Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Dos modos de ver la vida del campo

 

 

 

Catolicismo Nº 09 - Septiembre de 1951

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Son las seis de la tarde. La faena del día se ha terminado. La noble tranquilidad de la atmósfera envuelve la amplitud de los campos convidando al reposo y al recogimiento. Un crepúsculo de color oro transfigura la naturaleza, haciendo brillar en todas las cosas un reflejo lejano y suave de la inexpresable majestad de Dios. A lo lejos se oye débilmente, por causa de la distancia, el tintinear del Angelus. Es la voz cristalina y maternal de la Iglesia que invita a la oración. Los campesinos rezan. Son dos jóvenes cuyo aspecto físico manifiesta al mismo tiempo salud y hábito ya arraigado en el trabajo manual. Sus trajes son rústicos. No obstante, en todo su ser transparece la pureza, la elevación, la natural delicadeza de las almas profundamente cristianas. Su modesta condición social es como que transfigurada e iluminada por su piedad, que indica respeto y simpatía. En sus almas refulgen los rayos dorados del sol, pero de un sol —a todos los títulos— mucho más elevado: la gracia de Dios.

Verdaderamente el centro del cuadro, el punto más alto de la emoción estética que produce, está en la belleza de sus almas. La naturaleza es maravillosa, pero no sirve más que de ambiente para la manifestación de la belleza de esas dos almas reunidas por el Hijo de Dios.

No hay nada en estos dos campesinos que indique desasosiego o malestar. Se sienten bien en su medio, en su profesión, en su clase. ¿Qué otra dignidad, qué otra ventura podría desear esta pareja?

Millet reunió admirablemente en su tela los elementos necesarios para que se comprendiese la dignidad del trabajo manual en la atmósfera plácida y feliz de la verdadera virtud cristiana.

*   *   *

No todos los momentos de la vida del campo son así. Millet recogió, en lo que llamaríarnos un instante feliz, un momento culminante de belleza material y moral. Pero su cuadro tiene el mérito de enseñar a los hombres a ver, dispersos en la rutina de la existencia rural cotidiana, los destellos genuinos y frecuentes de esta fisonomía cristiana de las almas y de las cosas en un ambiente verdaderamente vivificado por la Santa Iglesia.

La actitud de espíritu de Millet, que comunica a quien contempla su obra prima, está por completo vuelta hacia Dios y hacia los reflejos de belleza espiritual y material que El proyecta en la creación.

Haciendo apenas una critica psicológica del cuadro, para ser exacto, solo debería deplorar algún exceso de sentimentalismo.

 

 

¿Se podría hacer el mismo elogio del cuadro de Yves Alix, inspirado también en la vida de los campos, y que tituló "'Le maître des moissons"'? ("Señor de las Cosechas").

El autor no percibió, no situó y no aceptó en su visión del trabajo agrícola nada de lo que hace digno de ser practicado por un hijo de Dios.

En este cuadro no fue el espíritu el que dominó la materia y la ennobleció: fue la materia la que penetró en el espíritu y lo degradó. En esos cuerpos el trabajo material imprimió una brutalidad facinerosa. Las fisonomías exhalan un estado de espíritu que hace pensar en la cantina y el campo de concentración. Si los personajes del segundo plano no pareciesen tan endurecidos y fuesen capaces de llorar, sus lágrimas serían de hiel; si fuesen capaces de gemir, sus gemidos serían como el sonido de engranajes. La tristeza, la maldad, la cacofonía de los colores, de las formas y de las almas se hace patente en el gesto del personaje principal. No se sabe bien qué es lo que exclama, si una amenaza o una blasfemia.

Yves Alix reunió, exageró y deformó hasta el delirio los aspectos por los que el trabajo es una expiación y un sufrirniento, y la tierra un exilio; expresó con una fidelidad meticulosa —y como que entusiasmada— lo que en el alma humana hay de más atroz y más bajo, para presentar el conjunto como aspecto real y normal de la vida cotidiana, espiritual y profesional del trabajador.

Y por esto, mientras que de la obra de Millet se eleva una oración, de la pesadilla de Alix se desprende el aliento de la revolución.

Si Dios permitiese a los ángeles embellecer la tierra y la vida, ellos lo harían en el sentido de hacer más frecuentes, más durables y más bonitos los aspectos que Millet procuró observar y reunir. Si permitiese a los demonios desfigurar los hombres y la creación, formarían en el alma y en el cuerpo, y en los aspectos de las cosas, personajes y ambientes como los del cuadro de Yves Alix.


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