido u
otro, según el aliento de la demagogia partidista u
oficial.
Pío XII
menciona luego otra distinción entre pueblo y masa:
“En
un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí
mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y
de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la
libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo
digno de tal nombre, todas las desigualdades que
proceden no del arbitrio sino de la naturaleza misma de
las cosas, desigualdades de cultura, de bienes, de
posición social —sin menoscabo, por supuesto, de la
justicia y de la caridad mutua—, no son de ninguna
manera obstáculo a la existencia y al predominio de un
auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más
aún, esas desigualdades, lejos de lesionar en manera
alguna la igualdad civil, le dan su significado
legítimo, es decir, que ante el Estado cada uno tiene el
derecho de vivir honradamente su existencia personal, en
el puesto y en las condiciones en que los designios y la
disposición de la Providencia lo han colocado”
[4].
Pueblo y Plebe
|
Viena - Mercado de frutas en el Schanzel -
(Friedrich Alois Schonn, 1895). |
Este
último punto es digno de resaltar. El pueblo no es sólo
la plebe, ni sólo la mayoría: es toda la
población. La igualdad justa no es la que elimina las
clases altas disolviéndolas en la plebe, sino la que
respeta la existencia de todas las clases sociales,
garantizando a cada una “el derecho a vivir
honorablemente su propia existencia”. Y esto no
significa que a los plebeyos se les deba dar el derecho
de vivir como nobles; ni a los trabajadores manuales el
derecho de vivir como burgueses; ni a los analfabetos el
derecho de vivir como hombres educados: cada uno tiene,
por supuesto, el derecho a una vida honorable, diferente
de las detestables condiciones de vida de una cierta
parte de los obreros de hoy, sin exorbitar “la
posición en la que los designios y disposiciones de la
Providencia les han colocado”. Pueblo, por lo tanto,
en el lenguaje de la Iglesia, no es la mayoría, ni la
clase más modesta, sino toda la población de un país,
en cuanto psicológicamente dotada de una fuerte
personalidad individual y colectiva; con una vida
propia que anima al Estado en lugar de dejarse sofocar
por él; con una verdadera diferenciación de las
capas sociales, todas dotadas de su propio nivel de vida
y cultura, pero siempre que ninguno de estos niveles sea
inferior a lo que corresponde a la dignidad natural del
hombre.
Estos
requisitos, como podemos ver, son los opuestos a los que
la sociedad nivelada y amorfa soñada por los
revolucionarios de 1789 y sus genuinos sucesores, los
socialistas de nuestros días.
Tal “pueblo”,
orgánico, jerárquico, viviente, puede realmente
pronunciarse correctamente sobre un cierto número de
problemas nacionales y principalmente regionales. Pero
nunca la masa, que por definición es casi sólo capaz de
errar.
Masa y sufragio
Pasamos
al tercer “dogma”. ¿El sufragio universal basado en el
recuento numérico de votos iguales entre sí expresa
adecuadamente la voluntad del pueblo?
La
respuesta no es difícil. Si todos pueden pronunciarse
por igual sobre todo, y en el recuento de los votos
todos valen realmente lo mismo, de hecho este sistema
convendría idealmente a la masa, y muy difícilmente se
encajaría en un verdadero pueblo.
De ello
se deduce que el sistema que da a la simple mayoría
numérica de los ciudadanos el derecho a formar la
mayoría del Poder Legislativo, dirigir el Ejecutivo,
etc., difícilmente representará al pueblo auténtico.
En otras
palabras, a través del sufragio universal es muy difícil
que el pueblo influya en la causa pública.
Por lo
tanto, no es sorprendente que en el discurso de Pío XII
que se publica hoy
"CATOLICISMO", se lea lo siguiente:
“Hoy
en día, en todas partes, la vida de las naciones se ve
perturbada por el culto ciego del valor numérico.
El ciudadano es un votante. Pero como tal, no es en
realidad más que una de las unidades cuyo total
constituye una mayoría o una minoría, que un cambio de
unas pocas voces, de una incluso, bastará para derribar.
Ante el partido el [ciudadano] sólo vale por su
valor electoral, por el concurso de su voto: DE SU PAPEL
EN LA FAMILIA Y EN SU PROFESIÓN NO SE COGITA”.
Una
sociedad dominada por el “culto ciego del valor
numérico” es masa y no pueblo. Una de las
manifestaciones más típicas de este dominio del valor
numérico, Pío XII lo ve precisamente en un sistema de
votación que abstrae todo lo que el votante es en la
estructura orgánica del pueblo, para ver en él
simplemente un número, una unidad impersonal y anónima,
perdida en la masa. En tal sistema, nos parece que el
Estado no es más que “una amorfa aglomeración de
individuos” que “contiene y reúne en sí mismo
mecánicamente en un territorio determinado”; cuando en
realidad debería ser la “unidad orgánica y
organizadora de un verdadero pueblo”
[5].
Nuevos rumbos
¿Qué
hacer? Por supuesto, enfrentarse a la posibilidad de
cambiar de rumbo: “Después de todos los sufrimientos
pasados y presentes, ¿se atrevería uno a juzgar
suficientes los recursos y métodos actuales de gobierno
y de política? En efecto, es imposible resolver el
problema de la organización política mundial sin admitir
la necesidad de salir a veces de los caminos trillados,
sin apelar a la experiencia de la Historia, a una sana
filosofía social, e incluso a una cierta adivinación de
la imaginación creadora”, nos dice Pío XII en su
discurso a los miembros del “Movimiento Universal para
una Confederación Mundial”.
Pero ¿a
dónde? Esta misma alocución nos da preciosas
indicaciones de un carácter positivo a este respecto,
señalando el camino hacia el futuro en una dependencia
de las instituciones políticas y las costumbres al orden
orgánico natural.
Es en
este rumbo que se encontrará la solución al problema de
una estructura internacional del mundo. Y esto nos
llevará a estudiar el cuarto “dogma” contemporáneo.
Pero
dejemos estos dos puntos
para otro número de “CATOLICISMO”.
*
* *
Traducción
del artículo realizada con la versión gratuita del
traductor
www.DeepL.com/Translator
EL
DISCURSO PONTIFICIO
[6]
Muy
conmovidos por vuestra atenta iniciativa, Nos dirigimos
a ustedes, miembros del Congreso del “Movimiento
Universal para una Confederación Mundial” Nuestra
cordial bienvenida. El vivo interés que tenemos en la
causa de la paz en una humanidad tan duramente
atormentada es bien conocido por ustedes. Vos hemos dado
frecuentes testimonios de ello. De hecho, es inherente a
nuestra misión. El mantenimiento o el restablecimiento
de la paz siempre ha sido y es cada vez más el objeto de
nuestra constante solicitud. Y si con demasiada
frecuencia los resultados han estado lejos de
corresponder a Nuestros esfuerzos y Nuestras acciones,
el fracaso nunca nos desalentará hasta que la paz reine
en el mundo. Fiel al espíritu de Cristo, la Iglesia
tiende a la paz y trabaja por ella con todas sus fuerzas;
lo hace con sus preceptos y exhortaciones, con su
incesante acción, con sus incesantes oraciones.
La
Iglesia es, de hecho, una potencia de paz, al menos
donde son respetadas y apreciadas en justo valor la
independencia y la misión que ha recibido de Dios, donde
no se la busca para convertirla en un dócil instrumento
de egoísmo político, donde no se la trata como a un
enemigo. Ella quiere la paz, su trabajo es de paz, y su
corazón está con todos aquellos que, como ella, quieren
la paz y que por la paz se dedican. Además, y es su
deber, sabe discernir entre los verdaderos y falsos
amigos de la paz.
La
Iglesia quiere la paz, y por esta razón se esfuerza en
promover todo lo que en los cuadros del orden divino,
natural y sobrenatural contribuye a asegurarla. Vuestro
Movimiento, Señores, está comprometido a lograr una
organización política eficaz del mundo. Nada más acorde
con la doctrina tradicional de la Iglesia, ni más
adaptado a su enseñanza sobre la guerra legítima o
ilegítima, especialmente en las circunstancias actuales.
Por lo tanto, es necesario lograr tal organización,
aunque sólo sea para poner fin a una carrera
armamentista en la que, durante decenas de años, los
pueblos se han estado arruinando y agotando en pura
pérdida.
Ustedes
opinan que, para ser eficaz, la organización política
mundial debe adoptar una forma federativa. Si con esto
entendéis que ella debe liberarse del engranaje de un
unitarismo mecánico, todavía estáis en este punto de
acuerdo con los principios de la vida social y política
firmemente establecidos y sostenidos por la Iglesia. En
efecto, ninguna organización del mundo será viable si no
se armoniza con el conjunto de las relaciones naturales,
con el orden normal y orgánico que rige las relaciones
particulares de los hombres y de los diversos pueblos.
Sin esto, sea cual sea su estructura, será imposible que
se mantenga en pie y dure.
Por eso
estamos convencidos de que el primer cuidado debe
consistir en establecer sólidamente o restaurar estos
principios fundamentales en todos los campos: nacional y
constitucional, económico y social, cultural y moral.
En el
ámbito nacional y constitucional.
En todas partes, hoy en día, la vida de las naciones se
ve perturbada por el culto ciego del valor numérico. El
ciudadano es un elector. Pero, como tal, es en realidad
sólo una de las unidades cuyo total constituye una
mayoría o una minoría, que el simple cambio de algunas
voces, si no de una, es suficiente para revertir. Desde
el punto de vista de los partidos, el votante cuenta
sólo por su poder electoral, por el concurso que su voto
da; de su situación, y de su papel en la familia y en la
profesión no se cogita.
En el
campo económico y social.
No existe una unidad orgánica natural entre los
productores, ya que el utilitarismo cuantitativo, la
mera consideración del beneficio es la única norma, que
determina los lugares de producción y la distribución
del trabajo, ya que es la “clase” que distribuye
artificialmente a los hombres en la sociedad, y ya no la
cooperación en la comunidad profesional.
En el
campo cultural y moral.
La libertad individual, liberada de todas las ataduras,
de todas las reglas, de todos los valores objetivos y
sociales, no es en realidad más que una anarquía mortal,
especialmente en la educación de la juventud.
Mientras
no se haya establecido sobre esta base esencial la
organización política universal, existe el riesgo de
inocular en ella los gérmenes mortales del unitarismo
mecánico. Desearíamos invitar a reflexionar sobre esto,
precisamente del punto de vista federalista, a quienes
deseen aplicarlo, por ejemplo, a un parlamento mundial.
De lo contrario, harían el juego a las fuerzas
disolventes de cuya acción el orden político y social ya
ha sufrido demasiado; sólo han añadido un automatismo
jurídico más a tantos otros que amenazan con asfixiar a
las naciones y reducir al hombre a ser nada más que un
instrumento inerte.
Si, en el
espíritu del federalismo, la futura organización
política mundial no puede, bajo ningún pretexto, dejarse
arrastrar al juego de un mecanismo unitario, no gozará
de una autoridad efectiva, salvo en la medida en que
salvaguarde y favorezca en todas partes la vida propia
de una comunidad humana sana, una sociedad cuyos
miembros concurren todos juntos por el bien de toda la
humanidad.
¡Qué
dosis de firmeza moral, de previsión inteligente, de
plasticidad y de adaptación deberá poseer esta autoridad
mundial, más necesaria que nunca en los momentos
críticos en que, frente a la maldad, la buena voluntad
debe apoyarse en la autoridad! Después de todos los
sufrimientos pasados y presentes, ¿se atrevería uno a
juzgar suficientes los recursos y los métodos actuales
de gobierno y política? En efecto, es imposible resolver
el problema de la organización política mundial sin
consentir en distanciarse a veces de las rutas trilladas,
sin apelar a la experiencia de la historia, a una sana
filosofía social e incluso a cierta adivinación de la
imaginación creadora.
Aquí
está, señores, un vasto campo de trabajo, de estudio y
de acción: lo habéis comprendido y lo habéis considerado
bien de frente; ustedes tienen el valor de dedicarse a
ello; Nos vos felicitamos. Nos deseamos éxito e
imploramos de todo corazón las luces y la ayuda de Dios
sobre ustedes y su misión.
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NOTAS
[1]
Sobre la trilogía de la Revolución Francesa se puede
leer abultada documentación pontificia en el libro "Nobleza
y élites tradicionales análogas en las alocuciones de
Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana" de
autoría del Prof. Plinio, en el capítulo "La
trilogía revolucionaria: “Libertad, Igualdad,
Fraternidad”: Hablan diversos Papas"
[2] Para profundizar en la
doctrina católica sobre las formas de gobierno se puede
ver en "Nobleza
y élites tradicionales análogas en las alocuciones de
Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana",
en su
APÉNDICE III - Las
formas de gobierno a la luz de la doctrina social de la
Iglesia: en teoría — en concreto,
un nutrido conjunto de citaciones pontificias sobre el asunto.
[3]
Radiomensaje «Benignitas
et Humanitas»
de Su Santidad Pío XII en la víspera de navidad de 1944.
[4]
Íbiden
[5]
“El Estado no contiene en sí ni reúne mecánicamente en
determinado territorio una aglomeración amorfa de
individuos. Es y debe ser en realidad la unidad orgánica
y organizadora de un verdadero pueblo.” --
Radiomensaje «Benignitas
et Humanitas»
de Su Santidad Pío XII en la víspera de navidad de 1944.
[6] El texto original de la alocución, en francés,
puede leerse aquí.
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