Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Adveniat Regnum tuum

 

 

 

 

 

 

 

O Legionário, São Paulo, 25 diciembre 1938 (*)

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Si en todas las épocas de la historia cristiana, la fecha de Navidad abre una claridad alegre y tranquila en el curso normal y laborioso de la vida de todos los días, en nuestra época la tregua natalina asume un significado especial, porque ella equivale a un gran y universal "sursum corda" clamado a una humanidad tumultuosa y sufridora, que va sumergiéndose aceleradamente en el caos de la más completa disolución moral y social.

Nuestra época es un valle sombrío entre dos cumbres: la civilización del pasado, de la que decaímos a través de sucesivas catástrofes, que comenzaron con la pseudo-Reforma y culminaron con los totalitarismos de derecha e izquierda, y la civilización del futuro, para la cual caminamos a través de luchas y de sinsabores que llena, a cada momento, de cruces nuestro camino.

Precisamente por eso, porque vivimos en los últimos momentos de un mundo que expira, y ya vemos las señales precursoras de otro que nace, la lección de Navidad tiene para nosotros un significado profundo, que debemos meditar en el día de hoy.

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El pueblo elegido esperaba la salvación por medio de un Mesías, nacido de la estirpe de David, según la auténtica e insofismable promesa divina. Todos los demás pueblos de la tierra, no habiendo sin embargo recibido los mensajes divinos por medio de los Profetas, conservaban una reminiscencia de la promesa de un Salvador, hecha por Dios a Adán y Eva, cuando salieron del Paraíso. Y por esto también ellos conservaban, ora más, ora menos deformada, la esperanza tradicional de que un Salvador habría de regenerar la humanidad sufridora y pecadora.

Esta esperanza, entretanto, llegó a su auge en la época en que Nuestro Señor vino al mundo. Como afirmó un historiador famoso, toda la humanidad se sentía vieja y gastada. Las fórmulas políticas y sociales utilizadas entonces, ya no correspondían a los anhelos y al modo de ver de los hombres del tiempo. Un inmenso deseo de reforma sacudía diversos pueblos. La lucha de clases hervía, no hacía mucho tiempo, en Grecia, en Italia, en Fenicia y en otros países también. La organización política se hacía cada vez más opresiva. Roma había dilatado por todo el mundo las fronteras de su Imperio, y la Ciudad Eterna era, en aquella época, no la reina, sino la tirana de toda la humanidad, sujeta a las más injustas extorsiones para pagar las orgías de los patricios romanos. En todos los países, el contraste entre riqueza y miseria era patente.

De un lado, hombres riquísimos vivían en el fausto y en el lujo desordenado. De otro lado, una multitud de parados infestaba muchos barrios de las grandes ciudades de entonces. Finalmente, como negro fondo de cuadro, millones y millones de esclavos, arrinconados en las bodegas de las naves o aparejados como animales a los carros de transporte, o presos indisolublemente al arado, gemían bajo el guante de una opresión que parecía no tener fin. Una inmensa corrupción de costumbres se arrastraba por todo el territorio del Imperio, y ponía en ruina todas las instituciones políticas. Los escándalos se multiplicaban en las filas de la más alta aristocracia y de ahí se proyectaban sobre todas las gamas de la sociedad. Augusto intentaba en vano reaccionar contra la creciente decadencia. No surtieron efecto sus leyes reaccionarias. En el seno de su propia familia las aberraciones más monstruosas se multiplicaban. Y todo el mundo sentía que una crisis inmensa amenazaba a la sociedad de una ruina inevitable.

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Fue en este ambiente, mientras los hombres de Estado y los moralistas de la época discutían gravemente sobre tantos y tan insolubles problemas que, en el establo de Belén, en medio de una noche profunda, rayó para el mundo la salvación. Es posible que, en el momento exacto en que el Salvador nació, el orgulloso emperador romano estuviese, en su palacio, entregado a las más amargas reflexiones que le sugerían el fracaso de su política moralizadora. Es posible que, a poca distancia de la casa imperial, se prolongase noche adentro alguna de aquellas descabelladas orgías que eran el tema obligatorio de los "potins" de la época.

Ni unos, ni otros, ni el genial emperador, ni los sibaritas que hacían perder a la sociedad, tenían idea de lo que en aquel momento, ocurría en Belén. Sin embargo, no era en el palacio imperial, ni en las orgías aristocráticas, ni en los conciliábulos de los conspiradores, donde se estaba decidiendo el destino del mundo. La sociedad del futuro, oriunda de la solución perfecta y completa de los más importantes y vitales problemas de la época, nacía en Belén, y era de las manos virginales de María, de donde el mundo recibía el Mesías, que habría de redimirlo con su sangre y reorganizarlo con su Evangelio.

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¿Cuál es la lección primordial que debemos sacar de ahí?

En primer lugar, lo mismo que para la humanidad del tiempo de Augusto la solución de los más intrincados problemas sociales y políticos no fue encontrada a no ser en Cristo, así también, en nuestro tiempo, es sólo en la Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo, en donde debemos concentrar nuestras esperanzas.

Es posible que, imitando inconscientemente la vigilia de Augusto en la noche de Navidad, muchos Cesares modernos (¡qué diferencia de envergadura entre el César auténtico, y sus semejantes contemporáneos!), hayan pasado la noche de Navidad, indiferentes a la piedad de las masas, que rezan en las Iglesias, volcados sobre sus mesas de trabajo, pensando en los medios de arrancar del atolladero de la crisis contemporánea, sus sufridoras patrias.

Es posible que en esa misma noche, las orgías desmandadas en muchos palacios (no ya de los palacios de la aristocracia de la Roma antigua, sino de los suntuosos "dancins" modernos, palacios que el mundo hodierno erige en honra de su propia corrupción) rompan el silencio de la noche con el sonido de las músicas profanas del "reveillón". Es posible que mucho conspirador esté tramando la revolución y la guerra, en el silencio de la noche, mientras el pueblo conmemora el nacimiento del Príncipe de la Paz.

A pesar de todo esto, no es de los nuevos cesares, ni del conspirador de nuestros días y mucho menos de la sociedad que se corrompe en los "dancins", que nos vendrá la salvación. Si somos católicos, debemos esperar la salvación exclusivamente de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

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Pero hay aún otra reflexión de mayor utilidad. Todos los teólogos son acordes en afirmar que, si la salvación rayó para el mundo en la época en que rayó, lo debemos a las oraciones omnipotentes de María, que consiguió anticipar el día del nacimiento del Mesías. Nadie puede decir cuántos años o cuantos siglos habría aún tardado la Redención, sin las oraciones de María.

No fue, por tanto, de aquellos que, en tiempo de Augusto, se agitaban en las plazas públicas o en los conciliábulos políticos para conseguir la reorganización del mundo, que ésta vino. Ella vino de la oración humilde y confiante de la Virgen María, enteramente ignorada por sus contemporáneos, y viviendo una vida contemplativa y solitaria, en el pequeño rincón, en donde la Providencia la hizo nacer.

Sin querer, con esto, desmerecer, por poco que sea, la vida activa, es preciso hacer constar que fue por medio de la oración y de la contemplación, que se anticipó el momento de la Redención. Y que los beneficios que el genio de Augusto, el tino de todos los grandes generales, economistas y administradores de su tiempo no pudieron dar al mundo, Dios los dispensó por medio de María Santísima. Quien benefició más al mundo no fue quien más estudió, ni quien más actuó, sino quien más y mejor supo orar.

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Si el mundo contemporáneo quiere salir del caos en el que se encuentra, deberá en primer lugar, volverse hacia la Iglesia.

Así, con una suave y austera lección, termina esta breve meditación de Navidad. Es sobre todo de las almas elegidas que Dios llamó al estado sacerdotal o al religioso para vivir la vida de acción o de oración, que, en el plano humano, puede depender una anticipación o un retraso de la restauración del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.

Conscientes de la grandeza de esa misión, lo que nosotros, los seglares que militamos por la Iglesia debemos hacer es una oración junto al pesebre del Niño Dios: "Domine, adveniat regnum tuum".

"Señor, venga a nosotros tu Reino". Que lo realicemos en nosotros, para que después, con vuestro auxilio, lo hagamos también a nuestro alrededor.