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Plinio Corrêa de Oliveira Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana
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NOTAS ● Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor. ● La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I. ● El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión.
Capítulo IV
La Nobleza en una
sociedad cristiana
Perennidad de su
misión y de su prestigio en el mundo contemporáneo
Las enseñanzas de
Pío XII
1. Clero,
Nobleza y Pueblo
En la Edad Media
la sociedad estaba constituida por esas tres clases sociales, cada una
de las cuales contaba con especiales obligaciones, privilegios y
honores. Además de esta triple división, existía en aquella sociedad la
nítida distinción entre gobernantes y gobernados inherente a todo grupo
social, y máxime a una nación. Sin embargo, participaban en su gobierno,
no sólo el Rey, sino también el Clero, la Nobleza y el Pueblo, cada uno
a su manera y en distinta medida.
Como se sabe, la
Iglesia y el Estado constituyen ambos sociedades perfectas, distintas
entre sí, soberanas cada cual en su respectivo campo: la Iglesia en el
espiritual y el Estado en el temporal. Esta distinción no impide, sin
embargo, que pueda tener el Clero una participación en la función
gobernativa del Estado. Para que esto se vea con claridad, conviene
recordar con rápidas palabras en qué consiste la misión específicamente
espiritual y religiosa que le corresponde primordialmente.
Desde el punto de
vista espiritual, el Clero es el conjunto de personas a quienes compete
enseñar, gobernar y santificar en la Iglesia de Dios, mientras que a los
simples fieles les cabe ser enseñados gobernados y santificados. Éste es
el orden jerárquico de la Iglesia.
Son numerosos los
documentos del Magisterio eclesiástico que establecen esta distinción
entre Iglesia docente y discente. Así por ejemplo, afirma San Pío X en
la encíclica Vehementer Nos:
“La Sagrada
Escritura revela, y la doctrina transmitida por los Padres confirma que
la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, cuya autoridad es
administrada por pastores y doctores (Ef. IV, 11 ss.), esto es, una
sociedad de hombres en la cual algunos mandan a otros con plena y
perfecta potestad para dirigir, enseñar, juzgar (Cf Mt. XXVIII, 18-20;
XVI, 18-19; XVIII, 17; Tit. II, 15; 2 Cor. X, 6; XIII, 10 y en otras
partes). Por consiguiente, esta sociedad es por fuerza y en virtud de su
misma naturaleza, desigual; o sea, comprende una doble categoría de
personas: los pastores y el rebaño, es decir, quienes están colocados en
los diversos grados de la Jerarquía y la multitud de los fieles; y estas
categorías son de tal modo diferentes entre sí, que sólo en la Jerarquía
reside el derecho y la autoridad de llevar y dirigir a los asociados
hacia el fin propuesto por la sociedad; mientras que no es otro el deber
de la multitud sino dejarse ser gobernada y seguir dócilmente a quienes
gobiernan.”
[1]
Esta distinción
existente en la Santa Iglesia entre jerarcas y fieles, gobernantes y
gobernados, es también afirmada en más de un documento del Concilio
Vaticano II:
“Los seglares,
del mismo modo que, por determinación divina, tienen por hermano a
Cristo, (...) así también tienen por hermanos a aquellos que, colocados
en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la
autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios, para que todos
cumplan el nuevo mandamiento de la caridad” (Lumen Gentium, § 32).
“Siguiendo el
ejemplo de Cristo, Quien abrió con su obediencia hasta la muerte el
bienaventurado camino de la libertad de los hijos de Dios para todos los
hombres, procuren los seglares, así como los demás fieles, abrazar con
prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados pastores,
representantes de Cristo establecen en la Iglesia como maestros y
gobernantes” (Lumen Gentium, § 37).
“Cada uno de los
Obispos, a quienes bajo la autoridad del Sumo Pontífice les está
confiada la dirección de cada iglesia particular como sus pastores
propios, ordinarios e inmediatos, apacienta sus ovejas en nombre de
Dios, ejerciendo en ellas sus funciones de enseñar, santificar y regir.”
(Christus Dominus, § II).
[2]
Por el ejercicio
del ministerio sagrado, cabe al Clero, antes que nada la misión excelsa
y específicamente religiosa de proveer la salvación y santificación de
las almas. Esta misión produce en la sociedad temporal —como siempre ha
producido y producirá hasta la consumación de los siglos— efectos
sumamente beneficiosos, pues santificar las almas supone imbuirlas de
los principios de la moral cristiana y guiarlas en la observancia de la
Ley de Dios; un pueblo receptivo a esa influencia de la Iglesia se
encuentra ipso facto idealmente dispuesto para ordenar sus actividades
temporales de modo tal, que lleguen con seguridad a un alto grado de
acierto, de eficacia y de florecimiento. Es célebre la imagen trazada por San Agustín de una sociedad en la que todos sus miembros fuesen buenos católicos. Imaginemos, dice el Santo, “un ejército con soldados tales como los forma la doctrina de Cristo; Gobernadores, maridos, esposos, padres, hijos, señores, siervos, reyes, jueces, contribuyentes y recaudadores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse [los paganos] a decir que ésta es enemiga de la república. Por el contrario, han de reconocer sin dudarlo que cuando se la observa fielmente, le sirve de salvaguarda.” [3]
En esta
perspectiva, correspondía al Clero el asentar y mantener firmes los
propios fundamentos morales de la civilización perfecta, que es la
cristiana. Por una natural conexión, la enseñanza, así como las obras de
asistencia y caridad, estaba a cargo de la Iglesia, que desempeñaba así,
sin carga para el erario público, los servicios habitual-mente adscritos
en los Estados laicos contemporáneos a los ministerios de Educación y
Sanidad.
Se comprende que
por el propio carácter sobrenatural y sagrado de su misión espiritual,
así como por lo que tienen de básico y esencial los efectos del recto
ejercicio de esa misión sobre la sociedad temporal, haya sido reconocido
el Clero como la primera clase de la sociedad.
Por otro lado, el
Clero, que en el ejercicio de su altísima misión no depende de ningún
poder temporal ni terreno, es factor activo en la formación del
espíritu, de la mentalidad de una nación. Entre Clero y nación existe
normalmente un intercambio de comprensión, de confianza y de afecto, que
proporciona al primero posibilidades inigualables de conocer y orientar
las ansias, las preocupaciones, los sufrimientos, en suma, los asuntos
de alma de la población; y no sólo los asuntos de alma, sino también los
aspectos de su vida temporal que son de ellos inseparables. Reconocer al
Clero voz y voto en las grandes y decisivas asambleas nacionales es, por
tanto, para el Estado, un medio precioso de auscultar las pulsaciones de
su corazón.
Así se comprende
que, pese a haber mantenido su alteridad frente a la vida política del
país, elementos del Clero hayan sido para el Poder Público
frecuentemente, a lo largo de la Historia, consejeros oídos y
respetados, así como partícipes valiosos en la elaboración de ciertas
materias legislativas y en la fijación de determinados rumbos de
Gobierno.
Pero el cuadro de
las relaciones del Clero con el Poder Público no se limita a lo dicho
hasta aquí.
El Clero no está
compuesto por ángeles que viven en el Cielo, sino por un conjunto de
hombres que, como ministros de Dios, existen y actúan
in concreto en esta tierra. Esta clase forma parte, por lo tanto, de
la población del país, frente al cual tienen sus miembros derechos y
deberes específicos. La protección de esos derechos y el recto
cumplimiento de esos deberes es del mayor interés para la existencia de
ambas sociedades perfectas: la Iglesia y el Estado. Así lo afirma con
elocuencia León XIII en la encíclica
Immortale Dei.
[4]
Todo esto deja
ver que el Clero se distingue de los demás miembros de la nación como
una clase social perfectamente definida, parte viva del conjunto del
país y, en cuanto tal, con derecho a voz y voto en su vida pública.
[5]
Al Clero le
seguía como segunda clase la Nobleza. Ésta tenía un carácter
esencialmente militar y guerrero. Le correspondía la defensa de la
nación contra las agresiones externas y también la defensa del orden
político y social. Además, en sus respectivas tierras, los señores
feudales ejercían acumulativamente, sin gastos para el Rey, funciones un
tanto semejantes a las de los alcaldes, jueces y comisarios de policía
actuales.
Como se ve, ambas
clases estaban básicamente ordenadas hacia el bien común y, en
compensación por sus graves y específicas funciones, merecían los
correspondientes honores y privilegios, entre los cuales la exención de
impuestos.
El Pueblo, a su
vez, era la clase vuelta de modo particular hacia el trabajo productivo.
Eran privilegios suyos el participar en la guerra en grado mucho menor
que la Nobleza y, casi siempre, la exclusividad en el ejercicio de las
profesiones más lucrativas, como el comercio y la industria. Sus
miembros no tenían normalmente ninguna obligación especial con el
Estado. Trabajaban para el bien común tan solo en la medida en que cada
cual favorecía sus legítimos intereses personales y familiares; de ahí
que fuera la clase menos favorecida en honores especiales y sobre la
cual recaía, en consecuencia, el peso de los impuestos.
“Clero, Nobleza y
Pueblo”: esta trilogía recuerda naturalmente las asambleas
representativas que caracterizaron el funcionamiento de muchas
monarquías del periodo medieval y del Antiguo Régimen: las Cortes de
España y Portugal, los Estados Generales franceses, el Parlamento de
Inglaterra, etc. En dichas asambleas había una representación nacional
auténtica que reflejaba fielmente la organicidad social.
Con la
Ilustración otras doctrinas de filosofía política y social comenzaron a
conquistar ciertos sectores directivos de las naciones de Europa.
Entonces, bajo el efecto de una mal comprendida noción de libertad, el
Viejo Continente comenzó a caminar hacia la destrucción de los cuerpos
intermedios, la entera laicización del Estado y de la nación, y la
formación de sociedades inorgánicas, representadas por un criterio
únicamente cuantitativo: el número de votos.
Esta
transformación, que se ha venido extendiendo desde las últimas décadas
del siglo XVIII hasta nuestros días, ha facilitado peligrosamente el
fenómeno de degeneración pueblo-masa, tan sabiamente señalado por Pío
XII. 2. El
deterioro del orden medieval en los tiempos modernos
Como se ha dicho
en el Capítulo II, esta organización de la sociedad, al mismo tiempo
política, social y económica, se deshizo a lo largo de la Edad Moderna
(siglos XV al XVIII). A partir de entonces, las sucesivas
transformaciones políticas y socio-económicas han tendido a confundir
todas las clases, y a negar completa o casi completamente al Clero y a
la Nobleza el reconocimiento de una situación jurídica especial. Dura
contingencia ésta, ante la que esas clases no deben cerrar los ojos con
pusilanimidad, pues sería indigno tanto de verdaderos clérigos como de
verdaderos nobles.
Pío XII, en una
de sus magistrales alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana
describe ese estado de cosas con impresionante precisión:
“En primer lugar,
mirad con intrepidez y valor la realidad presente. Nos parece superfluo
insistir en recordaros aquello que hace casi tres años fue objeto de
Nuestras consideraciones; Nos parecería vano y poco digno de vosotros
disimularla con eufemismos prudentes, especialmente después de que nos
hayan dado las palabras de vuestro elocuente portavoz tan claro
testimonio de vuestra adhesión a la doctrina social de la Iglesia y a
los deberes que de ella se derivan. La nueva Constitución de Italia no
os reconoce ya como clase social ninguna misión específica, ningún
atributo, ningún privilegio ni en el Estado, ni en el pueblo.”
[6]
Esta situación,
observa el Pontífice, es el punto final de todo un largo encadenamiento
de hechos que dan la impresión de una especie de
“caminar fatal.”
[7]
Ante las
“formas de vida bien diversas”
[8]
que ahora se constituyen, los miembros de la Nobleza y de las élites
tradicionales no deben perderse en lamentaciones inútiles ni ignorar la
realidad, sino tomar una actitud clara ante ella. Es la conducta propia
a las personas de valor: “Mientras
los mediocres no hacen sino fruncir el ceño ante la adversidad, los
espíritus superiores saben, según la expresión clásica, pero en un
sentido más elevado, mostrarse ‘beaux joueurs’,
[9]
conservando imperturbable suporte noble y sereno.”
[10] 3. La Nobleza
debe mantenerse como clase dirigente en el contexto social,
profundamente transformado, del mundo actual
¿En qué consiste
concretamente este reconocimiento objetivo y varonil de condiciones de
vida con respecto a las cuales “se
puede pensar lo que se quiera”
[11]
—y que, por tanto, no se está obligado de ninguna manera a aplaudir—
pero que constituyen una realidad palpable dentro de la cual se está
obligado a vivir?
¿Han perdido la
Nobleza y las élites tradicionales su razón de existencia? ¿Deben romper
con sus tradiciones, con su pasado? En una palabra, ¿deben disolverse en
la plebe confundiéndose con ella, borrando todo lo que se conserva en
las familias nobles de altos valores de virtud, cultura, estilo y
educación?
Una lectura
apresurada de la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana de 1952
podría conducir a una respuesta afirmativa. Esta respuesta —nótese—
estaría en patente desacuerdo con lo que enseñan las pronunciadas en los
años anteriores, así como con párrafos de más de una alocución de Papas
posteriores a Pío XII.
Este ilusorio
desacuerdo resulta especialmente de los textos arriba citados, así como
de otros que lo serán más adelante.
[12]
No es éste, sin
embargo, el pensamiento del Pontífice, expresado en la propia alocución
de 1952. Para él, las élites tradicionales deben continuar existiendo y
teniendo una alta misión: “Bien
podría ser que uno u otro punto del presente estado de cosas os
desagrade; pero, en interés al bien común y por amor a él, para la
salvación de la Civilización Cristiana en esta crisis, que, lejos de
atenuarse, parece más bien ir creciendo, permaneced firmes en la brecha,
en la primera línea de defensa. Vuestras particulares cualidades pueden
también hoy ser allí excelentemente utilizadas. Vuestros nombres, que
desde un lejanísimo pasado resuenan con fuerza en el recuerdo y en la
historia de la Iglesia y de la sociedad civil, traen a la memoria
figuras de grandes hombres y hacen resonar en vuestro espíritu la voz
admonitora que os recuerda el deber de mostraros dignos de ellos.”
[13]
Aún más claro
queda en la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana de 1958, en un
texto ya antes parcialmente citado:
[14]
“Vosotros, que no
dejabais de visitarnos al inicio de cada nuevo año, recordaréis sin duda
la cuidadosa solicitud con que Nos ocupábamos de allanaros el camino
hacia el porvenir, que se anunciaba ya entonces áspero por las profundas
convulsiones y transformaciones que amenazaban al mundo. (...)
En particular, recordaréis a
vuestros hijos y nietos cómo el Papa de vuestra infancia y niñez no
omitió indicaros los nuevos deberes que las cambiadas condiciones de los
tiempos imponían a la Nobleza; que, por el contrario, os explicó muchas
veces cómo la laboriosidad había de ser el titulo más sólido y digno
para aseguraros la permanencia entre los dirigentes de la sociedad; que
las desigualdades sociales, a la vez que os elevaban, os prescribían
particulares deberes en pro del bien común; que de las clases más altas
podían descender para el pueblo grandes beneficios o graves daños; que,
si se quiere, los cambios en la forma de vivir pueden conjugarse
armónicamente con las tradiciones de que las familias patricias son
depositarias.”
[15]
El Pontífice no
desea, pues, la desaparición de la Nobleza en el contexto social
profundamente transformado de nuestros días; por el contrario, invita a
sus miembros a desarrollar los esfuerzos necesarios para que se mantenga
en la posición de clase dirigente también dentro del amplio cuadro de
categorías a las cuales toca orientar al mundo actual; y con este deseo
deja transparentarse un peculiar matiz: que la presencia de la Nobleza
entre esas categorías tenga un sentido tradicional, o sea, el valor de
una continuidad, el sentido de una
“permanencia”; es decir, de fidelidad a uno de los principios
constitutivos de la Nobleza en los siglos precedentes: la correlación
entre “las desigualdades sociales”
que la “elevaban” y sus
“particulares deberes en pro del
bien común”.
Así,
“si se quiere, los cambios en la
forma de vivir pueden conjugarse armónicamente con las tradiciones de
que las familias patricias son depositarias.”
Pío XII insiste
en que la Nobleza debe permanecer en el mundo de la posguerra, con tal
que ésta se muestre verdaderamente insigne por las cualidades morales
que la deben caracterizar:
“A veces, refiriéndonos a la contingencia del tiempo y de los
acontecimientos, os exhortamos a tomar parte activa en la curación de
las llagas producidas por la guerra, en la reconstrucción de la paz, en
el renacer de la vida nacional, evitando las ‘emigraciones’ o
abstenciones; porque aún quedaba en la nueva sociedad un amplio lugar
para vosotros si os mostrabais verdaderamente élites y optimates, es
decir, insignes por vuestra serenidad de ánimo, prontitud para la
acción, generosa adhesión.”
[16] 4. Mediante
una juiciosa adaptación al mundo moderno, la Nobleza no desaparece en la
nivelación general
De acuerdo con
las anteriores observaciones, esa indispensable adaptación al mundo
moderno —mucho más igualitario que la Europa anterior a la II Guerra
Mundial— no significa para la Nobleza una renuncia a sí misma y a sus
tradiciones desapareciendo en la nivelación general sino, por el
contrario, significa mantenerse como valiente continuadora de un pasado
inspirado en principios perennes, de los cuales el Pontífice realza el
más alto: la fidelidad al “ideal
cristiano”. “Recordaréis también cómo os incitábamos a desterrar el abatimiento y la
pusilanimidad frente a la
evolución de los tiempos, y cómo os exhortábamos
a que os adaptarais valerosamente
a las nuevas circunstancias, fijando la mirada en el ideal cristiano,
verdadero e indeleble título de genuina nobleza.”
[17]
Esta es la
valiente adaptación que cabe a
la Nobleza llevar a cabo “frente a
la evolución de los tiempos”.
En consecuencia,
no se trata de que la Nobleza renuncie a la gloria que hereda de su
abolengo, sino de que la conserve para sus respectivas estirpes y, lo
que es más, de actuar en beneficio del bien común con la
“valiosa contribución” que
“todavía estáis en condiciones de prestarle”:
“Pero, ¿por qué,
amados hijos e hijas, os hicimos entonces estas advertencias y
recomendaciones, y os las repetimos ahora, sino para preveniros contra
amargos desengaños, para conservar en vuestros linajes la herencia de
vuestras ancestrales glorias, para asegurar a la sociedad a que
pertenecéis la valiosa contribución que todavía estáis en condiciones de
prestarle?”
[18] 5. Para
corresponder a las esperanzas en ella depositadas, la Nobleza debe
brillar en los dones que le son específicos
Después de
realzar una vez más —¡y a cuán justo título!— la importancia de la
fidelidad de la Nobleza a la moral católica, Pío XII traza un cuadro
fascinante de los atributos que la Nobleza debe aportar para
corresponder a las esperanzas que en ella deposita. Importa
especialmente notar en el presente estudio que esas cualidades deben
brillar en la familia en cuanto “fruto de largas tradiciones familiares”, obviamente hereditarias, y
constituyen, con ese matiz, algo de
propio, de específico de la
clase noble:
“Sin embargo —Nos
preguntaréis tal vez— ¿qué hemos de hacer, en concreto, para alcanzar
tan alto objetivo?
“Ante todo,
debéis insistir en vuestra irreprensible conducta religiosa y moral,
especialmente dentro de la familia, y practicar una sana austeridad de
vida. Haced que las otras clases perciban el patrimonio de virtudes y
dotes que os son propias, fruto de largas tradiciones familiares. Son
éstas la imperturbable fortaleza de ánimo, la fidelidad y dedicación a
las causas más dignas, una tierna y munífica piedad para con los débiles
y los pobres, el prudente y delicado modo de tratar los asuntos graves y
difíciles, aquel prestigio personal, casi hereditario en las nobles
familias, por el que se llega a persuadir sin oprimir, a arrastrar sin
forzar, a conquistar sin humillar el espíritu de los demás, ni siquiera
el de vuestros adversarios o rivales. El empleo de
estas dotes y el ejercicio de las virtudes religiosas y cívicas son la
más convincente respuesta a los prejuicios y sospechas, pues manifiestan
una íntima vitalidad de espíritu de la cual emanan todo vuestro externo
vigor y la fecundidad de vuestras obras.”
[19]
El Pontífice
enseña aquí a sus ilustres oyentes un modo adecuado de replicar las
invectivas del igualitarismo vulgar de nuestro tiempo, contrario a que
sobreviva la clase nobiliaria. 6. Incluso
los que ostentan desprecio por las antiguas formas de vida no son del
todo inmunes al esplendor nobiliario
Pío XII realza el
“vigor y fecundidad en las obras”
como “características de la
genuino Nobleza”, e incita a esta última a que los aporte al
servicio del bien común:
“¡Vigor y
fecundidad en las obras! He aquí dos características de la genuina
nobleza, de las cuales son perenne testimonio los signos heráldicos
impresos en bronce y mármol porque representan de alguna manera la trama
visible de la historia política y cultural de no pocas gloriosas
ciudades europeas. Cierto es que la sociedad moderna no suele esperar con preferencia de
vuestra clase la orden para dar comienzo a las obras y afrontar los
acontecimientos; sin embargo, no
rehúsa la cooperación de los escogidos talentos que hay entre vosotros,
puesto que una juiciosa parte de ella conserva un justo respeto a las
tradiciones y aprecia su alto decoro, siempre que tenga fundamento,
mientras que el resto la sociedad, que ostenta indiferencia y quizá
desprecio hacia las viejas formas de vida, tampoco queda del todo inmune
a la seducción del esplendor; tanto es así, que se esfuerza en crear
nuevas formas de aristocracia, algunas dignas de estima, otras basadas
sobre vanidades y frivolidades, preocupadas solamente en apropiarse de
los elementos decadentes de las antiguas instituciones.”
[20]
En ese sentido,
el Pontífice pondera que en la sociedad moderna pueden distinguirse dos
tendencias del hombre de hoy ante la Nobleza: una
“conserva un justo respeto a las tradiciones y aprecia su alto decoro”,
por lo que “no rehúsa la
cooperación de los escogidos talentos que hay entre vosotros”; otra,
“que ostenta indiferencia y quizá desprecio hacia las viejas formas de
vida, tampoco queda del todo inmune a la seducción del esplendor”
nobiliario. Más adelante, Pío XII menciona indicios expresivos de esa
disposición de ánimo.
7. Las
virtudes y cualidades específicas de los nobles se comunican a cualquier
trabajo que ejerzan
Prosigue el
Pontífice: “Es claro, sin embargo,
que hoy no pueden siempre manifestarse
el vigor y la fecundidad en
las obras conformas ya superadas. Esto no significa que se haya
restringido el campo de vuestras actividades; por el contrario, ha sido
ampliado a la totalidad de las profesiones y oficios. Todo el terreno
profesional está también abierto para vosotros; en todos los sectores
podéis ser útiles y haceros insignes; en los cargos de la administración
pública y del gobierno, en las actividades científicas, culturales,
artísticas, industriales, comerciales.”
[21]
El Sumo Pontífice
alude en el presente párrafo al hecho de que en el régimen político y
socio-económico vigente antes de la Revolución Francesa, ciertas
profesiones no eran generalmente ejercidas por los nobles, pues eran
consideradas inferiores a la Nobleza. Su ejercicio podía implicar
incluso la pérdida de la condición nobiliaria. A título de ejemplo,
puede mencionarse el ejercicio del comercio, reservado en muchos
lugares, en la mayor parte de los casos, a la burguesía y al pueblo.
Estas
limitaciones fueron desapareciendo a lo largo de los siglos XIX y XX,
hasta el punto de haber sido enteramente eliminadas en nuestros días.
Pío XII parece
también tomar en consideración en este párrafo el hecho de que los
trastornos originados por las dos Guerras Mundiales que marcaron este
siglo arruinaron económicamente a un considerable número bastante
ponderable de estirpes nobles, cuyos miembros quedaron reducidos así al
ejercicio de actividades subalternas, impropias, no sólo de la Nobleza,
sino también de la alta y media burguesía. Se puede hablar incluso de la
proletarización de ciertos nobles.
Frente a tan
duras realidades, Pío XII estimula a esas estirpes a que no se disuelvan
en la banalidad del anonimato sino que, por el contrario, practicando
sus virtudes tradicionales, actúen con
“vigor y fecundidad”, y
comuniquen así una nota específicamente noble a cualquier trabajo que
ejerzan por elección propia, o que se vean obligados a aceptar en
consecuencia del duro imperio de las circunstancias. De este modo,
conseguirán que la Nobleza sea comprendida y respetada, ¡incluso en las
más penosas situaciones! 8. Un
altísimo ejemplo: la familia de estirpe real en cuyo hogar nació y vivió
el Dios humanado
Estas altas
enseñanzas —que usan como ejemplo las funciones de la administración
pública y del Gobierno y otras ejercidas habitualmente por la burguesía—
hacen también pensar, sin embargo, en el matrimonio nacido de la estirpe
real de David, en cuyo hogar, al mismo tiempo principesco y obrero,
nació y vivió durante treinta años, ¡el Dios humanado!
[22]
Análoga reflexión
se encuentra en la alocución de Pío XII a la Guardia Noble en 1939:
“Nobles erais aun antes de servir
a Dios y a Su Vicario bajo el estandarte blanco y dorado.
La Iglesia, a cuyos ojos el orden de la sociedad humana reposa
fundamentalmente sobre la familia, por humilde que sea, no desestima
aquel tesoro familiar que es la nobleza hereditaria. Se puede decir, por
el contrario, que no la despreció ni el propio Jesucristo: el varón a
quien confió la misión de proteger su adorable Humanidad y a su Madre
Virgen era de estirpe real: ‘Joseph, de Domo David’
[23]
(Luc. I, 27). Por eso Nuestro Antecesor León XII, en el documento de
reforma del Cuerpo de 17 de febrero de 1824 atestiguaba que la Guardia
Noble está ‘destinada a prestar el servicio más próximo e inmediato a
nuestra misma persona y, tanto por la finalidad de su institución,
como por la calidad de los
individuos que lo componen, constituye un Cuerpo que es la primera y
más respetable de todas las armas de nuestro Principado’.”
[24] 9. La más
alta función de la Nobleza: conservar, defender y difundir las
enseñanzas cristianas contenidas en las nobles tradiciones que la
distinguen
En su alocución de 1958, el Pontífice se refiere a la obligación genérica que tienen “clases altas, entre las cuales está la vuestra” —es decir, la del Patriciado y la Nobleza romana— de resistir moralmente a la corrupción moderna: “Quisiéramos, por fin, que vuestra influencia en la sociedad le evitase un grave peligro, propio de los tiempos modernos. Es notorio que ésta progresa y se eleva cuando las virtudes de una clase se difunden a las otras; decae, por el contrario, si se transfieren de la una a las otras los vicios y abusos. Sucede que, por la debilidad de la naturaleza humana, habitualmente son estos últimos los que se propagan, y [esto ocurre] hoy con tanta mayor celeridad cuanto más fáciles son los medios de comunicación, información y contacto personal, no sólo entre nación y nación, sino también entre continentes. Acontece en el campo moral lo mismo que se verifica en el de la salud física: ni las distancias ni las fronteras nunca impiden que el germen de una epidemia alcance en corto tiempo lejanas regiones. Ahora bien, las clases altas, entre las cuales está la vuestra, a causa de las múltiples relaciones con países de diferente nivel moral, quizá hasta inferior, de las frecuentes estancias en ellos, pueden fácilmente convertirse en vehículos de desviaciones en las costumbres.” [25]
El Santo Padre
define más específicamente las características de esa obligación en lo
que se refiere a la Nobleza: es un deber de resistencia a cumplir, ante
todo, en el campo doctrinal, aunque se extiende también al terreno de
las costumbres.
“Por lo que a
vosotros respecta, vigilad y proceded de modo que las perniciosas
teorías y los perversos ejemplos nunca cuenten con vuestra aprobación y
simpatía, ni mucho menos hallen en vosotros vehículos favorables para la
infección ni focos de eIIa.”
Este deber es
elemento integrante de “aquel
profundo respeto a las tradiciones por vosotros cultivado, mediante el
cual pretendéis distinguiros en la sociedad”. Estas tradiciones son
“preciosos tesoros” que la nobleza ha de guardar
“en medio del pueblo”.
“Ésta puede ser
la más alta función social de la Nobleza de hoy; éste es ciertamente el
mayor servicio que podéis prestar a la Iglesia y a la patria”,
afirma el Sumo Pontífice.
[26]
Conservar,
defender y difundir las enseñanzas cristianas contenidas en las nobles
tradiciones que la distinguen: ¿qué más alto uso puede hacer la Nobleza
del esplendor de los siglos pasados, el cual aún hoy la ilumina y pone
de relieve?
[27] 10. Es deber
de la Nobleza no diluirse en el anonimato, sino resistir al soplo del
igualitarismo moderno
Pío XII insiste
paternalmente en que no se deje diluir la Nobleza en el anonimato al que
quieren arrastrarla la indiferencia y la hostilidad de muchos al soplo
del rudo igualitarismo moderno, y le indica, además, otra función,
también ésta de gran alcance: por la presencia actuante de las
tradiciones que cultiva e irradia, la Nobleza debe contribuir a
preservar de un cosmopolitismo descaracterizante, los valores típicos de
los diferentes pueblos.
“Ejercitad, pues,
las virtudes y emplead en común provecho las dotes propias de vuestra
clase, sobresalid en las profesiones y actividades prontamente
abrazadas, preservad a la nación de las contaminaciones exteriores: he
aquí las recomendaciones que Nos parece necesario haceros en este
comienzo del nuevo año.”
[28]
Al terminar con
paternales bendiciones tan expresiva alocución, el Pontífice hace aún un
especial gesto a favor de la continuidad de la Nobleza, recordando que a
los niños de estirpe noble allí presentes, les toca el grave y honroso
deber de ser continuadores en el futuro de las más dignas tradiciones de
la Nobleza: “A fin de que el
Omnipotente corrobore vuestros propósitos y haga realidad Nuestros votos
escuchando las súplicas que le dirigimos en ese sentido, descienda sobre
todos vosotros, sobre vuestras familias, especialmente sobre vuestros
niños, continuadores en el futuro de vuestras más dignas tradiciones,
Nuestra Bendición Apostólica.”
[29] 11. La
Nobleza: Categoría particularmente distinguida en la sociedad humana —
Deberá rendir cuentas
especiales a Dios
Una aplicación
más de esas ricas y densas enseñanzas a la condición contemporánea de la
Nobleza, puede ser encontrada en la alocución de Juan XXIII al
Patriciado y a la Nobleza romana de 9 de enero de 1960, de la cual la
edición de la Poliglotta Vaticana trae únicamente un resumen:
“El Santo Padre
se complace en realzar que los distinguidos oyentes reflejan aquello que
constituye el consorcio humano en su totalidad:
una múltiple variedad de
elementos, cada cual con su propia personalidad y actuación, a la manera
de flores a la luz del sol, y dignas de respeto y honor, cualquiera que
sea su magnitud y proporción.
“El hecho, pues,
de pertenecer a una categoría particularmente distinguida de la sociedad
humana, al mismo tiempo que requiere una adecuada consideración,
representa una invitación a los que forman parte de esa categoría, para
que den más, como conviene a quien más ha recibido y un día deberá
rendir cuenta de todo a Dios.
“Obrando así se
coopera con la admirable armonía del reino del Señor, con la íntima
convicción de que hasta lo que de más notable se encuentra en la
historia de cada familia debe reforzar su compromiso —precisamente en
conformidad con su particular condición social— con el sublime concepto
de fraternidad cristiana y con el ejercicio de virtudes particulares: la
paciencia dulce y suave, la pureza de costumbres, la humildad y, sobre
todo, la caridad. Sólo de esta manera será posible obtener para cada uno
[de los
integrantes de esa categoría] una
grande e imborrable honra!
“Así, los jóvenes
vástagos de hoy bendecirán mañana a sus padres y demostrarán que el
pensamiento cristiano ha sido para ellos fuente de inspiración de sus
ideas, de sus normas de conducta, de su generosidad y de su belleza
espiritual.
“Estas mismas
disposiciones también servirán de aliento en los infortunios que nunca
faltan, puesto que la cruz está presente en cada hogar, desde la más
humilde casa del campo hasta el majestuoso palacio, pues es bien claro y
natural que se haya de pasar por esa escuela del dolor en la cual
Nuestro Señor Jesucristo es Maestro insuperable.
“A fin de
estimular las mejores disposiciones de los presentes, el Sumo Pontífice
da su Bendición para cada uno y para sus familias, invocando la
asistencia de Dios especialmente allí donde hay un sufrimiento o donde
es mayor la necesidad. Agrega el deseo paternal de que se comporten de
un modo tal, que no vivan—como suele decirse— ‘al día’, sino que sientan
y manifiesten en la vida de cada día pensamientos y obras según el
Evangelio, por el cual fueron marcadas las vías luminosas de la
Civilización Cristiana. ¡Quien
obra de esta manera sabe desde
ahora que su nombre será repetido en el
futuro con respeto y admiración!”
[30]
También es
recordado por Juan XXIII este papel específico de la Nobleza
contemporánea en la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana del 10
de enero de 1963:
“Este propósito
manifestado en nombre de los presentes por su autorizado portavoz, es
particularmente consolador, y su realización traerá paz, alegría y
bendición.
“Quien más ha
recibido, quien más se destaca, se encuentra en mejores condiciones de
dar buenos ejemplos; todos deben aportar su contribución: los pobres,
los humildes, los que sufren, bien como aquellos que han recibido del
Señor numerosas Gracias y gozan de una situación que entraña graves y
particulares responsabilidades.”
[31] NOTAS [1] ASS XXXIX [1906] 8-9. [2] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium Vaticanum II, Constitutiones, Decreta, Declarationes, Typis Polyglottis Vaticanis, 1974, pp. 154, 162, 285.
[3]
Epist. CXXXVIII ad Marcellinum, § 15, in
Opera omnia, Migne, t. II, col. 532.
[4]
“Hubo un tiempo en que la filosofía del
Evangelio gobernaba las naciones. En esa
época, el vigor propio de la sabiduría
cristiana y su virtud divina habían
penetrado en las leyes, en las
instituciones, en las costumbres de los
pueblos, en todas las categorías y
relaciones de la sociedad civil; y la
religión instituida por Jesucristo,
firmemente establecida en el grado de
dignidad que le era justo, florecía en
todas partes por el favor de los
príncipes y la protección legítima de
los magistrados. Entonces el sacerdocio
y el imperio estaban unidos por una
auspiciosa concordia y por el amistoso
intercambio de buenos oficios.
Organizada así, la sociedad civil
produjo frutos superiores a toda
expectativa, cuya memoria vivía y vive
aún consignada como está en innumerables
documentos históricos que ningún
artificio de los adversarios podrá
desvirtuar u obscurecer” (ASS XVIII
[1885] 169).
[5]
Otro aspecto de la legítima participación del
Clero en la vida pública nacional fue la
existencia en el tiempo del feudalismo
de diócesis y abadías cuyos titulares
eran,
ipso facto y al mismo tiempo,
titulares de sus respectivas
circunscripciones feudales. Así por
ejemplo, los Obispos-Príncipes de
Colonia o Ginebra, independientemente de
su origen, noble o plebeyo, eran
ipso facto, por el propio hecho de ser obispos, Príncipes de Colonia
o Ginebra. Uno de estos últimos fue el
dulcísimo San Francisco de Sales, doctor
de la Iglesia. A
la
vez que Obispos-Príncipes, existían dignatarios
eclesiásticos de graduación menos
eminente en la Nobleza; en Portugal, los
Arzobispos de Braga, que eran al mismo
tiempo Señores de dicha ciudad, y los
Obispos de Coimbra eran,
ipso facto, Condes de Arganil (desde
D. João Galvão, XXXVI obispo de Coimbra,
agraciado en 1472 con dicho título por
D. Alfonso V), de donde venía que usasen
corrientemente el título de
Obispos-Condes de Coimbra. [6] PNR 1952, p. 457; Cfr. Capítulo II, 1. [7] Ibídem. [8] Ibídem.
[9]
Buenos jugadores, que se inclinan lealmente
ante la victoria del adversario. [10] PNR 1952, pp. 457-458. [11] PNR 1952, p. 457. [12] Cfr. Capítulo VI, 3, a. [13] PNR 1952, p. 459. [14] Cfr. Capítulo I, 6. [15] PNR 1958, p. 708. [16] Ibídem. [17] Ibídem.
[18]
PNR 1958, pp. 708-709. [19] PNR 1958, p. 709.
[20]
Ibídem.
[21]
PNR 1958,
PP. 709-710.
[22]
Cfr.
Capítulo V, 6; PNR 1941, p. 363.
[23]
José, de
la Casa de David. [24] Discorsi e Radiomessaggi, vol. I, p. 450. [25] PNR 1958, p. 710.
[26]
Ibídem.
[27]
Sobre cuánto predispone y estimula la nobleza
de sangre para la práctica de las
virtudes cristianas, véase especialmente
la admirable homilía de San Carlos
Borromeo reproducida en
Documentos IV, 8.
[28]
PNR 1958,
pp. 710-711. [29] PNR 1958, pp. 711 [30] Discorsi e Radiomessaggi, vol. II, pp. 565-566. [31] Ídem, vol. V, pp. 348. |