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INTRODUCCIÓN
¿Quién no ha visto alguna vez los coches de choque en un parque de atracciones? Músicas estridentes, bullicio, alegre griterío, los mirones asistiendo entretenidos... y la circulación caótica de los coches que van y vienen dándose topetazos...
Figúrese el lector que un bromista quitase los parachoques de goma de los coches sin que nadie lo advirtiera. ¿No tendrían los múltiples encontronazos consecuencias menos divertidas? Los choques producirían sobresaltos y dolor, éstos provocarían rabia y altercados, y la reyerta fácilmente se generalizaría... Las pequeñas situaciones ayudan a veces a comprender los grandes problemas. España se parece hoy, desde ciertos puntos de vista, a una pista en que los coches chocan entre sí constantemente y nunca pasa nada. Hay un extraño factor en la vida española actual que hace el papel amortiguador de la goma en el juego de los coches de choque: disminuye el sobresalto y el dolor a punto de hacerlos pasar prácticamente inadvertidos. Acontecimientos que en otras épocas habrían herido profundamente la sensibilidad del público, despertando reacciones clamorosas, hoy a casi nadie inquietan y no provocan ningún conflicto serio. Incluso cuando transgriden principios y convicciones, o aun cuando hieren — supremo mal en nuestros días — considerables intereses individuales o de grupo. Veamos algunos ejemplos. En la década de los cincuenta, el ambiente social todavía exigía que las piscinas, e incluso algunas playas, fuesen separadas para hombres y mujeres, ¿Cómo se explica que en los años setenta comenzaran a instalarse sin grandes traumas centros nudistas en algunas costas españolas, y que hoy no sólo el top-less sino el desnudismo completo aparezcan impunemente en cualquier playa? Hasta hace pocos años, los españoles de todas las regiones vibrábamos con algún incidente casi anecdótico ocurrido en el Peñón de Gibraltar. Hoy, en cambio, se nos dice en la cara que Canarias, Ceuta y Melilla son musulmanas, y que Andalucía nunca debió dejar de serlo; al mismo tiempo se convierte en un episodio corriente el ultraje y la quema de banderas españolas en todo el territorio nacional. Durante quinientos años tuvimos como una de nuestras mayores glorias el que España, con el descubrimiento y la evangelización de América, se convirtiera en madre de naciones. Precisamente cuando nos acercamos al quinto centenario de esta epopeya civilizadora, se desata, ante la indiferencia casi general, una campaña denigrante — con participación de profesores de nuestras Universidades, la televisión estatal e incluso el tiranuelo del Caribe, Fidel Castro — en la cual se llega a calificar de genocidio la obra de nuestros mayores. Con la transición y el socialismo, los índices de consumo de drogas y de delincuencia se han disparado a unos límites que sorprenden a toda Europa. Todos lo sabemos: la inseguridad nos envuelve, se blindan los bancos, las tiendas y las mismas casas particulares. Todo el mundo compra sistemas de alarma y hay coches que exhiben pegatinas destinadas a aplacar la rapacidad de los ladrones. No surge, sin embargo, un movimiento de opinión seriamente indignado que exija la identificación de las causas y de los responsables o la adopción perentoria de medidas eficaces. Nuestro pueblo, que siempre fue uno de los más vivaces y categóricos de Europa, se resigna hoy a coexistir normalmente con toda clase de atracadores, y frente a la despenalización de la tenencia de drogas para el consumo, se limita a rezongar. En la década de los treinta, nuestro clero, que se manifestaba declaradamente anticomunista, levantó su voz de protesta ante la oleada de blasfemias y sacrilegios promovida por los marxistas. En coherencia con esa postura, un número impresionante de sacerdotes, religiosos y religiosas derramó generosamente su sangre por amor a Nuestro Señor Jesucristo y a la Iglesia. Hoy, por el contrario, aunque no se puede decir que el comunismo en cuanto tal haya ganado terreno entre los católicos, sí se puede afirmar que el anticomunismo categórico ya no es mayoritario. En relación al comunismo, la generalidad de los españoles toma una actitud de displicencia inexplicable. Comentario análogo debe ser hecho sobre la atonía del clero y de los fieles ante lo que puede ser llamado sin exageración, terrorismo de blasfemias. ¿Existe algo más contradictorio que la indiferencia de un ministro de Jesucristo frente a los ultrajes públicos que se dirigen, casi a diario, contra su Dios y Señor? Pero la extraña insensibilidad que se va adueñando de nuestro pueblo se manifiesta en cualquier terreno... ¿No hemos visto la indolencia con que reaccionaron tantos jueces, abogados y personas de todas las condiciones sujetas a un eventual litigio en los tribunales, al tomar conocimiento de la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, que hiere mortalmente las garantías de independencia de los magistrados? En una España donde tanto se habla de derechos humanos, y en que la propaganda revolucionaria levanta clamores al menor rasguño sufrido por un terrorista al enfrentarse con las fuerzas del orden, ¿no acabó tolerándose la ley del aborto que significa la legalización de la matanza de inocentes? ¿No se van acostumbrando la mayoría de las autoridades eclesiásticas, los educadores religiosos y tantos padres de alumnos, a que el derecho a una auténtica educación católica de la juventud les sea arrebatado? ¿Han cambiado en dos o tres décadas los arraigados principios y convicciones de la inmensa mayoría católica de los españoles? No mucho. Y esto es precisamente lo que más llama la atención. En la España de hoy coexisten con frecuencia las realidades más dignas de encomio con otras que las contradicen del modo más escandaloso. En el telediario, por ejemplo, se verá a una niña sonriente, vestida de blanco, entregando flores a la Reina. El encuentro de la inocencia infantil con la gracia aristocrática de Su Majestad encantará y distenderá. Muchos pensarán entonces que no todas nuestras tradiciones han sido abandonadas y que todavía hay reservas de elevación, sensatez y bondad suficientes para mantener el equilibrio general. Sin embargo, la próxima escena puede ser la de traficantes vendiendo droga a la salida de un colegio, o alguna feminista que vocifera en contra de la situación de la mujer en cuanto esposa, madre y ama de casa. Muchos telespectadores apreciarán los insignes valores de la primera escena y reprobarán la vulgaridad sórdida y corrosiva de las otras. No obstante, la contradicción no causa dolor ni suscita indignación. Del mismo modo, en la vida cotidiana, los contrastes más chocantes parecen no herir la sensibilidad de incontables personas. En un edificio dos homosexuales podrán ser vecinos de un matrimonio católico. Encontrándose en el ascensor intercambiarán fórmulas de cortesía, sólo porque el consenso oficial impide discriminaciones. En otra familia podrá verse, en un mismo día, a uno de sus miembros asistiendo a las blasfemias de Teledeum, mientras otro va simplemente a una fiesta juvenil y un tercero puede estar haciendo la adoración nocturna. Hay todavía entre nosotros suficiente fervor religioso, amor a las tradiciones y al austero esplendor de la liturgia católica, como para hacer de España, en la Semana Santa, el país de las grandes procesiones penitenciales. Pero esa fidelidad católica no se manifiesta decisivamente cuando — a veces en las mismas ciudades — un grupo cultural liberador como Els Comediants desarrolla, en las mismísimas calles por donde hace poco pasaron los Cristos crucificados y las Dolorosas, su farándula Dimonis, con toda una secuela de obscenidades e injurias a Dios, a la Santísima Virgen y a la Iglesia. En una ciudad como Madrid, donde muchas señoras todavía no han renunciado a la españolísima costumbre de las peinetas de carey y las negras mantillas de encaje para ciertas ceremonias religiosas o sociales, y en donde se aprecia aún el hidalgo donaire del protocolo para la presentación de credenciales de los embajadores en el Palacio de Oriente, el Ayuntamiento ha realizado ya la segunda Semana del Erotismo. En su inauguración, modelos masculinos y femeninos se exhibían en prendas interiores ante una numerosa asistencia de jóvenes de ambos sexos, excitados y soeces, mientras el consejero municipal de Cultura leía un cuento erótico e incitaba a los presentes a desnudarse. Todo ello convive dentro de una relativa normalidad, bajo la presidencia de un Gobierno que, a pesar de socialista, no muestra prisa en extirpar el capitalismo; que dialoga con unos organismos eclesiásticos — los cuales no parecen extrañarse demasiado con lo que pasa — y con una oposición que muchas veces no se sabe exactamente en qué se diferencia del partido gobernante en sus soluciones a corto plazo. Volvamos a nuestra comparación con los coches de choque. ¿Cuál es el factor que — a la manera de los bordes de goma que amortiguan la fuerza de los golpes — impide que el creciente caos despreocupado que se refleja en los ejemplos precedentes produzca las reacciones naturales? Se trata de un fenómeno psicológico singular, especialmente sorprendente si se toman en consideración las características peculiares de nuestro temperamento; es un estado de apatía que se manifiesta en un número cada vez mayor de personas, en relación a un número cada vez mayor de temas y afecta profundamente la vida nacional, desconcertando a los más diversos observadores*.
* Julián Marías escribió, por ejemplo: “La pasividad inducida por la propaganda en el cuerpo social lleva a un estado de anestesia que permite la manipulación y suprime los reflejos y, lo que es peor, el ejercicio de la inteligencia y la voluntad” (''ABC”, 10-3-1985). Y, posteriormente: “Está en curso una operación en gran escala que podríamos llamar la anestesia de la sociedad española” (“ABC”, 7-11-1986). Comentando las reacciones frente a la política del PSOE, Alejandro Muñoz Alonso, señaló también: “lo más grave es la indolencia y la pasividad con que se responde a la intoxicación y manipulación sistemáticas” (“ABC”, 15-10-1986). Luis Apostúa destacó a su vez “una especie de anestesia social” (“Ya”, 31-12-1986). Refiriéndose a la actual apatía un calificado estudio afirma: “Los españoles pasan menos que los otros europeos por una serie de sentimientos y estados psicológicos, les ocurren menos cosas, parecen tener una menor vivacidad psicológica (...) Esta menor vivacidad, este cierto apagamiento vital (...) puede parecer extraño cuando se considera el bullicio y expresividad de nuestra vida de relaciones y de nuestras manifestaciones externas, visibles en las reuniones, en la calle y en otros lugares públicos” (Francisco Andrés Orizo, España entre la apatía y el cambio social. Una encuesta sobre el sistema europeo de valores: el caso español in “Comentario Sociológico”, enero-junio de 1985, pp. 186-187).
Apatía — del griego a, privación, y pathos pasión, sentimiento, emoción — significa impasibilidad del ánimo, ausencia de afectos y pasiones [1]. Cada vez hay más españoles apáticos, es decir, impasibles o insensibles frente a las contradicciones, a los absurdos instalados como hechos normales, a las amenazas que se levantan contra sus más arraigadas convicciones e incluso contra sus intereses individuales, por los cuales algunos habían sacrificado esas mismas convicciones. Tal apatía hace soportable el dolor que causan normalmente al hombre la confusión, el caos y las amenazas. Permite así que la disgregación avance sin traumas, lo cual a su vez tiende a aumentar la apatía. Pues entendiendo cada vez menos el hilo de los acontecimientos, las personas se van desinteresando de los grandes problemas nacionales y abandonan toda idea de reacción. “Esto es un caos”, “ya no hay quien entienda nada” son frases que se escuchan a menudo. ¿Serán susceptibles de un estudio más detallado las características de un fenómeno tan sutil como el que acabamos de enunciar? ¿Cómo se ha difundido entre nosotros esta misteriosa apatía que penetró en tantos espíritus como la nube radiactiva de Chernobyl en los cielos de Europa? ¿Cuáles son los riesgos a que está sujeta una nación trabajada por este fenómeno? ¿Puede esta apatía ser manipulada para producir inesperadas transformaciones que cambien radicalmente la fisonomía de España? Nadie podrá negar la conveniencia de buscar una respuesta a tales cuestiones. Más aún. Al problema de la apatía pública se añade otro todavía más grave. Nos acercamos aquí al tema central de este libro: los más altos dirigentes socialistas han confesado, de un modo u otro, que el PSOE tiene el proyecto de revolucionar a España desde sus cimientos [2]. De hecho, lo está llevando a cabo intensamente, aunque mediante vías y métodos nuevos cuyas características desconciertan a quien se quedó con la imagen marxista clásica del socialismo tal como éste se mostró, por ejemplo, durante la II República. Sobre esta neorrevolución socialista sui géneris —con trazos principalmente psicológicos y culturales — uno de sus líderes llegó a decir que es “asombrosa” [3]. Y efectivamente lo es, como asombrosa resulta también la apatía que se va adueñando de la nación. ¿Existe alguna relación entre la asombrosa abulia pública y la neorrevolución “asombrosa”? Creemos que sí. En efecto, el análisis de las tendencias, ideas y hechos del momento presente nos lleva a afirmar que sin esta extraña insensibilidad popular, no sería posible la radical transformación socialista en curso. Esta neorrevolución no sólo vive de la apatía sino que, al mismo tiempo, la alimenta y profundiza. Y en esto presenta una nota de originalidad: todas las revoluciones anteriores eran desencadenadas mediante una excitación previa de la opinión pública. Esta neorrevolución, sin embargo, no busca agitar a las masas para alcanzar sus objetivos, sino que se aprovecha de la apatía y la difunde. Así, sin traumas ni dolores, España está siendo llevada a perder la identidad consigo misma. Para denunciar esta situación, cuya mayor dramaticidad está precisamente en que se desarrolla sin dramas, hemos escrito este libro. * * * El carácter nuevo y desconcertante de que se revisten ambos aspectos de la actual encrucijada — el estado generalizado de apatía y la transformación neorrevolucionaria — plantea determinados problemas metodológicos para exponer adecuadamente la cuestión. Una palabra de aclaración al respecto nos parece oportuna. De suyo, lo asombroso es difícil de ser abarcado totalmente a primera vista. Tanto más cuando se trata de un acontecimiento histórico de grandes proporciones. Al analizarlo corríamos el riesgo de perdernos en las nubes de la pura doctrina o de dispersarnos en los pormenores de los hechos concretos. Al redactar el presente estudio hemos intentado mantenernos equidistantes de ambos extremos. Por primera vez en su existencia, TFP-Covadonga aparece así como centrista... pero lo será tan sólo entre el extremo de la pura teoría y el del inmediatismo episódico y dispersivo. Nuestra intención es exponer al mismo tiempo los aspectos doctrinales del problema y su contenido concreto ilustrado con ejemplos, que estimulen al lector a analizar y juzgar la doctrina criticada, viéndola reflejada en su vida cotidiana. Para ello, en cada una de las partes en que ha sido subdividido el tema general, hemos reunido los hechos en torno a uno o más puntos doctrinales, desarrollados con la amplitud necesaria para una obra cuya finalidad no es sólo atraer la atención de los estudiosos, sino también alertar a los españoles de cultura media y, por la acción de éstos, llegar a los de menor cultura. No hemos pretendido, pues, publicar un análisis exhaustivo de la materia. Se trata de un estudio piloto sobre la peculiar encrucijada histórica en la que se encuentra España. Más aún, es un grito de alerta para intentar despertar a una nación que se adormece suave y despreocupadamente, en un sueño amodorrado e insidioso que la conduce a su auténtica muerte espiritual.
Notas [1] Cfr. Enciclopedia Universal Ilustrada, Espasa-Calpe Editores, t. 5. [2] Cfr. capitulo 5, ítem I. [3] Declaraciones de Alfonso Guerra a "Diario 16", 5-7-85.
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