“Es un error funesto transigir con los
enemigos de Jesucristo”
Beato Ezequiel Moreno y Díaz
San Ezequiel Moreno y Díaz - En 1975 es beatificado por Pablo VI, y el Papa Juan Pablo II lo canonizó en Santo Domingo, el 11 de octubre de 1992, en el V Centenario de la evangelización de América. |
El Beato Ezequiel Moreno y Díaz, de la Orden de San Agustín, nacido
en la Rioja, fue consagrado obispo en 1894 y designado para la diócesis de
Casanare (Colombia). Tras una corta permanencia en la misma fue
transferido a Pasto, donde se destacó por su infatigable lucha contra el
liberalismo. En 1905, gravemente enfermo, volvió a España para operarse y
aquí talleció. Hoy su cuerpo reposa incorrupto en Monteagudo (Navarra).
Fue beatificado por Pablo VI el 1 de noviembre de 1975. A continuación
transcribimos algunos trechos de sus cartas pastorales.
"Estad seguros, día llegaré en que la misma revolución, sagaz como su
jefe, se ría y menosprecie a los que la sirvieron o de alguna manera
pidieron favor o gracia. Es un
error, y error funesto a la Iglesia y a las almas, transigir con los
enemigos de Jesucristo y andar blandos y complacientes con ellos.
Mayores estragos ha hecho en la Iglesia de Dios la cobardía velada de
prudencia y moderación, que los gritos y golpes furiosos de la impiedad.
(...) ¿Qué bienes se han conseguido con las blanduras y coqueteos con los
enemigos de Jesucristo? ¿Qué males se han evitado, pequeños ni grandes,
por esos caminos? No se consigue otra cosa con esa conducta que afianzar
el poder de los malos, calmando ¡oh dolor! el santo odio que se debe tener
a la herejía y al error; acostumbrando a los fieles a ver esas situaciones
de persecución religiosa con cierta indiferencia"
(Cartas Pastorales, p. 244).
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"La
herejía no es ya un crimen para muchos católicos, ni el error contra la fe
es un pecado. Proclaman la tolerancia universal y consideran como
conquistas de la civilización moderna el que ya no se huya del hereje,
como antes se hacía. (...) Ceden del antiguo rigor en el trato con los
herejes; se muestran con ellos tolerantes; los excusan muchas veces, y
sólo tienen recriminaciones contra los eclesiásticos que gritan contra los
errores modernos y contra los seglares que reivindican con ardor los
derechos de la verdad. (...) Aprecian y alaban a los espíritus moderados;
a los que ponen en primer término la tranquilidad pública, aunque los
pueblos vayan perdiendo la fe; a los que se conforman gustosos con los
hechos consumados. (...) Al decir de los mismos, los que gritan ¡viva la
Religión! los que dicen que van a defenderla y los que los animan son
exagerados e imprudentes. (...) Esos mismos católicos tienen escrúpulo, al
parecer, de pedir a los Gobiernos que tapen la boca a los blasfemos y
hagan callar a los propagadores de herejías; pero, en cambio, quisieran
que Roma impusiera silencio a los más decididos defensores de la verdad.
(...) Con razón Pió IX, el grande, decía lleno de amargura en 17 de
septiembre de 1861: 'En estos tiempos de confusión y desorden no es raro
ver a cristianos, a católicos —también los hay en el clero— que tienen
siempre en boca las palabras de término medio, conciliación y transacción.
Pues bien, yo no titubeo en declararlo: estos hombres están en un error, y
no los tengo por los enemigos menos peligrosos de la Iglesia' "
(ib., pp. 265 a 267).
Elogio fúnebre hecho por el Beato Ezequiel Moreno y Díaz a monseñor
Pedro Schumacher, Obispo de Portoviejo, Ecuador:
"Señala además con el dedo a los
verdaderos culpables, a los católicos flojos, moderados, tolerantes con la
impiedad, que la dejaron progresar y cobrar bríos suficientes para escalar
el poder. Estaba convencido el experimentado obispo de que, concesión que
se hace al error, por pequeña que sea, es nueva posición que él toma,
nueva avanzada, desde donde descarga más de cerca contra la verdad, y le
hace más daño. Tenía evidencia el celoso Prelado de que todo lo que sea
transigir, ceder, contemporizar, sólo mostrarse blando con el error, es
dar el triunfo a la revolución, pero cobardemente, sin resistir al asalto,
sin luchar, como es nuestra obligación, ya que vencer depende de Dios. No
se ocultaba al sabio pastor que entre el error y la verdad no puede haber
paz, ni siquiera campo neutral, y que donde quiera que se encuentre, la
lucha es precisa, inevitable, necesaria. (...) Murió el intrépido Prelado,
y murió con muerte preciosa, llorado, amado, bendecido de todos los buenos
hijos de la Iglesia, y hecho objeto de odio y persecución de los enemigos
de Jesucristo. Este es el sello de la verdadera fe, la persecución. No
seremos dignos del nombre de católicos si, como Jesucristo, no somos
blanco de odio y persecución por parte de los malos" (ib., pp.
334-335-338).
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Continúa el santo obispo: "No
pocos de esos mismos hombres tan condescendientes y tan amables con los
enemigos de Jesucristo, se muestran., en cambio, intransigentes y guardan
toda su acritud para los eclesiásticos que combaten con valor los errores
modernos, y para los buenos católicos que defienden con denuedo los
derechos de la verdad. (...) La conducta de estos católicos da golpes
verdaderamente destructores al reino de Jesucristo. Los imitadores de
Lucifer no hubieran llegado adonde han llegado en su obra de destronar a
Jesucristo, si no fueran ayudados por esos católicos que llaman
intransigencia a la lucha abierta contra el mal, y prefieren entrar en
componendas con él. Creen los hombres que así obran, que la manera de
amansar la fiera revolucionaria es concederle algo, para que no pida más,
y no consideran que esa fiera es insaciable. (...) No es extraño que
estemos al borde del precipicio, y cayendo ya en él. Ahí nos llevan las
componendas, tolerancias y cobardías. Si así seguimos; (...) si no cesan
las tolerancias y, sobretodo, las consideraciones tan dignas de
reprobación, que se tienen con los enemigos de Jesucristo y su reinado, es
posible que no esté lejos el día en que haya que decir: ¡aquí hubo
católicos!..." (ib., pp. 461-462).
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"Sólo un miedo está permitido a los sacerdotes, y sobre todo al Obispo: el
miedo que tuvo el gran Obispo San Hilario de Poitiers, y expresó con estas
palabras: 'Tengo miedo del peligro que corre el mundo, de la
responsabilidad de mi silencio, del juicio de Dios’. No tengamos otro
miedo que ese de San Hilarie. El miedo del peligro que corren las almas
que nos están encomendadas; el miedo de la responsabilidad que nos puede
caber por nuestro silencio, y el miedo del juicio de Dios, en el que se
nos pedirá cuenta de si el error avanzó, de si el vicio prosperó, de si
las almas se perdieron por nuestro silencio. Lluevan, pues, insultos sobre
nosotros por hablar; pero librémonos de esa tremenda responsabilidad y de
la terrible cuenta que nos pediría el Juez Supremo"
(ib., pp. 573-574).