Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

La idolatría de la popularidad y

la impopularidad

del  Divino  Maestro

 

 

 

Extractos del libro «En Defensa de la Acción Católica» (1943)

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San Pedro: “Así pues, queridos míos, ya que estáis prevenidos, estad en guardia para que no os arrastre el error de esa gente sin principios ni decaiga vuestra firmeza. Por el contrario, creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo”

Como señalamos en un capítulo anterior, la impopularidad fue el premio del Maestro, después de las actitudes varoniles e intrépidas de que nos dio ejemplo. Esa impopularidad, que para muchos es la desgracia suprema, el espantajo inspirador de todas las concesiones y de todas las retiradas estratégicas, la característica siniestra de todo el apostolado fracasado a los ojos del mundo, fue contra Nuestro Señor tan grande, que llegaron a acusarlo de maléfico: “Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país” (Mt 8, 33-34).

Nuestro Señor predijo como inevitable la existencia de enemigos, a sus fieles de todos los siglos, en este pasaje: “El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo; se rebelarán los hijos contra sus padres y los matarán. Y seréis odiados por todos” (Mt 10, 21-22). Como se ve, el odio es llevado al punto de suscitar una feroz lucha contra los seguidores de Jesús.

¡Y las acusaciones contra los fieles serán terribles! Pero aún así no deberán ellos renunciar a los procesos apostólicos intrépidos: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro y al esclavo como su amo. Si al dueño de casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados! No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde las azoteas” (Mt 10, 24-27).

Como ya lo dijimos, los fieles deben apreciar altamente la estima de sus semejantes; pero también despreciar su odio, siempre que éste sea fundado en una aversión a la verdad o a la virtud. El apóstol debe desear la conversión del prójimo, pero no debe confundir la conversión sincera y profunda de un hombre o de un pueblo con las señales de una popularidad superficial. Nuestro Señor hizo milagros para convertir, no para ser popular: “Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás” (Mt 12, 39), declaró, indicando con ello que los milagros inútiles a la conversión no se realizarían. En efecto, si bien que los milagros pudieran valerle cierta popularidad al Salvador, era una popularidad inútil, porque no procedía del deseo de conocer la verdad. 

Para ser popular, se sacrifican hasta los principios…

¡Cuánto apóstol intenta, sin embargo, lo posible y lo imposible para ser popular, y por este anhelo sacrifica hasta los principios! Tal vez ignore que pierde así la bienaventuranza prometida por el Señor a los que, por amor a la ortodoxia y a la virtud, son odiados por los enemigos de la Iglesia: “Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Lc 6, 22-23).

Nunca sacrifiquemos, disminuyamos o manchemos la verdad, por mayores que sean los rencores que con esto pesaran sobre nosotros. Nuestro Señor nos dio el ejemplo, predicando la verdad y el bien, exponiéndose por esto hasta ser aprisionado, como vemos: “«¿Acaso no os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley? ¿Por qué queréis matarme?» Respondió la gente: «Tienes un demonio, ¿quién quiere matarte?» Jesús les contestó: «He hecho una obra y todos os admiráis por ello. Moisés os dio la circuncisión —aunque no es de Moisés, sino de los patriarcas— y vosotros circuncidáis a un hombre en sábado. Si un hombre recibe la circuncisión en sábado para que no se quebrante la ley de Moisés, ¿por qué os enojáis contra mí porque he curado en sábado a un hombre enteramente? No juzguéis según apariencia, sino juzgad según un juicio justo».

Entonces algunos que eran de Jerusalén dijeron: «¿No es éste el que intentan matar? Pues mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que éste es el Mesías? Pero éste sabemos de dónde viene, mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene».

Entonces Jesús, mientras enseñaba en el templo, gritó: «A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el que es Veraz es quien me envía; a ése vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado». Entonces buscaban apresarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora” (Jn 7, 19-30). 

Procedimiento evangélico para con los hombres de mala doctrina

Éste es el consejo del Apóstol Santiago:

“No os engañéis, mis queridos hermanos” (Sant 1, 16). Seamos sumamente precavidos, astutos, sagaces y previdentes al discernir la buena de la mala doctrina.

Pero eso no basta. Las doctrinas se encarnan en hombres. Debemos ser astutos, sagaces, precavidos también con los hombres.

Sepamos ver al enemigo, y combatirlo con las armas de la caridad y de la fortaleza:

“El Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos —esos tiempos que a Pío XI le parecieron tan semejantes a los nuestros— algunos se alejarán de la fe por prestar oídos a espíritus embaucadores y a enseñanzas de demonios, inducidos por la hipocresía de unos mentirosos, que tienen cauterizada su propia conciencia” (1 Tim 4, 1-2).

En cuanto a doctrinas y a doctrinadores, tanto en el terreno teológico cuanto en el filosófico, político, social, económico y en cualquier otro campo en que la Iglesia esté interesada, vale este consejo: “Y ésta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables” (Fil 1, 9-10).

En efecto, en esta tristísima época de ruina y de corrupción no sería explicable que no existiesen, como en el tiempo de los Apóstoles, “falsos apóstoles, obreros tramposos” que se infiltran en las filas de los hijos de la luz, “disfrazados de apóstoles de Cristo; y no hay por qué extrañarse, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia. Pero su final corresponderá a sus obras” (2 Cor 11, 13-15). 

Tener la astucia de la serpiente para seguir el Santo Evangelio

Contra estos ministros, ¿qué otra arma hay sino la argucia necesaria para saber por sus actos, por sus doctrinas, distinguir entre los hijos de la luz y los de las tinieblas?

Contra los predicadores de doctrinas erróneas, más dulces, más fáciles, y por eso mismo más engañosas, la vigilancia no debe ser apenas penetrante, sino ininterrumpida:

“Os ruego, hermanos, que tengáis cuidado con los que crean disensiones y escándalos contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; alejaos de ellos. Pues estos tales no sirven a Cristo nuestro Señor sino a su vientre, y a través de palabras suaves y de lisonjas seducen los corazones de los ingenuos. La fama de vuestra obediencia se ha divulgado por todas partes; de aquí que yo me alegre por vosotros; pero deseo que seáis sabios para el bien y cándidos para el mal. Y el Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros” (Rom 16, 17-20).

“¡Sabios para el bien y cándidos para el mal!” ¡Cuántos hay que sólo predican ingenuidad y candor al servicio del bien, y sin embargo poseen una terrible sabiduría para propagar el mal!

Esta sabiduría serpentinamente astuta, para el bien, es una virtud absolutamente tan evangélica cuanto la inocencia de la paloma: “Lo digo para que nadie os engañe con argumentos capciosos” (Col 2, 4).

“Cuidado con que nadie os envuelva con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo” (Col 2, 8).

“Que no os descalifique nadie que se recrea vanamente en cultos de ángeles, o se enfrasca en sus visiones, engreído sin razón por su mente carnal” (Col 2, 18).

La Iglesia es militante y nosotros somos sus soldados. ¿Serán todavía necesarios más textos a fin de probar que debemos ser, no soldados cualquiera, sino soldados vigilantes? La experiencia demuestra que de nada valen las mejores virtudes militares sin la vigilancia. Baste esto para persuadirnos que cada uno debe, como miles Christi, desarrollar de modo exponencial no sólo la inocencia de la paloma, sino la astucia de la serpiente, si queremos seguir íntegramente el Santo Evangelio. 

“El que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” - Arriba, detalle del batisterio de la iglesia "Madonna del Miracolo" (Virgen del Milagro), en Roma.

La «táctica del terreno común» — paciencia no es imbecilidad

La famosa “táctica del terreno común” consiste en evitar constantemente cualquier tema que pueda constituir un motivo de desavenencia entre católicos y no católicos, y poner en evidencia apenas lo que pueda haber de común entre unos y otros.

Jamás una separación de campos, una aclaración de ambigüedades, una definición de actitudes. Mientras un individuo sea o se diga católico, por más que sus gestos o palabras difieran de sus ideas, su vida desentone de sus creencias y su propia sinceridad pueda ser puesta en duda, jamás se deberá tomar una actitud enérgica contra él, bajo pretexto de que es necesario no “romper el arbusto partido ni extinguir la mecha que aún humea”. Cómo se debe proceder en este delicado asunto, lo dice sin embargo, y elocuentemente, el siguiente texto, que prueba que una justa paciencia jamás debe alcanzar los límites de la imprudencia y de la imbecilidad:

“Todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: y limpiará su era, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga” (Mt 3, 10-12).

En cuanto a ocultar los motivos de desacuerdo que nos separan de aquellos que son apenas imperfectamente nuestros, el Divino Maestro no procedió así en las numerosas circunstancias que en seguida examinaremos.

Los fariseos llevaban una vida de piedad, al menos en apariencia, y Nuestro Señor, lejos de ocultar en cuánto esta apariencia era insuficiente, por recelo de irritarlos y de distanciarlos aún más de sí, embistió claramente contra ellos, diciéndoles:

“No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?» Entonces ya les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad»” (Mt 7, 21-23).


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