Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Admirable  lección  de  energía

y  de  combatividad  del

Divino Maestro

 

 

Extractos del libro «En Defensa de la Acción Católica» (1943)

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“Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo” (pintura de Pedro Bruegel el jóven)

¿Podría irritar este lenguaje? ¿Podría suscitar contra el Salvador el odio de los fariseos, en lugar de convertirlos? Poco importa. Las acomodaciones fáciles, si bien que ilusorias, no podían ser practicadas por el Maestro, que prefirió para sí, y para sus discípulos de todos los siglos, la lucha declarada:

“No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 34-39).

Como mucha gente de nuestros días, con la cual espíritus acomodaticios y pacifistas prefieren contemporizar perpetuamente, también los fariseos tenían “algo de bueno”. Sin embargo, ellos no fueron tratados según las agradables prácticas de la táctica del terreno común. Con una lógica impecable el Maestro los fustigó con las siguientes palabras:

“Plantad un árbol bueno y el fruto será bueno; plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por el fruto. Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas si sois malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno saca del caudal bueno cosas buenas, pero el hombre malo saca del caudal malo cosas malas” (Mt 12, 33-35).

Cuando la experiencia demostró que los fariseos rechazaron la inmensa y adorable gracia contenida en las palabras fulminantes del Salvador, y más aún se rebelaron contra éste, el Maestro no por ello cambió de táctica: “Se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oírte?» Respondió él: «La planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo». Pedro le dijo: «Explícanos esta parábola». Él les dijo: «¿También vosotros seguís sin entender?»” (Mt 15, 12-16).

Con esto Jesús demostró que el temor de disgustar y de indignar contra la Iglesia a los que están en falta no puede ser el único móvil de nuestros procesos de apostolado. Sin embargo, ¡cuántos son hoy en día los que están como San Pedro y los apóstoles, “sin entender”, y no comprenden la admirable lección de energía y de combatividad que el Maestro Divino nos dio!

Nuestro Señor increpa violentamente a los hipócritas

Cuál de nuestros románticos liberales sería capaz de decir a los modernos perseguidores de la Iglesia estas palabras:

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!

 

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera!

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en vuestra contra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!

“¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis del juicio de la gehenna [el infierno]? Mirad, yo os envío profetas y sabios y escribas. A unos los mataréis y crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad. Así recaerá sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. En verdad os digo, todas estas cosas caerán sobre esta generación” (Mt 23, 23-36). 

Un abismo más hondo del que había antes de la Redención

Con todo, frecuentemente esos románticos liberales no son menos malos que los fariseos, ya que ni siquiera son buenos en su doctrina, en general son escandalosos públicos y depravados que suman, a la corrupción de los fariseos, el enorme pecado del mal ejemplo y del orgullo de ser malos. Repetimos que es un error imaginarse que hoy ya no hay personas tan malas como las que existían en los tiempos de Nuestro Señor, ya que Pío XI consideró que estábamos al borde de un abismo más profundo que aquel en que el mundo yacía antes de la Redención. Sin embargo, ¡cuán numerosas son las personas que tontamente temerían pecar contra la caridad, si dirigieran a los adversarios de la Iglesia un apóstrofe tan vehemente!

Sobre los fariseos, dijo Nuestro Señor: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí»” (Mc 7, 6).

Cómo imitaríamos adecuadamente al Divino Maestro si, dijéramos, de los materialistas corruptos de nuestros días: “Blasfemas contra Dios con tus labios, y tu corazón está lejos de Él”.

Nuestro Señor previó muy bien que este proceso irritaría siempre a ciertos enemigos contra la Iglesia: “Y entregará a la muerte el hermano al hermano y el padre al hijo; y se levantarán hijos contra padres y se darán muerte; y seréis odiados por todos a causa de mi nombre, pero quien persevere hasta el fin [de su vida] se salvará” (Mc 13, 12-13).

Pero la más alta expresión de caridad consiste precisamente en hacer el bien, por medio de consejos claros –y, si fuera necesario, heroicamente agudos– a aquellos mismos que tal vez nos paguen este bien arrastrándonos a la muerte.

Por eso, dijo Nuestro Señor a los que más tarde lo matarían, pero entonces lo aplaudían: “En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6, 26).

Es un error ocultar sistemáticamente al pecador su verdadero estado. San Juan, por ejemplo, no dudó en decir: — “Quien comete el pecado es del Diablo” (1 Jn, 3, 8). Por ello fue el apóstol del amor categórico, al escribir: “Todo el que se propasa y no se mantiene en la doctrina de Cristo, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, éste posee al Padre y al Hijo. Si os visita alguno que no trae esa doctrina, no lo recibáis en casa ni le deis la bienvenida; quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas acciones” (2 Jn. 9-11).

(continua)


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