Unas a
otras se suceden armoniosamente las colinas, hasta el fondo lejano en que
se pierde el horizonte. Una atmósfera llena de frescura y de claridad
matinal inunda el cuadro y produce la impresión de que las laderas de los
montes, la delicada hierba, el tenue follaje de los arbustos, destilan
suavidad. Las ovejas, espléndidamente integradas en la armonía del
ambiente, pacen lenta y tranquilamente, tan satisfechas y dóciles, que al
frente el perro pastor, digno y "pensativo", camina distendido como si
estuviera de vacaciones.
En el
centro, el hombre, modesto campesino de los Pirineos, en las cercanías de
Lourdes. Todas esas sencillas magnificencias, espléndidas como la
vestidura del lirio del campo, le entran por los sentidos, le confortan el
cuerpo, pero sobre todo le hablan al alma.
¿Qué le
dicen?, él mismo probablemente no lo sabrá describir. Pero, levemente
meditativo, él está ahí como un rey para el que todo existe. Y en esa
plácida alegría, nada hay que no le hable de la dulzura y de la grandeza
inenarrables de Dios, del significado de su propia existencia y del
sublime y eterno destino de su alma. Faltaría sólo en ese paisaje un
campanario a lo lejos, el severo perfil de una cruz o un nicho con una
imagen de la Santísima Virgen que nos recordase la belleza —tan superior a
la de las cosas de la naturaleza— de la obra prima que es la Santa Iglesia
Católica.
Este
ambiente inspira paz en los corazones. Es la tranquilidad en el orden del
cual habla el Papa Juan XXIII en su reciente Mensaje de Navidad.
* * *
Cuántas veces
la vida diaria se aleja de este ideal, que es evidentemente realizable,
tanto en el campo como en una existencia urbana concebida según los
padrones cristianos.
Pero el
sonido típico de las inmensas babeles modernas, el ruido de las máquinas,
el tropel y las voces de los hombres que se afanan tras el oro y los
placeres; que ya no saben caminar, sino sólo correr; que no saben trabajar
sin extenuarse; que no consiguen dormir sin calmantes ni divertirse sin
estimulantes; cuya carcajada es una mueca frenética y triste; que ya no
saben apreciar las armonías de la verdadera música, sino sólo las
cacofonías del rock; todo esto es la excitación en el desorden, de una
sociedad que sólo encontrará la verdadera paz cuando haya reencontrado al
verdadero Dios.
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