Plinio Corrêa de Oliveira
Mahoma renace
“Legionário”, 15 de junio de 1947 |
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Atrocidades en Irak: Extremistas de Estado Islámico ejecutan niños cristianos y esclavizan mujeres (Agencia Católica de Información/EWTN, 8 de agosto de 2014: bit.ly/1oRZBwH). Arriba, letra N (em árabe ن de Nazareno) que musulmanes han pintado en las casas de los cristianos que deben ser expulsados o executados, en Irak Cuando estudiamos la triste historia de la caída del Imperio de Occidente, nos cuesta comprender la miopía, la displicencia y la tranquilidad de los romanos ante el peligro que iba tomando cuerpo. Roma sufría, para colmo, de un arraigado hábito de vencer. A sus pies estaban las más gloriosas naciones de la Antigüedad: Egipto, Grecia, toda Asia. La ferocidad de los celtas estaba definitivamente ablandada. El Rhin y el Danubio constituían para el Imperio una espléndida defensa natural. ¿Cómo recelar que los bárbaros, que vagaban en las selvas vírgenes de la Europa Central, pudiesen poner en riesgo serio tan inmenso edificio político? Acostumbrados a esta visión, los romanos no tuvieron flexibilidad de espíritu para comprender la nueva situación que, poco a poco, se iba creando. Los bárbaros atravesaron el Rhin, comenzaron sus invasiones; delante de ellos la resistencia de las legiones resultó débil, indecisa, insuficiente. No obstante, los romanos continuaron ignorando el peligro, cegados por la sed absorbente de los placeres, por una parte, e iludidos, por otra, por lo que se llamaría en la detestable terminología freudiana, un "complejo" de superioridad. Es lo que explica la tranquilidad mortal en la que, hasta el fin, se mantuvieron. Aunque consideremos dentro de este conjunto el misterio de la inercia romana, el cuadro nos parece singular y, quizás, un tanto forzado. Lo comprenderemos mucho mejor, más al vivo, si consideramos otro gran misterio que ocurre ante nuestros ojos y del cual somos, en cierto modo, participantes: la gran inercia del Occidente cristiano ante la resurrección de la gentilidad afro-asiática. El tema es demasiado vasto para tratarlo en bloque. Bastará, para que lo comprendamos bien, que consideremos un sólo aspecto del fenómeno: la renovación del mundo musulmán. Es un tema que el LEGIONARIO, ya habituado a no ser comprendido, ha abordado con una insistencia que ha parecido a veces inoportuna. Pero la cuestión merece ser examinada una vez más. Recordemos rápidamente algunos datos generales del problema. Como se sabe, el mundo mahometano abarca una franja territorial que comienza en India [en la época en que fue escrito este artículo, Pakistán y Bangladesh aún hacían parte de India], pasa por Arabia y Asia Menor, alcanza Egipto y termina en el Océano Atlántico. La zona de influencia del Islam es inmensa desde todos los puntos de vista: territorio, población, riquezas naturales. Pero hasta hace poco tiempo, ciertos factores inutilizaban de modo casi completo todo ese poderío. El vínculo que podría unir a los mahometanos de todo el mundo sería, evidentemente, la religión del profeta. Pero ésta se presentaba dividida, débil, y totalmente desprovista de hombres notables en la esfera del pensamiento, del mando o de la acción. El mahometanismo vegetaba, y esto parecía ser suficiente para el celo de los altos dignatarios del Islam. El gusto por el estancamiento y por la vida meramente vegetativa era un mal que alcanzaba también la vida económica y política de los pueblos mahometanos de Asia y de Africa. Ningún hombre de valor, ninguna nueva idea, ningún emprendimiento verdaderamente grande podía llevarse adelante en esta atmósfera. Las naciones mahometanas se cerraban, cada cual sobre si misma, indiferentes a todo lo que no fuese el deleite tranquilo y menudo de la vida cotidiana. Así vivía cada una en un mundo propio, diversificada de las otras por sus tradiciones históricas, profundamente diversas, separadas todas por su recíproca indiferencia, incapaces de comprender, desear y realizar una obra común. En este cuadro religioso y político tan deprimido, el aprovechamiento de las riquezas naturales del mundo mahometano —riquezas que, consideradas en su conjunto, constituyen uno de los mayores potenciales del globo— era evidentemente imposible. Todo era ruina, disgregación y torpor. Así arrastraba sus días Oriente, mientras que Occidente llegaba al ápice de su prosperidad. Desde la era victoriana, una atmósfera de juventud, de entusiasmo y de esperanza soplaba por Europa y América. Los progresos de la ciencia habían renovado los aspectos materiales de la vida occidental. Se daba crédito a las promesas de la Revolución y, en los últimos años del siglo XIX, se esperaba que el siglo XX fuese la era de oro de la humanidad. Un occidental colocado en este ambiente se persuadía a fondo de la inercia y de la impotencia de Oriente. Hablarle de la posibilidad de resurrección del mundo mahometano, le parecía algo tan irrealizable y anacrónico, cuanto el retorno a los trajes, a los métodos de guerra y al mapa político de la Edad Media. De esta ilusión vivimos todavía hoy. Y, como los romanos, fiándonos en el Mediterráneo que nos separa del mundo islámico, no percibimos los fenómenos nuevos y extremamente graves que ocurren en las tierras del Corán. Es difícil abarcar, en un sintético discernimiento, fenómenos tan vastos y ricos como este. Sin embargo, de un modo muy general se puede decir que, después de la I Guerra Mundial, en todo el Oriente —y entendemos esta expresión en un sentido muy lato, abarcando en su totalidad las zonas de civilización no cristiana de Asia y de Africa— comenzó a darse un fenómeno de reacción anti-europea muy pronunciado. Esta reacción comportaba dos aspectos un tanto contradictorios, pero ambos muy peligrosos para Occidente. Por una parte, las naciones orientales comenzaban a sufrir con impaciencia el yugo económico y militar de Occidente, manifestando una aspiración cada vez más pronunciada por la soberanía plena, por la formación de un potencial económico independiente y de grandes ejércitos propios. Esta aspiración llevaba consigo, evidentemente, una cierta "occidentalización", es decir, la adaptación de la técnica militar, industrial y agrícola moderna, del sistema financiero y bancario euro-americano. Por otra parte, sin embargo, este brote patriótico provocaba un "renouveau" de entusiasmo por las tradiciones nacionales, costumbres nacionales, culto nacional, historia nacional. Es superfluo añadir que el espectáculo degradante de la corrupción y de las divisiones a las que estaba expuesto el mundo occidental, concurría para estimular el odio a Occidente. Esto trajo consigo la formación en todo Oriente, de un nuevo interés por los viejos ídolos, de un "neo-paganismo" mil veces más combativo, resuelto y dinámico que el antiguo paganismo. Japón es un ejemplo típico, ultra típico tal vez, de todo este "processus" que intentamos describir. El grupo ideológico y político que lo elevó a la categoría de gran potencia y que ambicionó para él el dominio del mundo, fue precisamente uno de estos grupos neo paganos obstinadamente apegados a los viejos conceptos de divinidad del Emperador, etc. Un fenómeno más lento y, sin embargo, no menos vigoroso que el de Japón, se dio en todo el mundo oriental. India está en la inminencia de conquistar, en virtud de este fenómeno, su independencia [recuérdese que el presente artículo es de 1947]. Egipto y Persia ocupan hoy en día una situación ventajosa en la vida internacional y progresan a pasos rápidos. Mucho antes de esto, Mustafá Kemal renovó Turquía. Todas estas naciones, estas potencias podemos decir, se sienten orgullosas de su pasado, de sus tradiciones, de su cultura, y desean conservarlas con ahínco. Al mismo tiempo, se muestran ufanas de sus riquezas naturales, de sus posibilidades politicas y militares, y del progreso financiero que están alcanzando. Día a día ellas se enriquecen, construyen ciudades dotadas de un aparato gubernamental eficaz, de una política bien adiestrada, de universidades estrictamente paganas, pero muy desarrolladas, de escuelas, hospitales, museos, en fin, todo lo que para nosotros significa algún modo de poder y de progreso material. En sus arcas, el oro se va acumulando. Oro significa posibilidad de comprar armamentos. Y armamento significa prestigio mundial. Es interesante notar que el ejemplo nazi impresionó fuertemente al Oriente. Si un gran país como Alemania tiene un gobierno que abandona el cristianismo y no se sonroja al volver a los antiguos ídolos, ¿que hay de vergonzoso en que un chino o un árabe permanezcan en sus religiones tradicionales? Todo esto transformó al mundo islámico, y determinó en todos los pueblos mahometanos, de India a Marruecos, un estremecimiento que significa que el sueño milenar en que estaban sumergidos acabó. Pakistán —Estado musulmán hindú, en vísperas de independencia— Irán, Irak, Turquía, Egipto son los puntos altos del movimiento de resurrección islámica. Pero en Argelia, en Marruecos, en Libia, en Túnez, la agitación también se intensifica. El nervio vital del islamismo revive en todos esos pueblos, haciendo renacer en ellos el sentido de la unidad, la noción de los intereses comunes, la preocupación de la solidaridad y el gusto por la victoria. Nada de ésto quedó en el aire. La Liga Arabe, una confederación vastísima de pueblos musulmanes, une hoy a todo el mundo mahometano. Es, al contrario, lo que fue en la Edad Media, la Cristiandad. La Liga Arabe actúa como un vasto bloque, ante las naciones no árabes y fomenta por todo el norte de Africa la insurreción. La evasión del gran mufi fue una clara manifestación de la fuerza de esa Liga. La puesta en libertad de Abd-El-Krim es más que ésto, pues reafirma el propósito deliberado en que está la Liga de intervenir en los asuntos del Africa Septentrional, promoviendo la independencia de Argelia, Túnez, Tripolitania y Marruecos. ¿Será preciso tener mucho talento, mucha perspicacia, informaciones excepcionalmente buenas para percibir lo que significa este peligro? Nota del sito: Para profundizar el asunto, consulte "Plinio Corrêa de Oliveira: Previsiones y Denuncias en defensa de la Iglesia y de la civilización cristiana" |