Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición, octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Capítulo IV

 

 

La Nobleza en una sociedad cristiana

Perennidad de su misión y de su prestigio en el mundo contemporáneo

Las enseñanzas de Pío XII

 

1. Clero, Nobleza y Pueblo

En la Edad Media la sociedad estaba constituida por esas tres clases sociales, cada una de las cuales contaba con especiales obligaciones, privilegios y honores. Además de esta triple división, existía en aquella sociedad la nítida distinción entre gobernantes y gobernados inherente a todo grupo social, y máxime a una nación. Sin embargo, participaban en su gobierno, no sólo el Rey, sino también el Clero, la Nobleza y el Pueblo, cada uno a su manera y en distinta medida.

Como se sabe, la Iglesia y el Estado constituyen ambos sociedades perfectas, distintas entre sí, soberanas cada cual en su respectivo campo: la Iglesia en el espiritual y el Estado en el temporal. Esta distinción no impide, sin embargo, que pueda tener el Clero una participación en la función gobernativa del Estado. Para que esto se vea con claridad, conviene recordar con rápidas palabras en qué consiste la misión específicamente espiritual y religiosa que le corresponde primordialmente.

Desde el punto de vista espiritual, el Clero es el conjunto de personas a quienes compete enseñar, gobernar y santificar en la Iglesia de Dios, mientras que a los simples fieles les cabe ser enseñados gobernados y santificados. Éste es el orden jerárquico de la Iglesia.

Son numerosos los documentos del Magisterio eclesiástico que establecen esta distinción entre Iglesia docente y discente. Así por ejemplo, afirma San Pío X en la encíclica Vehementer Nos:

“La Sagrada Escritura revela, y la doctrina transmitida por los Padres confirma que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, cuya autoridad es administrada por pastores y doctores (Ef. IV, 11 ss.), esto es, una sociedad de hombres en la cual algunos mandan a otros con plena y perfecta potestad para dirigir, enseñar, juzgar (Cf Mt. XXVIII, 18-20; XVI, 18-19; XVIII, 17; Tit. II, 15; 2 Cor. X, 6; XIII, 10 y en otras partes). Por consiguiente, esta sociedad es por fuerza y en virtud de su misma naturaleza, desigual; o sea, comprende una doble categoría de personas: los pastores y el rebaño, es decir, quienes están colocados en los diversos grados de la Jerarquía y la multitud de los fieles; y estas categorías son de tal modo diferentes entre sí, que sólo en la Jerarquía reside el derecho y la autoridad de llevar y dirigir a los asociados hacia el fin propuesto por la sociedad; mientras que no es otro el deber de la multitud sino dejarse ser gobernada y seguir dócilmente a quienes gobiernan.” [1]

Esta distinción existente en la Santa Iglesia entre jerarcas y fieles, gobernantes y gobernados, es también afirmada en más de un documento del Concilio Vaticano II:

“Los seglares, del mismo modo que, por determinación divina, tienen por hermano a Cristo, (...) así también tienen por hermanos a aquellos que, colocados en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios, para que todos cumplan el nuevo mandamiento de la caridad” (Lumen Gentium, § 32).

“Siguiendo el ejemplo de Cristo, Quien abrió con su obediencia hasta la muerte el bienaventurado camino de la libertad de los hijos de Dios para todos los hombres, procuren los seglares, así como los demás fieles, abrazar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados pastores, representantes de Cristo establecen en la Iglesia como maestros y gobernantes” (Lumen Gentium, § 37).

“Cada uno de los Obispos, a quienes bajo la autoridad del Sumo Pontífice les está confiada la dirección de cada iglesia particular como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacienta sus ovejas en nombre de Dios, ejerciendo en ellas sus funciones de enseñar, santificar y regir.” (Christus Dominus, § II). [2]

Por el ejercicio del ministerio sagrado, cabe al Clero, antes que nada la misión excelsa y específicamente religiosa de proveer la salvación y santificación de las almas. Esta misión produce en la sociedad temporal —como siempre ha producido y producirá hasta la consumación de los siglos— efectos sumamente beneficiosos, pues santificar las almas supone imbuirlas de los principios de la moral cristiana y guiarlas en la observancia de la Ley de Dios; un pueblo receptivo a esa influencia de la Iglesia se encuentra ipso facto idealmente dispuesto para ordenar sus actividades temporales de modo tal, que lleguen con seguridad a un alto grado de acierto, de eficacia y de florecimiento.

Es célebre la imagen trazada por San Agustín de una sociedad en la que todos sus miembros fuesen buenos católicos. Imaginemos, dice el Santo, “un ejército con soldados tales como los forma la doctrina de Cristo; Gobernadores, maridos, esposos, padres, hijos, señores, siervos, reyes, jueces, contribuyentes y recaudadores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse [los paganos] a decir que ésta es enemiga de la república. Por el contrario, han de reconocer sin dudarlo que cuando se la observa fielmente, le sirve de salvaguarda.” [3]

El Concilio Vaticano II reafirmó la distinción —hecha en innumerables documentos del Magisterio eclesiástico— entre Iglesia docente e Iglesia discente, resaltando la misión que cabe a la Jerarquía Eclesiástica “de enseñar, de santificar y de regir” (cfr. Christus Dominus, 11).

En esta perspectiva, correspondía al Clero el asentar y mantener firmes los propios fundamentos morales de la civilización perfecta, que es la cristiana. Por una natural conexión, la enseñanza, así como las obras de asistencia y caridad, estaba a cargo de la Iglesia, que desempeñaba así, sin carga para el erario público, los servicios habitual-mente adscritos en los Estados laicos contemporáneos a los ministerios de Educación y Sanidad.

Se comprende que por el propio carácter sobrenatural y sagrado de su misión espiritual, así como por lo que tienen de básico y esencial los efectos del recto ejercicio de esa misión sobre la sociedad temporal, haya sido reconocido el Clero como la primera clase de la sociedad.

Por otro lado, el Clero, que en el ejercicio de su altísima misión no depende de ningún poder temporal ni terreno, es factor activo en la formación del espíritu, de la mentalidad de una nación. Entre Clero y nación existe normalmente un intercambio de comprensión, de confianza y de afecto, que proporciona al primero posibilidades inigualables de conocer y orientar las ansias, las preocupaciones, los sufrimientos, en suma, los asuntos de alma de la población; y no sólo los asuntos de alma, sino también los aspectos de su vida temporal que son de ellos inseparables. Reconocer al Clero voz y voto en las grandes y decisivas asambleas nacionales es, por tanto, para el Estado, un medio precioso de auscultar las pulsaciones de su corazón.

Jura de Fernando VII como Príncipe de Asturias, en septiembre de 1789, por Luis Paret y Alcázar. En El centro del altar, el príncipe presta juramento ante el Cardenal Lorenzana. A la derecha, besa la mano de su padre. (Museo del Prado)

Así se comprende que, pese a haber mantenido su alteridad frente a la vida política del país, elementos del Clero hayan sido para el Poder Público frecuentemente, a lo largo de la Historia, consejeros oídos y respetados, así como partícipes valiosos en la elaboración de ciertas materias legislativas y en la fijación de determinados rumbos de Gobierno.

Pero el cuadro de las relaciones del Clero con el Poder Público no se limita a lo dicho hasta aquí.

El Clero no está compuesto por ángeles que viven en el Cielo, sino por un conjunto de hombres que, como ministros de Dios, existen y actúan in concreto en esta tierra. Esta clase forma parte, por lo tanto, de la población del país, frente al cual tienen sus miembros derechos y deberes específicos. La protección de esos derechos y el recto cumplimiento de esos deberes es del mayor interés para la existencia de ambas sociedades perfectas: la Iglesia y el Estado. Así lo afirma con elocuencia León XIII en la encíclica Immortale Dei. [4]

Todo esto deja ver que el Clero se distingue de los demás miembros de la nación como una clase social perfectamente definida, parte viva del conjunto del país y, en cuanto tal, con derecho a voz y voto en su vida pública. [5]

Al Clero le seguía como segunda clase la Nobleza. Ésta tenía un carácter esencialmente militar y guerrero. Le correspondía la defensa de la nación contra las agresiones externas y también la defensa del orden político y social. Además, en sus respectivas tierras, los señores feudales ejercían acumulativamente, sin gastos para el Rey, funciones un tanto semejantes a las de los alcaldes, jueces y comisarios de policía actuales.

Como se ve, ambas clases estaban básicamente ordenadas hacia el bien común y, en compensación por sus graves y específicas funciones, merecían los correspondientes honores y privilegios, entre los cuales la exención de impuestos.

El Pueblo, a su vez, era la clase vuelta de modo particular hacia el trabajo productivo. Eran privilegios suyos el participar en la guerra en grado mucho menor que la Nobleza y, casi siempre, la exclusividad en el ejercicio de las profesiones más lucrativas, como el comercio y la industria. Sus miembros no tenían normalmente ninguna obligación especial con el Estado. Trabajaban para el bien común tan solo en la medida en que cada cual favorecía sus legítimos intereses personales y familiares; de ahí que fuera la clase menos favorecida en honores especiales y sobre la cual recaía, en consecuencia, el peso de los impuestos.

“Clero, Nobleza y Pueblo”: esta trilogía recuerda naturalmente las asambleas representativas que caracterizaron el funcionamiento de muchas monarquías del periodo medieval y del Antiguo Régimen: las Cortes de España y Portugal, los Estados Generales franceses, el Parlamento de Inglaterra, etc. En dichas asambleas había una representación nacional auténtica que reflejaba fielmente la organicidad social.

Con la Ilustración otras doctrinas de filosofía política y social comenzaron a conquistar ciertos sectores directivos de las naciones de Europa. Entonces, bajo el efecto de una mal comprendida noción de libertad, el Viejo Continente comenzó a caminar hacia la destrucción de los cuerpos intermedios, la entera laicización del Estado y de la nación, y la formación de sociedades inorgánicas, representadas por un criterio únicamente cuantitativo: el número de votos.

Esta transformación, que se ha venido extendiendo desde las últimas décadas del siglo XVIII hasta nuestros días, ha facilitado peligrosamente el fenómeno de degeneración pueblo-masa, tan sabiamente señalado por Pío XII.

2. El deterioro del orden medieval en los tiempos modernos

Como se ha dicho en el Capítulo II, esta organización de la sociedad, al mismo tiempo política, social y económica, se deshizo a lo largo de la Edad Moderna (siglos XV al XVIII). A partir de entonces, las sucesivas transformaciones políticas y socio-económicas han tendido a confundir todas las clases, y a negar completa o casi completamente al Clero y a la Nobleza el reconocimiento de una situación jurídica especial. Dura contingencia ésta, ante la que esas clases no deben cerrar los ojos con pusilanimidad, pues sería indigno tanto de verdaderos clérigos como de verdaderos nobles.

Pío XII, en una de sus magistrales alocuciones al Patriciado y a la Nobleza romana describe ese estado de cosas con impresionante precisión:

“En primer lugar, mirad con intrepidez y valor la realidad presente. Nos parece superfluo insistir en recordaros aquello que hace casi tres años fue objeto de Nuestras consideraciones; Nos parecería vano y poco digno de vosotros disimularla con eufemismos prudentes, especialmente después de que nos hayan dado las palabras de vuestro elocuente portavoz tan claro testimonio de vuestra adhesión a la doctrina social de la Iglesia y a los deberes que de ella se derivan. La nueva Constitución de Italia no os reconoce ya como clase social ninguna misión específica, ningún atributo, ningún privilegio ni en el Estado, ni en el pueblo.” [6]

Esta situación, observa el Pontífice, es el punto final de todo un largo encadenamiento de hechos que dan la impresión de una especie de “caminar fatal.” [7]

Ante las “formas de vida bien diversas” [8] que ahora se constituyen, los miembros de la Nobleza y de las élites tradicionales no deben perderse en lamentaciones inútiles ni ignorar la realidad, sino tomar una actitud clara ante ella. Es la conducta propia a las personas de valor: “Mientras los mediocres no hacen sino fruncir el ceño ante la adversidad, los espíritus superiores saben, según la expresión clásica, pero en un sentido más elevado, mostrarse ‘beaux joueurs’, [9] conservando imperturbable suporte noble y sereno.” [10]

3. La Nobleza debe mantenerse como clase dirigente en el contexto social, profundamente transformado, del mundo actual

¿En qué consiste concretamente este reconocimiento objetivo y varonil de condiciones de vida con respecto a las cuales “se puede pensar lo que se quiera” [11] —y que, por tanto, no se está obligado de ninguna manera a aplaudir— pero que constituyen una realidad palpable dentro de la cual se está obligado a vivir?

¿Han perdido la Nobleza y las élites tradicionales su razón de existencia? ¿Deben romper con sus tradiciones, con su pasado? En una palabra, ¿deben disolverse en la plebe confundiéndose con ella, borrando todo lo que se conserva en las familias nobles de altos valores de virtud, cultura, estilo y educación?

Una lectura apresurada de la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana de 1952 podría conducir a una respuesta afirmativa. Esta respuesta —nótese— estaría en patente desacuerdo con lo que enseñan las pronunciadas en los años anteriores, así como con párrafos de más de una alocución de Papas posteriores a Pío XII.

Este ilusorio desacuerdo resulta especialmente de los textos arriba citados, así como de otros que lo serán más adelante. [12]

No es éste, sin embargo, el pensamiento del Pontífice, expresado en la propia alocución de 1952. Para él, las élites tradicionales deben continuar existiendo y teniendo una alta misión: “Bien podría ser que uno u otro punto del presente estado de cosas os desagrade; pero, en interés al bien común y por amor a él, para la salvación de la Civilización Cristiana en esta crisis, que, lejos de atenuarse, parece más bien ir creciendo, permaneced firmes en la brecha, en la primera línea de defensa. Vuestras particulares cualidades pueden también hoy ser allí excelentemente utilizadas. Vuestros nombres, que desde un lejanísimo pasado resuenan con fuerza en el recuerdo y en la historia de la Iglesia y de la sociedad civil, traen a la memoria figuras de grandes hombres y hacen resonar en vuestro espíritu la voz admonitora que os recuerda el deber de mostraros dignos de ellos.” [13]

Aún más claro queda en la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana de 1958, en un texto ya antes parcialmente citado: [14]

“Vosotros, que no dejabais de visitarnos al inicio de cada nuevo año, recordaréis sin duda la cuidadosa solicitud con que Nos ocupábamos de allanaros el camino hacia el porvenir, que se anunciaba ya entonces áspero por las profundas convulsiones y transformaciones que amenazaban al mundo. (...) En particular, recordaréis a vuestros hijos y nietos cómo el Papa de vuestra infancia y niñez no omitió indicaros los nuevos deberes que las cambiadas condiciones de los tiempos imponían a la Nobleza; que, por el contrario, os explicó muchas veces cómo la laboriosidad había de ser el titulo más sólido y digno para aseguraros la permanencia entre los dirigentes de la sociedad; que las desigualdades sociales, a la vez que os elevaban, os prescribían particulares deberes en pro del bien común; que de las clases más altas podían descender para el pueblo grandes beneficios o graves daños; que, si se quiere, los cambios en la forma de vivir pueden conjugarse armónicamente con las tradiciones de que las familias patricias son depositarias.” [15]

El Pontífice no desea, pues, la desaparición de la Nobleza en el contexto social profundamente transformado de nuestros días; por el contrario, invita a sus miembros a desarrollar los esfuerzos necesarios para que se mantenga en la posición de clase dirigente también dentro del amplio cuadro de categorías a las cuales toca orientar al mundo actual; y con este deseo deja transparentarse un peculiar matiz: que la presencia de la Nobleza entre esas categorías tenga un sentido tradicional, o sea, el valor de una continuidad, el sentido de una “permanencia”; es decir, de fidelidad a uno de los principios constitutivos de la Nobleza en los siglos precedentes: la correlación entre “las desigualdades sociales” que la “elevaban” y sus “particulares deberes en pro del bien común”.

Así, “si se quiere, los cambios en la forma de vivir pueden conjugarse armónicamente con las tradiciones de que las familias patricias son depositarias.”

Pío XII insiste en que la Nobleza debe permanecer en el mundo de la posguerra, con tal que ésta se muestre verdaderamente insigne por las cualidades morales que la deben caracterizar: “A veces, refiriéndonos a la contingencia del tiempo y de los acontecimientos, os exhortamos a tomar parte activa en la curación de las llagas producidas por la guerra, en la reconstrucción de la paz, en el renacer de la vida nacional, evitando las ‘emigraciones’ o abstenciones; porque aún quedaba en la nueva sociedad un amplio lugar para vosotros si os mostrabais verdaderamente élites y optimates, es decir, insignes por vuestra serenidad de ánimo, prontitud para la acción, generosa adhesión.” [16]

4. Mediante una juiciosa adaptación al mundo moderno, la Nobleza no desaparece en la nivelación general

De acuerdo con las anteriores observaciones, esa indispensable adaptación al mundo moderno —mucho más igualitario que la Europa anterior a la II Guerra Mundial— no significa para la Nobleza una renuncia a sí misma y a sus tradiciones desapareciendo en la nivelación general sino, por el contrario, significa mantenerse como valiente continuadora de un pasado inspirado en principios perennes, de los cuales el Pontífice realza el más alto: la fidelidad al “ideal cristiano”. “Recordaréis también cómo os incitábamos a desterrar el abatimiento y la pusilanimidad frente a la evolución de los tiempos, y cómo os exhortábamos a que os adaptarais valerosamente a las nuevas circunstancias, fijando la mirada en el ideal cristiano, verdadero e indeleble título de genuina nobleza.” [17]

Esta es la valiente adaptación que cabe a la Nobleza llevar a cabo “frente a la evolución de los tiempos”.

En consecuencia, no se trata de que la Nobleza renuncie a la gloria que hereda de su abolengo, sino de que la conserve para sus respectivas estirpes y, lo que es más, de actuar en beneficio del bien común con la “valiosa contribución” que “todavía estáis en condiciones de prestarle”:

“Pero, ¿por qué, amados hijos e hijas, os hicimos entonces estas advertencias y recomendaciones, y os las repetimos ahora, sino para preveniros contra amargos desengaños, para conservar en vuestros linajes la herencia de vuestras ancestrales glorias, para asegurar a la sociedad a que pertenecéis la valiosa contribución que todavía estáis en condiciones de prestarle?” [18]

5. Para corresponder a las esperanzas en ella depositadas, la Nobleza debe brillar en los dones que le son específicos

Después de realzar una vez más —¡y a cuán justo título!— la importancia de la fidelidad de la Nobleza a la moral católica, Pío XII traza un cuadro fascinante de los atributos que la Nobleza debe aportar para corresponder a las esperanzas que en ella deposita. Importa especialmente notar en el presente estudio que esas cualidades deben brillar en la familia en cuanto “fruto de largas tradiciones familiares”, obviamente hereditarias, y constituyen, con ese matiz, algo de propio, de específico de la clase noble:

“Sin embargo —Nos preguntaréis tal vez— ¿qué hemos de hacer, en concreto, para alcanzar tan alto objetivo?

“Ante todo, debéis insistir en vuestra irreprensible conducta religiosa y moral, especialmente dentro de la familia, y practicar una sana austeridad de vida. Haced que las otras clases perciban el patrimonio de virtudes y dotes que os son propias, fruto de largas tradiciones familiares. Son éstas la imperturbable fortaleza de ánimo, la fidelidad y dedicación a las causas más dignas, una tierna y munífica piedad para con los débiles y los pobres, el prudente y delicado modo de tratar los asuntos graves y difíciles, aquel prestigio personal, casi hereditario en las nobles familias, por el que se llega a persuadir sin oprimir, a arrastrar sin forzar, a conquistar sin humillar el espíritu de los demás, ni siquiera el de vuestros adversarios o rivales. El empleo de estas dotes y el ejercicio de las virtudes religiosas y cívicas son la más convincente respuesta a los prejuicios y sospechas, pues manifiestan una íntima vitalidad de espíritu de la cual emanan todo vuestro externo vigor y la fecundidad de vuestras obras.” [19]

El Pontífice enseña aquí a sus ilustres oyentes un modo adecuado de replicar las invectivas del igualitarismo vulgar de nuestro tiempo, contrario a que sobreviva la clase nobiliaria.

6. Incluso los que ostentan desprecio por las antiguas formas de vida no son del todo inmunes al esplendor nobiliario

Pío XII realza el “vigor y fecundidad en las obras” como “características de la genuino Nobleza”, e incita a esta última a que los aporte al servicio del bien común:

“¡Vigor y fecundidad en las obras! He aquí dos características de la genuina nobleza, de las cuales son perenne testimonio los signos heráldicos impresos en bronce y mármol porque representan de alguna manera la trama visible de la historia política y cultural de no pocas gloriosas ciudades europeas. Cierto es que la sociedad moderna no suele esperar con preferencia de vuestra clase la orden para dar comienzo a las obras y afrontar los acontecimientos; sin embargo, no rehúsa la cooperación de los escogidos talentos que hay entre vosotros, puesto que una juiciosa parte de ella conserva un justo respeto a las tradiciones y aprecia su alto decoro, siempre que tenga fundamento, mientras que el resto la sociedad, que ostenta indiferencia y quizá desprecio hacia las viejas formas de vida, tampoco queda del todo inmune a la seducción del esplendor; tanto es así, que se esfuerza en crear nuevas formas de aristocracia, algunas dignas de estima, otras basadas sobre vanidades y frivolidades, preocupadas solamente en apropiarse de los elementos decadentes de las antiguas instituciones.” [20]

“Ante todo, debéis insistir en una conducta religiosa y moral irreprensible, especialmente en la familia...

Haced que las otras clases noten el patrimonio de las virtudes y dones que os son propios...

Tales son la imperturbable fortaleza de ánimo, la fidelidad y la dedicación a las causas más dignas, la piedad tierna y munificente hacia los más débiles y los pobres, el trato prudente y delicado en los negocios difíciles y graves”

Palacio de Sobrellano, construido por el Marqués de Comillas, en Comillas, Santander. Allí acostumbraba a pasar los meses de verano, siendo visitado en varias ocasiones por el Rey.

Las exhortaciones del Pontífice encontraban un reciente y extraordinario ejemplo en España, en la figura de Don Claudio López Bru, segundo Marqués de Comillas. Ostentando una de las mayores fortunas de España, demostró su decidido patriotismo en incontables ocasiones, y por su atención hacia las clases más necesitadas fue apellidado de “Limosnero Mayor de España”. Con valor acometió los peligros, enfrentándose numerosas veces a las turbas revolucionarias, ganando así, con su arrojo, el afecto de los obreros, como bien lo demuestra la impresionante peregrinación que organizó a Roma, en 1894. Creía uno de sus deberes mostrarse tranquilo en la general turbación, y jamás el miedo hizo cambiar su manera de vida. Su proceso de beatificación está en curso. (Oleo de Salaverria, Universidad de Comillas, Madrid)

 Pío XII parece refutar en este párrafo una posible objeción formulada por aristócratas desanimados ante la oleada de igualitarismo que ya entonces se extendía por el mundo moderno: “Este mundo —alegarían tales aristócratas— desdeña a la Nobleza y nos niega su colaboración.”

En ese sentido, el Pontífice pondera que en la sociedad moderna pueden distinguirse dos tendencias del hombre de hoy ante la Nobleza: una “conserva un justo respeto a las tradiciones y aprecia su alto decoro”, por lo que “no rehúsa la cooperación de los escogidos talentos que hay entre vosotros”; otra, “que ostenta indiferencia y quizá desprecio hacia las viejas formas de vida, tampoco queda del todo inmune a la seducción del esplendor” nobiliario. Más adelante, Pío XII menciona indicios expresivos de esa disposición de ánimo.

Palácio de los Condestables de Castilla
"¿Una élite? Bien podéis serlo. Tenéis todo un pasado de tradiciones seculares, que representan valores fundamentales para la sana vida de un pueblo".  (De izquierda a derecha, de arriba abajo)
Palacio de los Condestables de Castilla ( Casa del Cordón - Burgos )
 Casa de los Condes de Santa Coloma - Sevilla
Casa Medina Sidonia - Sevilla
Pazo de San José de Vista Alegre - Tuy ( Pontevedra) 

7. Las virtudes y cualidades específicas de los nobles se comunican a cualquier trabajo que ejerzan

Prosigue el Pontífice: “Es claro, sin embargo, que hoy no pueden siempre manifestarse el vigor y la fecundidad en las obras conformas ya superadas. Esto no significa que se haya restringido el campo de vuestras actividades; por el contrario, ha sido ampliado a la totalidad de las profesiones y oficios. Todo el terreno profesional está también abierto para vosotros; en todos los sectores podéis ser útiles y haceros insignes; en los cargos de la administración pública y del gobierno, en las actividades científicas, culturales, artísticas, industriales, comerciales.” [21]

El Sumo Pontífice alude en el presente párrafo al hecho de que en el régimen político y socio-económico vigente antes de la Revolución Francesa, ciertas profesiones no eran generalmente ejercidas por los nobles, pues eran consideradas inferiores a la Nobleza. Su ejercicio podía implicar incluso la pérdida de la condición nobiliaria. A título de ejemplo, puede mencionarse el ejercicio del comercio, reservado en muchos lugares, en la mayor parte de los casos, a la burguesía y al pueblo.

Estas limitaciones fueron desapareciendo a lo largo de los siglos XIX y XX, hasta el punto de haber sido enteramente eliminadas en nuestros días.

Pío XII parece también tomar en consideración en este párrafo el hecho de que los trastornos originados por las dos Guerras Mundiales que marcaron este siglo arruinaron económicamente a un considerable número bastante ponderable de estirpes nobles, cuyos miembros quedaron reducidos así al ejercicio de actividades subalternas, impropias, no sólo de la Nobleza, sino también de la alta y media burguesía. Se puede hablar incluso de la proletarización de ciertos nobles.

Frente a tan duras realidades, Pío XII estimula a esas estirpes a que no se disuelvan en la banalidad del anonimato sino que, por el contrario, practicando sus virtudes tradicionales, actúen con “vigor y fecundidad”, y comuniquen así una nota específicamente noble a cualquier trabajo que ejerzan por elección propia, o que se vean obligados a aceptar en consecuencia del duro imperio de las circunstancias. De este modo, conseguirán que la Nobleza sea comprendida y respetada, ¡incluso en las más penosas situaciones!

8. Un altísimo ejemplo: la familia de estirpe real en cuyo hogar nació y vivió el Dios humanado

Estas altas enseñanzas —que usan como ejemplo las funciones de la administración pública y del Gobierno y otras ejercidas habitualmente por la burguesía— hacen también pensar, sin embargo, en el matrimonio nacido de la estirpe real de David, en cuyo hogar, al mismo tiempo principesco y obrero, nació y vivió durante treinta años, ¡el Dios humanado! [22]

Análoga reflexión se encuentra en la alocución de Pío XII a la Guardia Noble en 1939: “Nobles erais aun antes de servir a Dios y a Su Vicario bajo el estandarte blanco y dorado. La Iglesia, a cuyos ojos el orden de la sociedad humana reposa fundamentalmente sobre la familia, por humilde que sea, no desestima aquel tesoro familiar que es la nobleza hereditaria. Se puede decir, por el contrario, que no la despreció ni el propio Jesucristo: el varón a quien confió la misión de proteger su adorable Humanidad y a su Madre Virgen era de estirpe real: ‘Joseph, de Domo David’ [23] (Luc. I, 27). Por eso Nuestro Antecesor León XII, en el documento de reforma del Cuerpo de 17 de febrero de 1824 atestiguaba que la Guardia Noble está ‘destinada a prestar el servicio más próximo e inmediato a nuestra misma persona y, tanto por la finalidad de su institución, como por la calidad de los individuos que lo componen, constituye un Cuerpo que es la primera y más respetable de todas las armas de nuestro Principado’.” [24]

9. La más alta función de la Nobleza: conservar, defender y difundir las enseñanzas cristianas contenidas en las nobles tradiciones que la distinguen

En su alocución de 1958, el Pontífice se refiere a la obligación genérica que tienen “clases altas, entre las cuales está la vuestra” —es decir, la del Patriciado y la Nobleza romana— de resistir moralmente a la corrupción moderna: “Quisiéramos, por fin, que vuestra influencia en la sociedad le evitase un grave peligro, propio de los tiempos modernos. Es notorio que ésta progresa y se eleva cuando las virtudes de una clase se difunden a las otras; decae, por el contrario, si se transfieren de la una a las otras los vicios y abusos. Sucede que, por la debilidad de la naturaleza humana, habitualmente son estos últimos los que se propagan, y [esto ocurre] hoy con tanta mayor celeridad cuanto más fáciles son los medios de comunicación, información y contacto personal, no sólo entre nación y nación, sino también entre continentes. Acontece en el campo moral lo mismo que se verifica en el de la salud física: ni las distancias ni las fronteras nunca impiden que el germen de una epidemia alcance en corto tiempo lejanas regiones. Ahora bien, las clases altas, entre las cuales está la vuestra, a causa de las múltiples relaciones con países de diferente nivel moral, quizá hasta inferior, de las frecuentes estancias en ellos, pueden fácilmente convertirse en vehículos de desviaciones en las costumbres.” [25]

"El hecho, pues, de pertenecer a una categoría particularmente distinguida de la sociedad humana, al mismo tiempo que requiere una adecuada consideración, representa una invitación a los que forman parte de esa categoría, para que den más, como conviene a quien más ha recibido y un día deberá rendir cuenta de todo a, Dios” (Alocución de Juan XXIII en 1960). En las fotos de arriba, dos aspectos de la audiencia concedida por Juan XXIII al Patriciado y a la Nobleza de Roma, el 10 de enero de 1963.

El Santo Padre define más específicamente las características de esa obligación en lo que se refiere a la Nobleza: es un deber de resistencia a cumplir, ante todo, en el campo doctrinal, aunque se extiende también al terreno de las costumbres.

“Por lo que a vosotros respecta, vigilad y proceded de modo que las perniciosas teorías y los perversos ejemplos nunca cuenten con vuestra aprobación y simpatía, ni mucho menos hallen en vosotros vehículos favorables para la infección ni focos de eIIa.”

Este deber es elemento integrante de “aquel profundo respeto a las tradiciones por vosotros cultivado, mediante el cual pretendéis distinguiros en la sociedad”. Estas tradiciones son “preciosos tesoros” que la nobleza ha de guardar “en medio del pueblo”.

Juan XXIII entra en la Basílica de San Pedro, en silla gestatoria, para las ceremonias del Domingo de Ramos. A la izquierda, aparece el Asistente al Solio Pontificio, Príncipe Aspreno Colonna, seguido de los Cardenales Alfredo  Ottaviani y Francis Spellman. A la derecha, detrás del guardia suizo con alabarda, aparece el Comandante de la Guardia Palatina, Conde Francesco Cantuti di Castelvetri y el “Esente Aiutanti Maggiore” del Cuerpo de la Guardia Noble, Conde Carlo Nasalli Rocca de Corneliano. A la derecha del Sumo Pontífice, detrás de la alabarda, el Marqués de Castel Romano, Don Giulio Sacchetti, “Foriere Maggiore” de Su Santidad.

“Ésta puede ser la más alta función social de la Nobleza de hoy; éste es ciertamente el mayor servicio que podéis prestar a la Iglesia y a la patria”, afirma el Sumo Pontífice. [26]

Conservar, defender y difundir las enseñanzas cristianas contenidas en las nobles tradiciones que la distinguen: ¿qué más alto uso puede hacer la Nobleza del esplendor de los siglos pasados, el cual aún hoy la ilumina y pone de relieve? [27]

10. Es deber de la Nobleza no diluirse en el anonimato, sino resistir al soplo del igualitarismo moderno

Pío XII insiste paternalmente en que no se deje diluir la Nobleza en el anonimato al que quieren arrastrarla la indiferencia y la hostilidad de muchos al soplo del rudo igualitarismo moderno, y le indica, además, otra función, también ésta de gran alcance: por la presencia actuante de las tradiciones que cultiva e irradia, la Nobleza debe contribuir a preservar de un cosmopolitismo descaracterizante, los valores típicos de los diferentes pueblos.

“Ejercitad, pues, las virtudes y emplead en común provecho las dotes propias de vuestra clase, sobresalid en las profesiones y actividades prontamente abrazadas, preservad a la nación de las contaminaciones exteriores: he aquí las recomendaciones que Nos parece necesario haceros en este comienzo del nuevo año.” [28]

Juan XXIII con la Guardia Noble, después de su alocución del 7 de enero de 1959.

Al terminar con paternales bendiciones tan expresiva alocución, el Pontífice hace aún un especial gesto a favor de la continuidad de la Nobleza, recordando que a los niños de estirpe noble allí presentes, les toca el grave y honroso deber de ser continuadores en el futuro de las más dignas tradiciones de la Nobleza: “A fin de que el Omnipotente corrobore vuestros propósitos y haga realidad Nuestros votos escuchando las súplicas que le dirigimos en ese sentido, descienda sobre todos vosotros, sobre vuestras familias, especialmente sobre vuestros niños, continuadores en el futuro de vuestras más dignas tradiciones, Nuestra Bendición Apostólica.” [29]

11. La Nobleza: Categoría particularmente distinguida en la sociedad humana — Deberá rendir cuentas especiales a Dios

Una aplicación más de esas ricas y densas enseñanzas a la condición contemporánea de la Nobleza, puede ser encontrada en la alocución de Juan XXIII al Patriciado y a la Nobleza romana de 9 de enero de 1960, de la cual la edición de la Poliglotta Vaticana trae únicamente un resumen:

“El Santo Padre se complace en realzar que los distinguidos oyentes reflejan aquello que constituye el consorcio humano en su totalidad: una múltiple variedad de elementos, cada cual con su propia personalidad y actuación, a la manera de flores a la luz del sol, y dignas de respeto y honor, cualquiera que sea su magnitud y proporción.

“El hecho, pues, de pertenecer a una categoría particularmente distinguida de la sociedad humana, al mismo tiempo que requiere una adecuada consideración, representa una invitación a los que forman parte de esa categoría, para que den más, como conviene a quien más ha recibido y un día deberá rendir cuenta de todo a Dios.

“Obrando así se coopera con la admirable armonía del reino del Señor, con la íntima convicción de que hasta lo que de más notable se encuentra en la historia de cada familia debe reforzar su compromiso —precisamente en conformidad con su particular condición social— con el sublime concepto de fraternidad cristiana y con el ejercicio de virtudes particulares: la paciencia dulce y suave, la pureza de costumbres, la humildad y, sobre todo, la caridad. Sólo de esta manera será posible obtener para cada uno [de los integrantes de esa categoría] una grande e imborrable honra!

“Así, los jóvenes vástagos de hoy bendecirán mañana a sus padres y demostrarán que el pensamiento cristiano ha sido para ellos fuente de inspiración de sus ideas, de sus normas de conducta, de su generosidad y de su belleza espiritual.

“Estas mismas disposiciones también servirán de aliento en los infortunios que nunca faltan, puesto que la cruz está presente en cada hogar, desde la más humilde casa del campo hasta el majestuoso palacio, pues es bien claro y natural que se haya de pasar por esa escuela del dolor en la cual Nuestro Señor Jesucristo es Maestro insuperable.

“A fin de estimular las mejores disposiciones de los presentes, el Sumo Pontífice da su Bendición para cada uno y para sus familias, invocando la asistencia de Dios especialmente allí donde hay un sufrimiento o donde es mayor la necesidad. Agrega el deseo paternal de que se comporten de un modo tal, que no vivan—como suele decirse— ‘al día’, sino que sientan y manifiesten en la vida de cada día pensamientos y obras según el Evangelio, por el cual fueron marcadas las vías luminosas de la Civilización Cristiana. ¡Quien obra de esta manera sabe desde ahora que su nombre será repetido en el futuro con respeto y admiración!” [30]

También es recordado por Juan XXIII este papel específico de la Nobleza contemporánea en la alocución al Patriciado y a la Nobleza romana del 10 de enero de 1963:

“Este propósito manifestado en nombre de los presentes por su autorizado portavoz, es particularmente consolador, y su realización traerá paz, alegría y bendición.

“Quien más ha recibido, quien más se destaca, se encuentra en mejores condiciones de dar buenos ejemplos; todos deben aportar su contribución: los pobres, los humildes, los que sufren, bien como aquellos que han recibido del Señor numerosas Gracias y gozan de una situación que entraña graves y particulares responsabilidades.” [31]


NOTAS

[1] ASS XXXIX [1906] 8-9.

[2] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium Vaticanum II, Constitutiones, Decreta, Declarationes, Typis Polyglottis Vaticanis, 1974, pp. 154, 162, 285.

[3] Epist. CXXXVIII ad Marcellinum, § 15, in Opera omnia, Migne, t. II, col. 532.

[4] “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba las naciones. En esa época, el vigor propio de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en las costumbres de los pueblos, en todas las categorías y relaciones de la sociedad civil; y la religión instituida por Jesucristo, firmemente establecida en el grado de dignidad que le era justo, florecía en todas partes por el favor de los príncipes y la protección legítima de los magistrados. Entonces el sacerdocio y el imperio estaban unidos por una auspiciosa concordia y por el amistoso intercambio de buenos oficios. Organizada así, la sociedad civil produjo frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria vivía y vive aún consignada como está en innumerables documentos históricos que ningún artificio de los adversarios podrá desvirtuar u obscurecer” (ASS XVIII [1885] 169).

[5] Otro aspecto de la legítima participación del Clero en la vida pública nacional fue la existencia en el tiempo del feudalismo de diócesis y abadías cuyos titulares eran, ipso facto y al mismo tiempo, titulares de sus respectivas circunscripciones feudales. Así por ejemplo, los Obispos-Príncipes de Colonia o Ginebra, independientemente de su origen, noble o plebeyo, eran ipso facto, por el propio hecho de ser obispos, Príncipes de Colonia o Ginebra. Uno de estos últimos fue el dulcísimo San Francisco de Sales, doctor de la Iglesia. A la vez que Obispos-Príncipes, existían dignatarios eclesiásticos de graduación menos eminente en la Nobleza; en Portugal, los Arzobispos de Braga, que eran al mismo tiempo Señores de dicha ciudad, y los Obispos de Coimbra eran, ipso facto, Condes de Arganil (desde D. João Galvão, XXXVI obispo de Coimbra, agraciado en 1472 con dicho título por D. Alfonso V), de donde venía que usasen corrientemente el título de Obispos-Condes de Coimbra.

[6] PNR 1952, p. 457; Cfr. Capítulo II, 1.

[7] Ibídem.

[8] Ibídem.

[9] Buenos jugadores, que se inclinan lealmente ante la victoria del adversario.

[10] PNR 1952, pp. 457-458.

[11] PNR 1952, p. 457.

[12] Cfr. Capítulo VI, 3, a.

[13] PNR 1952, p. 459.

[14] Cfr. Capítulo I, 6.

[15] PNR 1958, p. 708.

[16] Ibídem.

[17] Ibídem.

[18] PNR 1958, pp. 708-709.

[19] PNR 1958, p. 709.

[20] Ibídem.

[21] PNR 1958, PP. 709-710.

[22] Cfr. Capítulo V, 6; PNR 1941, p. 363.

[23] José, de la Casa de David.

[24] Discorsi e Radiomessaggi, vol. I, p. 450.

[25] PNR 1958, p. 710.

[26] Ibídem.

[27] Sobre cuánto predispone y estimula la nobleza de sangre para la práctica de las virtudes cristianas, véase especialmente la admirable homilía de San Carlos Borromeo reproducida en Documentos IV, 8.

[28] PNR 1958, pp. 710-711.

[29] PNR 1958, pp. 711

[30] Discorsi e Radiomessaggi, vol. II, pp. 565-566.

[31] Ídem, vol. V, pp. 348.