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3 DE JUNIO, BEATIFICACIÓN DE PÍO X
Un episodio dramático de su vida: “Los peores
enemigos de la Iglesia traman sus perniciosos
designios, no fuera, sino dentro de ella; por así
decirlo, es en sus mismas venas y entrañas donde se
encuentra el peligro”. (Encíclica “Pascendi”) |
En la Beatificación de Pío X, la Iglesia quiere afirmar
que este Papa practicó, en vida, en grado heroico, las
virtudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad,
las virtudes cardinales de la Justicia, la Prudencia, la
Fortaleza y la Templanza, y que por ello goza de la
gloria correspondiente en el Cielo. En consecuencia, la
Iglesia permite que se le rinda culto público en
determinados lugares.
Este pronunciamiento tiene como objeto inmediato y
explícito la persona misma del Papa Pío X.
Implícitamente, sin embargo, implica en cierto modo una
apreciación de su manera de gobernar la Iglesia. Porque
si el Papa fue heroico en las virtudes cardinales, es
que en la gestión de los más altos intereses
espirituales de la cristiandad no se mostró ni injusto,
ni imprudente, ni débil, ni destemplado. Por el
contrario, sobresalió en la práctica de estas virtudes,
no sólo como hombre privado, sino también como Papa. Y
su actuación, como hombre y como Papa, puede y debe
proponérsenos como modelo digno de imitación.
Es, pues, muy oportuno analizar la conducta del santo
Pontífice en un episodio absolutamente memorable de la
vida de la Iglesia de nuestro siglo, y extraer de él
preciosas lecciones para nuestra santificación.
Una pregunta candente
La Iglesia se encuentra hoy en una de las fases más
dramáticas de su Historia. Nunca sus enemigos han sido
tan poderosos, tan radicales, tan militantes. Recordemos
en primer lugar el mundo soviético, que se extiende
desde Indochina hasta Alemania, constituyendo así un
Imperio mayor que el de Alejandro o Carlomagno. Es
inútil cerrar los ojos a la realidad: este “mundo” forma
el mayor quiste ateo que jamás haya existido sobre la
faz de la tierra. Dentro de los límites circunscritos
por el telón de acero, Cardenales, Arzobispos,
Sacerdotes, Misioneros, Religiosas y simples fieles
mueren en cárceles, campos de concentración y otras
prisiones, quizá más disimuladas, pero no menos crueles.
Una octava parte de la población católica mundial está
sometida así a un gobierno directa y oficialmente ateo,
cuya intención oficial y declarada es extinguir la
Religión. Y este inmenso quiste comunista sólo
constituye la cabeza del pulpo. Sus tentáculos se
extienden a las regiones vecinas, Indonesia, India,
Persia, la infeliz Austria, Alemania Occidental, y se
dividen en activas ramificaciones que envuelven, como
una red, toda Europa Occidental, América del Norte y del
Sur, y gran parte de África. En las Universidades, en
los Parlamentos, en la prensa, en el cine, en la radio y
en los sindicatos, las ramificaciones de esta red no
dejan de multiplicarse. El enemigo no está “a las
puertas”. Está instalado en nuestras entrañas.
¡Y si sólo fuera éste! Frente al cuerpo masivo de
doctrinas del comunismo, de su férrea organización, nada
más fluido, más incoherente, menos orgánico que la
amalgama de principios, instituciones y pueblos
habitualmente considerados anticomunistas.
El extremo opuesto al comunismo es el catolicismo. Y así,
todo lo que contribuye a debilitar la influencia del
catolicismo constituye una preciosa —aunque a veces
no intencional— cooperación con la expansión comunista. Y
la sociedad occidental está siendo corroída por todo
tipo de alimañas que trabajan así por la victoria del
adversario. La literatura y los espectáculos inmorales
que desquician las fuerzas de resistencia de la familia
cristiana; la propaganda socialista que con el pretexto
de la justicia social enfrenta de hecho a los pobres con
los ricos, socava el principio de autoridad y siembra el
espíritu de revolución; la enseñanza superior o
secundaria que presenta el universo como un gran todo
que tiene inmanentes en sí las fuerzas de su gigantesca
e indefinida evolución, un todo que no fue creado por
ningún Dios personal y en el que el hombre no tiende
hacia una felicidad sobrenatural, extraterrena y eterna;
todo esto hiere a la civilización cristiana en su alma
misma, que es la Iglesia Católica, y prepara el terreno
para el advenimiento del comunismo.
Así consideradas en su conjunto las fuerzas que actúan
contra la Iglesia, en una inmensa ofensiva, a veces
violenta, a veces sutil, a veces edulcorada (es el caso
tan frecuente de los socialistas, por ejemplo), en la
que el adversario conquista posiciones con todas las
armas, desde la pólvora hasta el azúcar, ¿cuál debe ser
la actitud católica?
En otras palabras, ¿qué hacer: enfrentarse a la ola o
intentar flotar en ella?
Diversos aspectos de la cuestión
¿Cómo enfrentarse a la ola? Marcando muy claramente la
diferencia entre el espíritu de la Iglesia y las mil y
una manifestaciones del espíritu neopagano de nuestro
tiempo, desde las manifestaciones brutales del comunismo
ruso hasta los halagos más suaves de las alas
conciliadoras del socialismo, el protestantismo o el
liberalismo: argumentando de la manera más eficaz contra
el espíritu neopagano y a favor de la doctrina de la
Iglesia manifestada en toda su integridad, en la audacia
de su nobleza, en la sublimidad desnuda y a veces
trágica de su austeridad; mostrando a las almas que no
pueden quedarse a medio camino entre las dos posiciones
ideológicas; haciendo lo posible e incluso intentando lo
imposible para llevarlas a la Iglesia de Jesucristo.
¿Cómo se flota sobre la ola? Evitando discrepar
abiertamente de cualquier cosa: hombres, hechos,
doctrinas. Intentando aplaudir el bien que hay en todo
(pues incluso el diablo, en las profundidades del
infierno, totalmente malvado como es desde el punto de
vista moral, tiene sin embargo un punto en el que puede
ser alabado: es el hecho de ser una criatura de Dios).
Acomodando el Catolicismo, lo más completamente posible,
al gusto del siglo: soñando con la abolición de la
vestidura para los sacerdotes y del celibato
eclesiástico; anhelando la supresión de las órdenes
meramente contemplativas; jurando que la elección del
Papa ya no tocaría al Colegio Cardenalicio, sino al
pueblo de Roma; abogar por una participación de los
fieles en la celebración litúrgica, más amplia que en
ningún otro momento de la vida de la Iglesia; trabajar
por la introducción de ornamentos litúrgicos muy
sencillos, o incluso por el permiso para que los
sacerdotes celebren con “monos” de trabajo; apoyar sin
ambages la lucha contra todas las diferencias de fortuna
o de clase social, etc. , etc. En materia doctrinal,
flotar en la ola consiste en presentar la doctrina
católica lo más cercana posible a los errores de la
persona con la que conversamos. Si es panteísta,
hablemos del Cuerpo Místico de tal manera que, sin negar
claramente nuestra doctrina, perciba en ella un poco de
“sal” panteísta. Si es socialista clamemos, con más
fuerza que él, contra todas las diferencias de clase
social. Si es protestante, restrinjamos al máximo los
límites del magisterio de la Iglesia en su presencia.
Dos sistemas de vida
Sin prejuzgar la cuestión, recordemos aquí un punto
fundamental. Está
relacionado con todo un delicado problema de
carácter y temperamento mental.
Así, si alguien es amigo de la lógica, de la claridad,
de la franqueza; si tiene entusiasmo por la doctrina
católica y le duele ver la impunidad del error; si es
idealista y, por tanto, está dispuesto a luchar y sufrir
por la afirmación de los principios que profesa, será
partidario de la táctica de enfrentarse a la ola.
Si, por el contrario, uno sufre de un “complejo” (los
lectores perdonarán la expresión bárbara) de timidez; si
uno no está absolutamente seguro de sus opiniones ni
tiene el valor de afirmarlas; si no le duele ni le
molesta que otros glorifiquen y propaguen el vicio o el
error; si es amigo sobre todo de su consideración
social, y le gusta hacerse pasar por simpático, moderno,
comprensivo, ilustrado; si, por último, ama la
tranquilidad, y está dispuesto a callar para no soportar
peleas y discusiones, entonces será partidario de “dejar
pasar la ola”, de flotar sobre ella, y de practicar una
política de “prudente” y extensiva “adaptación”.
En resumen, hay católicos que caminan hacia el
adversario con la espada flamígera de San Miguel
Arcángel; otros por el contrario piensan que les va
mejor aconsejando el paraguas de Chamberlain....
Ampliar horizontes
No se trata de un problema nuevo. Tampoco se plantea
sólo en el terreno religioso. Pues esta diferencia de
carácter y rasgos repercute en todos los campos de la
actividad humana. Frente al protestantismo, Felipe II
personificó la actitud de quien se enfrenta al peligro,
y de hecho si el protestantismo no conquistó Europa se
debió —humanamente hablando al menos— al gran Rey. Luís XVI, por su parte, trató de acomodarse a la Revolución.
Nicolás II también. Fueron precursores de Chamberlain...
que a su vez tuvo y tendrá seguidores.
Durante el pontificado de Pío X
En definitiva, como puede verse, la cuestión es muy
antigua. De hecho, es incluso más antiguo que Felipe II.
Se remonta a los albores de la humanidad. De vez en
cuando, en lo que los franceses llaman acertadamente
“les tournants de l'Histoire” [N.R.: en
traducción libre, “cambio importante de la historia”],
sale a relucir.
En la época de Pío X, la actual ofensiva contra la
Iglesia aún no había alcanzado su actual clímax, pero ya
estaba muy avanzada. No todos los problemas religiosos
de aquella época eran tan agudos como los de hoy. Pero,
al menos en sus líneas generales, la situación podría
verse como la vemos hoy. Ya existía un fuerte movimiento
comunista, el socialismo se extendía por todo Occidente,
la corrupción de la moral ya había penetrado
profundamente incluso en los hogares “cristianos”, el
espíritu de revuelta ya se extendía por todas partes. El
materialismo, el panteísmo y el evolucionismo estaban ya
a la orden del día.
Por esta misma razón, los
dos temperamentos también se habían definido ya
plenamente entre los católicos. Algunos estaban a favor
de la lucha. Otros estaban a favor del acomodamiento.
Pretendían “modernizar” el Catolicismo.
Los “modernistas"
Eran los llamados
católicos “modernistas”. Constituían
un “movimiento” que tenía una doctrina, una estrategia,
unos objetivos bien definidos, una red de instituciones
a su servicio y toda una galería de grandes hombres para
dirigirlos. Como cualquier “movimiento” que se precie,
los modernistas tenían incluso sus “tabúes”.
La doctrina
La doctrina modernista
consistía en última instancia en
una larga serie de estratagemas y artificios destinados
a conformar el Catolicismo a las ideas religiosas de la
época.
Como hemos dicho, estas ideas admitían un Dios
impersonal, que estaba latente en todas las fuerzas del
universo, y que en última instancia se identificaba con
la “Naturaleza”. Este Dios entrañado en el kosmos guiaba
todas las fuerzas hacia un progreso indefinido, en el
que el propio kosmos, y especialmente la raza humana, se
perfeccionarían. Entrañado en todos los seres como el
agua en una esponja o la tinta en un papel secante, este
Dios impersonal también está “embebido” en el hombre. Es
una fuerza que produce en nosotros sensaciones
interiores, aspiraciones de carácter religioso más o
menos vagas. Cada uno intenta satisfacer estas
aspiraciones forjándose una religión a su medida, o
eligiendo una de las diversas religiones ya conocidas.
Dicho esto, todas las religiones existentes, o las que
aún puedan producirse, son igualmente legítimas, pues
cumplen su función en la medida en que satisfacen las
aspiraciones religiosas de los hombres que las
engendraron. En vista de esta concepción, es
perfectamente indiferente preguntarse si los dogmas de
tal o cual religión son verdaderos. De hecho, todos los
dogmas son falsos, productos de la mente humana que los
ha concebido para su propia satisfacción. Son para
adultos, más o menos como los cuentos de hadas para
niños. Visto desde este ángulo, el Catolicismo tiene dos
aspectos. Por un lado, una muy buena: como religión
creada por un gran número de hombres para satisfacer sus
necesidades religiosas. Por otra, una muy mala: mientras
se pretenda que nuestros dogmas son realmente verdaderos,
ya que, sostenían, son tan obviamente falsos como los de
cualquier otra religión. Y luego venía toda una
explicación de objeciones contra la doctrina católica:
se negaba la divinidad de Jesucristo, la existencia de
lo sobrenatural, la existencia misma de un Dios personal,
la veracidad de los hechos narrados en los Libros
Sagrados, etc., etc. Si se le preguntara a un sabio de
esta escuela si era enemigo del catolicismo, respondería
que no lo era, pero que le parecía perfectamente
ridículo ver en él una religión objetivamente verdadera.
Sus dogmas eran falsos, eran mutables, de hecho, ya
habían sido unos al principio del cristianismo y se
convertirían en otros con el paso del tiempo.
En vista de esto, ¿qué hacían los modernistas? En lugar
de desenmascarar la nueva doctrina, mostrando que en
última instancia negaba todas las religiones, incluida
la católica, contemporizaban:
a) — algunos, más “moderados”, se limitaban a hacer coro
con los escritores impíos, sobre puntos “secundarios”,
es decir, negando la autenticidad de reliquias y hechos
hagiográficos venerables, hasta entonces tenidos por
incontestables; aceptando interpretaciones capciosas de
la Sagrada Escritura, tendientes a dar un sentido más
“racional” a tal o cual tema; abogando por una
adaptación de toda la disciplina de la Iglesia a las
costumbres y estilos del siglo XX;
b) — otros, más atrevidos, insinuaban la posibilidad de
reformar el propio dogma en puntos considerados “menos
importantes”, bajo el alegato de que algunos de ellos
deberían acompañar el progreso de las ciencias. También
exigían la “reforma” de ciertos puntos morales, como la
indisolubilidad del matrimonio, que consideraban
manifiestamente anacrónicos.
c) — Otros, finalmente, no conociendo ya límites a su
audacia, presentaban en sus libros, en lenguaje velado,
toda la doctrina de los escritores impíos.
El “movimiento”
El modernismo “católico” se extendió en los círculos
eclesiásticos de Europa y América con la suavidad y
rapidez de una mancha de aceite. Cuando Pío X ascendió
al trono pontificio, este movimiento ideológico ya
constituía un poder, que contaba con la colaboración de
profesores universitarios, escritores, periodistas,
hombres de acción y personalidades sociales de todo
tipo.
¿Había un directorio que guiara todo este esfuerzo? Es
difícil responder a esta pregunta, pero lo cierto es que
ocurrieron muchas cosas como si este directorio
existiera. Así, los modernistas de todos los países
mantenían una estrecha correspondencia entre sí, se
elogiaban ardientemente y cooperaban estrechamente hacia
un mismo fin... todo con tal precisión, tal armonía, tal
esfuerzo conjunto de todos hacia el objetivo común, que
verdaderamente en ciertos momentos se tenía la impresión
de que había algo coordinado en tanto trabajo.
La estrategia
Esta impresión era especialmente clara para cualquiera
que observara con diligencia la estrategia modernista:
a) en primer lugar, guardaban tal o cual secreto. Para
mejor “despistar”, solían evitar una presentación
sistemática y lógica de su doctrina. Incluso parecían
discrepar entre sí en uno u otro punto. Era necesario un
análisis muy maduro para percibir que estas
discrepancias eran totalmente accidentales o incluso
inexistentes; y que en medio de tal aparente confusión
existía una perfecta unidad de pensamiento;
b) por otro lado, los más atrevidos no expresaban su
pensamiento por completo. Hablaban mediante metáforas,
circunloquios. Era necesaria una especie de iniciación
para llegar a un conocimiento pleno de su forma de
pensar;
c) para escapar a cualquier condena pontificia, llegaban
a publicar libros bajo los nombres de autores
hipotéticos, lo que permitía a un mismo escritor llevar
varias máscaras y engañar más fácilmente a los incautos;
d) finalmente, cuando eran llamados a explicarse, se
retractaban fácilmente, para volver más tarde, en otra
obra, a predicar de nuevo el error.
Es doloroso decirlo, pero esta estrategia fue seguida no
sólo por laicos, sino incluso por Sacerdotes, hasta tal punto el fanatismo modernista había borrado las
conciencias.
e) cuando alguien atacaba sus doctrinas, le movían una
“guerra total”, que iba desde la refutación doctrinal
hasta una campaña de difamación personal. Y cuando no
tenían nada que objetar doctrinal o personalmente,
organizaban una campaña de silencio. A los así
“castigados” se les cerraban todas las tribunas, todas
las redacciones de los periódicos, las puertas de todas
las revistas e incluso de muchas asociaciones
religiosas. Era el ostracismo.
Objetivos
Los objetivos del movimiento eran claros. Se trataba
de transformar la Iglesia desde dentro. Se trataba
de una evolución que debía hacerse blandamente, sin
sobresaltos ni ruido, pero que debía ser, en última
instancia, la mayor de las transformaciones
experimentadas por la Iglesia en su historia veinte
veces secular. Para ello era esencial que los
modernistas se mantuvieran en ambientes católicos; que
ocuparan cátedras, púlpitos, periódicos y revistas
católicos; que hablaran siempre en nombre de la opinión
católica. En nuestros días, esto se llamaría una quinta
columna. Pero en la época de Pío X la palabra aún no
existía. Llama la atención el caso de un sacerdote
modernista cuyo libro había sido condenado. Se le
preguntó si se rebelaría y abandonaría la sotana, o si
abjuraría de sus ideas. Sonrió e, indicando que no haría
ni una cosa ni la otra, dio esta respuesta: “Me compraré
una sotana nueva”.
La posición de Pío X
¿Qué haría el Papa? Ante el modernismo, ¿cerraría los
ojos? Muchas razones parecían aconsejar esta táctica:
a) varios de los líderes modernistas eran inteligentes,
capaces de la más intensa actividad apostólica, de
incuestionable probidad de vida. Sería extremadamente
doloroso golpear a personas dignas de tan alta estima;
b) entonces, al golpearlos, ¿no correría el riesgo de
arrastrarlos a la apostasía? Dado que no pocos
Sacerdotes, incluso Religiosos, se encontraban entre los
apóstatas eventuales, ¿no sería esto un escándalo
notable para los fieles?
c) ¿Merecería la pena dividir a los católicos en tiempos
de conflicto?
d) El Papa es un padre de misericordia. ¿Es correcto que
su ministerio actúe con severidad con una corriente en
cuyas filas puede haber muchas personas
bienintencionadas?
Este último punto llama especialmente la atención. Pío X
era de una bondad angelical. Nadie se acercaba a él sin
experimentar los efluvios de su bondad. ¿Actuaría con
una severidad que parecía tan contraria a su
temperamento?
La solución de un santo
En primer lugar, con paternal bondad, Pío X amonestó en
privado a los máximos responsables, aconsejándoles,
exhortándoles, advirtiéndoles. Ante la inutilidad de
estos esfuerzos, comenzó a actuar públicamente,
refiriéndose al asunto con una energía llena de severos
pronósticos. El 3 de julio de 1907, la Sagrada
Inquisición Romana y Universal publicó el famoso decreto
“Lamentabili”, en el que se condensaban las principales
doctrinas modernistas, todas ellas condenadas por la
Iglesia. Aun así, no fue suficiente. Pío X asestó
entonces el golpe fulminante de la Encíclica
“Pascendi Dominici Gregis”,
del 8 de Septiembre de 1907, en la que, con una energía
que podría calificarse de hercúlea, si no sobrenatural,
denunció y estigmatizó el modernismo.
En esta Encíclica, Pío X expone ampliamente toda la
doctrina modernista, muestra su identidad con el
pensamiento impío en boga en el siglo XX, relata los
orígenes del movimiento, sus tácticas, la perfidia de
sus estratagemas, la insinceridad de sus procesos de
acción y, finalmente, indica los remedios para este
“torrente de gravísimos errores que, abierta y
encubiertamente, se va abultando”.
Finalmente, una serie de las más severas excomuniones,
expulsando de las filas católicas a muchos líderes del
movimiento, acabó por desmantelar todo el sistema de
incrustación modernista en las filas de la Iglesia.
La actualidad del ejemplo
En primer lugar, observemos cómo Pío X se situó en una
posición totalmente opuesta al campo de los que piensan
que es mejor retroceder ante el adversario, y pasar
por debajo de él, que enfrentarse a él. Este es el
primer ejemplo que debemos considerar detenidamente.
Observemos, por otra parte, cómo Pío X, el Pontífice a
quien los hombres aclamaban por una bondad que parecía
más la de un ángel que la de un hombre, supo ser de una
energía invencible frente al mal. La bondad no excluye
la energía; al contrario, la completa. Y contra
los que se obstinan en el mal hay que ser enérgico
hasta donde sea necesario para evitar que propaguen
sus errores y extravíen a los buenos. Así actúa el Buen Pastor frente
al lobo con piel de oveja…
Por último, consideremos la confianza de Pío X en lo
sobrenatural. La fuerza de la Iglesia no viene de los
hombres, sino de Dios. En el cumplimiento de su misión,
no tiene que temer ni a tiranos ni a multitudes.
Confiando en Dios, puede proceder con valentía
evangélica, porque la victoria será suya.
Estos ejemplos tienen una profunda aplicación en la vida
de todos nosotros. Cuando tengamos que luchar contra los
errores modernos de los que está saturado el entorno que
todos frecuentamos, sabremos que nuestro deber es
reaccionar y no retroceder. Cuando un falso ideal de
bondad nos sugiera cobardía ante la maldad triunfante,
sabremos que la bondad no consiste en permitir que los
malvados aniquilen a sus hermanos a su antojo. Cuando
nos parezca que la lucha es demasiado desigual,
seguiremos luchando incluso con redoblado vigor, porque
sabremos que nuestra victoria viene de Dios y no de
nosotros.
NOTAS
- Las letras en negrita proceden de este sitio.
- Considerar que este artículo fue
redactado tres años antes de la canonización de San Pío
X (29 de mayo de 1954), de ahí que no se le nombre como
Santo en el texto.
- Para profundizar en el conocimiento de San Pío X y
especialmente su lucha contra el “modernismo”
recomendamos a nuestros visitantes la sección “Especial”
sobre San Pío X (en portugués).
Para acceder pinchar aquí.
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