Plinio Corrêa de Oliveira
¿Por qué tanto odio contra los que predican el bien?
Extractos del libro «En Defensa de la Acción Católica» (1943) |
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“Ya sé que sois linaje de Abraham; sin embargo, [también sé que] tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en vosotros” (Jn 8, 37). En todas las épocas habrá corazones en que no penetrará la palabra de la Iglesia. Estos corazones se llenarán entonces de odio, y procurarán ridiculizar, disminuir, calumniar, arrastrar a la apostasía o hasta matar a los discípulos de Nuestro Señor. Y por eso mismo, dijo Nuestro Señor a los judíos: “«Sin embargo, tratáis de matarme a mí, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios; y eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis lo que hace vuestro padre». “Le replicaron: «Nosotros no somos hijos de prostitución; tenemos un solo padre: Dios». “Jesús les contestó: “Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y he venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra” (Jn 8, 40-43). No sorprende, pues, que sus propios milagros despertaran odio. Fue lo que sucedió después del estupendo milagro de la resurrección de Lázaro: “Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús” (Jn 11, 44-46). En vista de ello, ¿cómo pretenden los apóstoles conservarse siempre en la estima de todos? ¿No perciben que en esta estima general hay muchas veces un indicio ineludible de que ya no están con Nuestro Señor? «No os sorprenda, hermanos, que el mundo os odie» En efecto, todo católico verdadero tendrá enemigos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino porque yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: ‘No es el siervo más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusas de su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre” (Jn 15, 18-23). En cuanto a los aplausos estériles e inútiles del demonio y de sus secuaces, veamos cómo deben ser tratados: “Una vez que íbamos nosotros al lugar de oración, nos salió al encuentro una joven esclava, poseída por un espíritu adivino, que proporcionaba a sus dueños grandes ganancias haciendo de adivina. Ésta, yendo detrás de Pablo y de nosotros, gritaba y decía: «Estos hombres son siervos del Dios altísimo, que os anuncian un camino de salvación». Venía haciendo esto muchos días, hasta que Pablo, cansado de ello, se volvió al espíritu y le dijo: «Te ordeno en el nombre de Jesucristo que salgas de ella». Y en aquel momento salió de ella” (Hch 16, 16-18). Debemos, es cierto, sentir agrado cuando, del campo del adversario, nos llega uno u otro aplauso de alguna alma tocada por la gracia, que comienza a aproximarse a nosotros. Pero cómo es diferente este aplauso, de la alegría falaz y turbulenta de los malos, cuando ciertos apóstoles ingenuos les presentan, estropeadas y mutiladas, algunas verdades parecidas a los errores de la impiedad. En este caso, los aplausos no significan un movimiento de las almas hacia el bien, sino el júbilo que experimentan por suponer que la Iglesia no las quiere arrancar del mal. Son aplausos de quien se alegra en poder continuar en el pecado, y significan un embotamiento aún mayor en el mal. Estos aplausos, debemos evitarlos; y por esto colisiona con el Nuevo Testamento quien no se conforma con la impopularidad: “No os sorprenda, hermanos, que el mundo os odie” (1 Jn 3, 13). Para obtener aplausos, muchos abandonan la pureza de la doctrina Causar irritación a los malos es muchas veces fruto de acciones nobilísimas: “Y los habitantes de la tierra se alegran por ellos y se regocijan y se enviarán regalos unos a otros, porque los dos profetas fueron un tormento para los habitantes [impíos] de la tierra” (Ap 11, 10). Yerran gravemente los que piensan que, siempre que la doctrina católica sea predicada rectamente, con la palabra y con el ejemplo, se arrancará aplausos unánimes. Lo dice San Pablo: “Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos” (2 Tim 3, 12). Como se ve en este texto, la vida piadosa exacerba el odio de los malos. La Iglesia no es odiada por las imperfecciones que en el trascurso de los siglos se hayan notado en uno u otro de sus representantes. Esas imperfecciones son casi siempre meros pretextos para que el odio de los malos hiera lo que la Iglesia tiene de divino. El buen olor de Cristo es un perfume de amor para los que se salvan, pero suscita odio en los que se pierden: “Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida” (2 Cor 2, 15-16). Como Nuestro Señor, la Iglesia tiene por excelencia la capacidad de hacerse amar por individuos, familias, pueblos y razas enteras. Pero por eso mismo tiene ella, como Nuestro Señor, la propiedad de ver levantarse contra sí el odio injusto de individuos, familias, pueblos y razas enteras. Para el verdadero apóstol, poco importa ser amado, si ese amor no es una expresión del amor que las almas tienen, o al menos comienzan a tener a Dios; o, de cualquier manera, no concurre para el reino de Dios. Cualquier otra popularidad es inútil para él y para la Iglesia. Por eso dijo San Pablo: “Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres, o la de Dios?, ¿o trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gal 1, 10).
Nuestro Señor entra en Jerusalén en medio de los aplausos de los judíos, el Domingo de Ramos. Algunos días después, muchos de ellos lo rechazarían (pintura del Beato Angélico) Como vemos, la aprobación de los hombres antes debe atemorizar al apóstol de conciencia delicada de que alegrarlo: ¿no habrá sido negligente con la pureza de la doctrina, para ser tan universalmente estimado? ¿Está completamente seguro de que flageló la impiedad, como era su deber? ¿Estará realmente en una de esas situaciones, como Nuestro Señor el día de Ramos? En este caso, una advertencia: recuerde cuánto valen los aplausos humanos y no se apegue a ellos. Mañana, tal vez, surgirán los falsos profetas que han de atraer al pueblo por la prédica de una doctrina menos austera. Y el hombre hasta ayer aplaudido deberá decir a los que lo alababan: “¿Me he convertido en enemigo vuestro por ser sincero con vosotros? El interés que [los falsos apóstoles] muestran por vosotros no es de buena ley; quieren apartaros de mí para que os mostréis más bien seguidores suyos. Está bien, en cambio, ser objeto de interés para el bien siempre, y no sólo cuando estoy ahí con vosotros. Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros. Quisiera estar ahora entre vosotros y matizar el tono de mi voz, pues con vosotros no encuentro medio” (Gal 4, 16-20). Pero este lenguaje no puede ser cambiado, el interés de las almas lo impide. Y si la advertencia no fuese oída, la popularidad del apóstol zozobrará de una vez. Entonces, si él no tuviera un ánimo desapegado y varonilmente sobrenatural, he ahí que se arrastra atrás de los que lo abandonan, diluyendo principios, corroyendo y desfigurando verdades, disminuyendo y barateando preceptos a fin de salvar los últimos fragmentos de esa popularidad que, inconscientemente, convirtiera en un ídolo. El camino de la Cruz en la lucha contra la impiedad ¿Qué conducta puede diferir más profundamente de ésa, que el ánimo imperturbable con que Nuestro Señor, aunque profundamente triste, llevó hasta la muerte, y muerte de Cruz, su lucha directa e intrépida contra la impiedad? Si las verdades dichas con claridad son a veces motivo para que los perversos se emboten en el mal, cómo es grande el jubilo del apóstol que supo vencer su espíritu pacifista y, con golpes enérgicos, salvar las almas. “Porque, si os contristé con mi carta, no me arrepiento; y si entonces lo sentí —pues veo que aquella carta os entristeció, aunque por poco tiempo—, ahora me alegro, no porque os hubierais entristecido, sino porque vuestra tristeza os llevó al arrepentimiento; pues os entristecisteis como Dios quiere, de modo que de parte nuestra no habéis sufrido ningún perjuicio. Efectivamente, la tristeza vivida como Dios quiere produce arrepentimiento decisivo y saludable; en cambio, la tristeza de este mundo lleva a la muerte. Pues mirad cuántas cosas ha producido entre vosotros el haberos entristecido según Dios: ¡qué interés y qué excusas, qué indignación y qué respeto, qué añoranza, qué afecto y qué escarmiento! Habéis mostrado en todo que sois inocentes en este asunto” (2 Cor 7, 8-11). (San Pablo se refiere al caso de un incestuoso, mencionado en la 1ª epístola). Éste es el grande, el admirable premio de los apóstoles, lo bastante sobrenaturales y clarividentes para no hacer de la popularidad la única regla y el supremo anhelo de su apostolado. No retrocedamos ante fracasos momentáneos, y Nuestro Señor no le negará a nuestro apostolado idénticas consolaciones, las únicas que debemos anhelar. Sigamos sin restricciones la lección del Evangelio Ahí están ejemplos graves, numerosos y magníficos, que nos da el Nuevo Testamento. Imitémoslos, pues, como imitamos también los ejemplos adorables de dulzura, paciencia, benignidad y mansedumbre que nos dio nuestro clementísimo Redentor. Para evitar todo y cualquier malentendido, una vez más acentuamos que no se debe hacer de este lenguaje severo el único lenguaje del apóstol. Al contrario, entendemos que no existe apostolado completo sin que el apóstol sepa mostrar la divina bondad del Salvador. Pero no seamos unilaterales, y no omitamos –por preconceptos románticos, comodidad, o tibieza— las lecciones de admirable e invencible fortaleza que Nuestro Señor nos dio. Como Él, procuremos ser igualmente humildes y altivos, pacíficos y enérgicos, mansos y fuertes, pacientes y severos. No optemos entre unas u otras de estas virtudes; la perfección consiste en imitar a Nuestro Señor en la plenitud de sus adorables aspectos morales. |