Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Trabajo-diversión y trabajo-heroísmo

 

 

 

Transcrito de “Catolicismo”, N° 87 – Marzo de 1958

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Fisonomías completamente distendidas. Sonrisas en todos los labios.

Actitudes que expresan un alto grado de bienestar físico y psíquico. Los trajes, de medios tonos claros y discretos, realzan esta impresión. ¿Pero que hacen estos jóvenes? Si estuviesen alrededor de una mesa de té, en un salón "snob", su actitud no sería diferente. Pero, ¿qué mesa es ésta? Juegan en ella a algún juego nuevo y extraño, que les da tanta y tan distensiva distracción? Nada de eso. Son operarios, que trabajan en una fábrica...

Esta visión del trabajo es evidentemente mentirosa. Todo trabajo exige esfuerzo. Y el esfuerzo cansa, pesa, desgasta. Ahora bien, en este cuadro, precisamente las ideas de cansancio, peso y desgaste han sido completamente barridas. Se diría que no hubo pecado original y que el sudor, ese terrible símbolo del esfuerzo penoso, no es inherente al trabajo.

Claro está que, en circunstancias especiales, la actividad profesional puede ser sumamente apacible y distensiva. Pero esas circunstancias son efímeras. Por poco que el trabajo se prolongue, o se repita, el cansancio y la impresión penosa de lucha comienzan a aparecer.

Que un dibujante haya decidido representar con ese falso enfoque el trabajo, no es cosa de mayor importancia. Lo importante está en que su diseño es expresión típica de una tendencia muy generalizada en nuestra época: un horror fundamental a todo sufrimiento, que conduce a ocultar el dolor y a presentar el universo como un paraíso de delicias. El dolor sería principalmente producto subjetivo de la mente. Si el hombre sonriese ante todo, habría eliminado el sufrimiento, si no totalmente, por lo menos en grandísima parte.

De ahí proviene la famosa frase: sonría por favor.

Esta concepción de la vida, fútil, falsa, que sólo convence a los bobos, es la que expresa el grabado. Se resume en dos palabras: neopaganismo naturalista.

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Rostro alargado, trazos finos y firmes, mirada penetrante y resuelta, agarrando con vigor varonil un gran remo, este pescador vasco tiene una ruda profesión en la que su alma se ha plasmado y dignificado. Es un hombre en todo el sentido de la palabra. Y un hombre que tiene la altanería caballeresca de un verdadero cristiano, de un católico auténtico.

Toda su personalidad está marcada por el esfuerzo, por la lucha, por el riesgo. Se ve que innumerables veces enfrentó los furores o las traiciones del océano y los dominó. Y que está enteramente dispuesto a una serie incontable de otras empresas audaces.

Subyacente a la fisonomía de este trabajador, y al ambiente que le rodea, hay toda una concepción católica del trabajo y del dolor. El sufrimiento existe. Pero es un don admirable de Dios para que el hombre, auxiliado por la gracia, temple y eleve su personalidad. San Francisco de Sales llamaba al sufrimiento el octavo sacramento. Ocultar el dolor es esconder uno de los aspectos de la existencia más nobles e importantes. Si se analiza bien la vida se ve que casi toda o toda la belleza que contiene proviene de un dolor nítidamente previsto y noblemente soportado hasta el final. ¿Qué sería de este pescador sin las grandes luchas de su existencia? ¿No son ellas su genuina y resplandeciente gloria?

Es obvio que, sin el auxilio de la gracia, el hombre no puede soportar rectamente y en su totalidad las mil formas de esfuerzos y sacrificios que la vida impone. Pero, cuando el alma corresponde a la gracia, es capaz de esa gran y gloriosa conformidad con el dolor.

De ahí la concepción católica del trabajo, según la cual precisamente lo que tiene de intrínsecamente más bonito es el ser penoso.


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