Sociedad Cultural Covadonga
Carta al Rey D. Juan Carlos I
|
|
A Su Majestad el Rey D. Juan Carlos I Palacio de la Zarzuela MADRID
Señor,
Besando las reales manos de Vuestra Majestad, la Sociedad Cultural Covadonga, penetrada de sentimientos de veneración por la Corona, así como de respeto y afecto por Vuestra Majestad, pide venia para expresarle la perplejidad —por no decir la angustia— de que cada vez más se siente penetrada, a la vista de los hechos que más adelante expondrá. Es con dolor que los traemos, Señor, a Vuestra presencia, movidos por el deseo de que conozcáis las reflexiones —hasta ahora no expresadas, que sepamos— de un sector de la opinión pública nacional; sentimientos de alma, por lo tanto, que no son sólo los de los componentes de esta Sociedad. Fuimos de aquellos que con más calor aplaudieron la ascensión de Vuestra Majestad al trono de sus gloriosos antepasados. Y tenemos fundados motivos para creer que muchos de los que comulgaron con nosotros del mismo entusiasmo participan hoy con nosotros de las mismas perplejidades. La institución monárquica, hereditaria por naturaleza, garantiza a los pueblos la continuidad de la obra de la dinastía, adaptada entre tanto a las variables circunstancias de cada Reinado. Teníamos razones, pues, para esperar de Vuestra Majestad, después de ceñida la corona de sus antepasados, una acción que fuese fundamentalmente continuadora de las tradiciones de Fernando III el Santo, de los Reyes Católicos, y de tantos otros Soberanos españoles, ya sean de la casa de Austria, ya sean de la dinastía formada por hijos de San Luis, que sucedió a aquella. Continuar algo, bien lo sabemos, no implica mantener un inmovilismo letal, sino ajustar, a la variación de los días, un legado sustancialmente intacto. Permítanos Vuestra Majestad que lo digamos con el debido respeto: en la España monárquica, la adaptación a lo que son nuestros días (o a lo que muchos piensan que ellos son) es continua, evidente e indiscriminada. Adaptación tanto al bien como al mal. A lo que es cristiano, como a lo que es anticristiano. Pero, mientras así se muestra, llevado hasta la hipertrofia, uno de los aspectos de la obra real, del otro aspecto, es decir, del de la continuidad, nada o casi nada percibimos. Decimos “casi nada”. Lo poco que de ella se conserva, a nuestro parecer, ejerce sobre extenso sector de opinión una acción psicológica de presencia que está sirviendo para adormecer, en una filial pero irreflexiva despreocupación, a amplios sectores del país. De manera que las adaptaciones hasta ahora realizadas —que despertarían un clamor de indignación si fueran responsables de ellas gobiernos socialistas o comunistas— no han ocasionado mayores expresiones de descontento. Y esto porque el secular prestigio de la Corona induce a muchos españoles a un acto de confianza, que de otro modo no harían. No asombra, pues, Señor, que aquellos españoles, cuya doctrina lleva implícita la destrucción de vuestro trono, que desean extinguir Vuestra dinastía, y la instauración de una obra que es la más completa negación de todo lo que la monarquía española representa, exija de sus partidarios un completo apoyo a la Monarquía, frecuenten Vuestros palacios, participen de Vuestras recepciones y den como razón para ello que sólo la presencia de un trono en España puede lograr que la nación no reaccione enfurecida frente a los triunfos que las izquierdas van alcanzando entre nosotros. No creemos, Señor, que a un monarca tan joven, tan activo, tan presente en todo lo que ocurre en la España de hoy, le hayan pasado desapercibidas las formales declaraciones del secretario del Partido Comunista Español, Santiago Carrillo, a este respecto: “Soy republicano, pero si en vez del Rey hubiésemos tenido un presidente de República en este período, seguramente no se celebraría este mitin, porque habría comenzado ya el tiroteo” (“El País”, 2/10/1977). Y tanto sorprende a los españoles, de las más variadas corrientes, que esto suceda así, que incluso los comunistas, seguidores de este parlamentario, parecen no creer en sus propios ojos, al ver lo que ven, razón por la cual este diputado sintió la necesidad de repetir varias veces la misma y asombrosa declaración: “Es necesario comprender que el hecho de poner en entredicho la Monarquía conduciría el país al borde de la ruptura, a una crisis cuyas consecuencias son imprevisibles. El Rey ha jugado un papel positivo, evitando al país una nueva guerra civil” (“Paris Match”, 17/3/1978). Todo lo que estas insistencias tienen de verdad parecen haber persuadido a las propias bases del P.C.E. Pues, en el IX Congreso de este partido, reunido en un hotel de Madrid, en abril último, fue aprobada por impresionante mayoría una resolución de apoyo a la permanencia de la monarquía en España. Obviamente, porque el P.C.E. considera esto favorable para la obtención de las metas del partido. O sea, para la implantación del comunismo en las tierras del Cid Campeador. ¡El cetro de los Reyes Católicos abriendo camino para el comunismo! ¡Quién podría imaginar que tal cosa algún día ocurriera! Sin embargo, nos preguntamos: ¿Cómo negarlo? ¿Cómo negar, por ejemplo, que Dolores Ibárruri, la “Pasionaria”, alguna vez pudiera sentarse en la presidencia de las Cortes Españolas, si las eventuales oposiciones a este hecho clamoroso no hubieran sido neutralizadas por el sentimiento de estabilidad que la institución monárquica naturalmente engendra? En la perplejidad de nuestros corazones, nos preguntamos si esto es conservar la España de siempre. Y nuestros corazones nos responden: ¡Jamás! Preguntamos a nuestros corazones si esto es una adaptación a la España de hoy. Y, con la misma seguridad, nuestros corazones también responden: ¡Jamás! Pues el mismo secretario del P.C.E. confiesa que la España de hoy no toleraría lo que se está haciendo si no la inmovilizara el prestigio de la Corona. Señor, permitid que la lógica de nuestro razonamiento siga su curso. No podemos disimular a nuestros ojos de fieles súbditos de Vuestra Majestad la realidad desalentadora, enigmática, alarmante. En esas condiciones, la Monarquía no se está adaptando a la España de hoy, sino que está ejerciendo una peculiar forma de influencia que contribuye para adaptar la España de hoy al comunismo. Jamás imaginamos, Señor, tener ante nosotros semejante realidad. Pero, si pudiera caber todavía alguna duda sobre la objetividad de ese planteamiento, la disiparían las propias palabras de Vuestra Majestad sobre hombres y hechos de la desventurada China comunista. No hay un español que, estando a la cabeza de nuestro país, pudiera decir, sin provocar una profunda perplejidad, lo que afirmó Vuestra Majestad, en mensaje al primer ministro Hua Kuo-feng, con ocasión de la muerte del sanguinario tirano comunista Mao Tse-tung: “Tenga la seguridad de que todos compartimos sinceramente el dolor del pueblo chino en estos tristes momentos, pero estoy seguro de que la figura del desaparecido Presidente servirá siempre de modelo y orientación para su pueblo” (“Ya”, 11/9/76). De interpretar esas palabras en su sentido natural, Vuestra Majestad hace votos de que, durante todo un largo e indeterminado futuro (“siempre”), el pueblo chino se modele y oriente según el pensamiento y la obra de un hombre que fue uno de los más marcantes líderes comunistas de nuestro siglo. O sea, que el pueblo chino continúe comunista. Esto nos lleva a ponderar, respetuosamente, Señor, que el comunismo en cuanto doctrina es lo opuesto de la Religión Católica. Y en cuanto régimen es lo opuesto de la Ley de Dios. Si un gran diario español puede atribuir estas palabras a un monarca católico —al Rey Católico— que es Vuestra Majestad, y si ese periódico no sufre ningún desmentido, ¿Cómo un católico coherente puede no sentirse profundamente perplejo? Pues, en sana lógica, la misión del Rey Católico consiste, no en formular palabras de tal manera inexplicables, sino en esclarecer, de todos los modos posibles, a la opinión española, la nocividad del régimen comunista para nuestra querida España, así como para cualquier país del mundo. Y, haciendo Vuestra Majestad a la China comunista el honor de una visita que ella no merece, la prensa acaba de atribuirle —sin desmentidos— la siguiente declaración: “…admiramos los sacrificios y esfuerzos que el pueblo chino ha realizado, al calor de un patriotismo pocas veces igualado en la Historia, para llevar a cabo la clara y gigantesca transformación que presenciamos en nuestros días y conducir al país a metas de bienestar, de cultura y de progreso. “Quiero rendir homenaje a los grandes dirigentes de vuestra nación y recordar al presidente Mao Tse-tung, y al primer ministro Chou En-lai, los grandes artífices de la China de hoy, que dotaron al país de un espíritu, de un pensamiento político, de una clara seguridad nacional y de una esperanzadora determinación que han sido el asombro del mundo y que en Vuestras manos continúan cumpliéndose en todas sus promesas. (…) Todo ello en un marco de justicia que tiende a lograr unos objetivos de alcance universal, como es el de la definición de un nuevo y equitativo orden económico internacional” (“ABC”, 17/6/1978). ¡Ah, Señor! ¡Cuánta razón tiene Santiago Carrillo en sentirse alegre y esperanzado! ¡Y, nosotros, en sentirnos tristes y afligidos! Vuestra Majestad afirmó, hace pocos meses, refiriéndose a las transformaciones por las que va pasando España en estos tan pocos años de su reinado, que hay “probablemente” personas “que lo detestan”. Y Vuestra Majestad ejemplificó: “los muy ricos, por ejemplo. En las playas de lujo, el último verano, la mejor sociedad me designaba, al parecer, como “el rey comunista”. Es divertido” (“Le Point”, Nº 275, 26/12/1977). Podemos aseguraros, Señor, que hay innumerables españoles que, lejos de detestaros, Os aman y Os veneran. Ellos desean, por eso mismo, que no hagáis el juego de aquellos que Os detestan más que nadie y que sólo Os aplauden porque Vos mismo hacéis Vuestra autodemolición. Actualmente, Vuestra Majestad preside una verdadera revolución, que en una descripción elogiosa y casi afectiva calificó como “una revolución a mano limpia”. (“Nada es más difícil para un hombre, quien quiera que sea, que ver modificarse de un solo golpe el paisaje que lo rodea. Mas recorred ahora mismo Madrid. O bien, id a Barcelona, o a Valencia, o a Burgos. Y decidme si escucháis gritos, clamores. ¿Dónde están los fusiles, dónde está la cólera? Es el pueblo más caliente, tal vez el más violento, que existe en Europa. Y, esta vez, hace una revolución “a mano limpia”. Todos conversan con todos. Las vendas cayeron de las bocas y los puños ya no se cierran” (“Le Point” Ibid.). Es muy cierto. Esa revolución “a mano limpia”, que Vuestra Majestad festeja, está en marcha. ¿En qué consiste? ¿Qué medidas o qué transformaciones sociales la integran? Consultando los hechos notorios que el país tiene ante sí, son ejemplos o consecuencias de este proceso la despenalización del adulterio, la legalización del nudismo —tanto en publicaciones y espectáculos, incluso en ciertos programas de Televisión Española, como en campos naturistas— el aumento del consumo de drogas y el incremento de la homosexualidad. Son medidas o hechos concretos que destruyen tantos principios de moralidad como tradiciones por las cuales España se reconocía ufanamente a sí misma como nación cristiana. La catolicísima nación de los Reyes Católicos. Vuestra Majestad podría haber ido más lejos. En vez de hablar de “revolución a mano limpia”, podría haber hablado de “revolución de aplausos”. Vuestra majestad está rodeado de aplausos. Unos Os aplauden por lo que representáis. Otros Os aplauden porque ayudáis a destruir lo que representáis. Vuestra majestad está, eso sí, en el centro de un inmenso equívoco. Sin embargo, prestad atención, Señor. Del lado de los que Os aman por lo que representáis, los aplausos van disminuyendo. Del lado de los que odian lo que representáis, los aplausos van creciendo. Vos adormecéis a los que naturalmente Os apoyan; Vos Os aisláis de ellos; Vos parecéis divertiros viendo que ellos no Os comprenden. Pero estos no son sólo “los muy ricos”, de los cuales habláis con desdén, sino también españoles de los más diversos niveles de fortuna. Y entre estos ocupan un lugar, sin ningún realce, los que tienen la triste honra de dirigirse a Vos en este momento. Habláis de los que no Os entienden, juzgándolos simplemente “divertidos”. No los teméis y tenéis toda la razón. Pues ellos Os aman aunque Vos Os riais de ellos. Mas, desgraciadamente, no por eso el peligro deja de avanzar sobre Vuestra Majestad. Pues, en la medida en que perturbáis, confundís, desprestigiáis y escandalizáis a los que Os aman, Vos mismo les disminuís el ímpetu en la acción y el calor de su presencia en la vida española. Y, cuando esta disminución llegue a su punto final, y los comunistas no tengan ya razón para temer reacción alguna, habrá llegado vuestra hora, Señor. Seréis inútil para ellos. Y, en el preciso instante en que Os volváis inútil, les seréis insoportable. Os daréis cuenta, entonces, que del centro de los aplausos en que Os encontráis, Os habréis trasladado al centro del dolor. Tendréis, de un lado, a los que, inutilizados por Vos, no podrán sino llorar por Vos. Y, del otro lado, a los que, estimulados por Vos, no querrán sino destruiros. En este momento, no tendréis que preguntaros qué harán con Vuestra real persona, con la Reina, con Vuestros hijos —el Príncipe y las Infantas— aquellos a quienes ahora favorecéis. Favorecer las revoluciones, aún cuando inadvertidamente, es predestinarse a ser víctima de ellas. Mirad Vuestra propia sangre. En una rama ilustre de Vuestra Casa, no lejana de Vuestro augusto linaje, el Duque de Orleans fue un destructor del pasado que representaba y un aliado de los enemigos de ese pasado. La Revolución le dio el ridículo nombre de Felipe Egalité. Y, después de haberlo llevado al envilecimiento de todo lo que simbolizaba la sangre que tenía en las venas, ya no necesitando de igualdad, y sintiendo que su sangre regia estaba tan indisolublemente ligada a aquel pasado glorioso y odiado, la misma Revolución derramó la sangre del Egalité. Señor, alejad ahora Vuestros ojos de nuestros vecinos del Norte y considerad lo que pasó más recientemente con nuestros vecinos del Oeste. Ellos también hicieron una revolución. No “a mano limpia”, por cierto, sino con claveles en los fusiles. En una alegría que parecía general, en una aparente aurora de paz. No mucho después, lo que comenzara con flores llegó a transformarse en tropelías, violencias, derramamiento de sangre y en un caos que hasta ahora no han cesado. Las revoluciones son siempre las mismas. En nuestros días ellas comienzan con flores o aplausos. Pero son siempre revoluciones. Vos, Señor, Os divertís con súbditos que se afligen y temen por Vos. Y no Os dais cuenta de que si para Vos somos divertidos, para los comunistas el divertido sois Vos, Señor. Todas estas reflexiones y sentimientos los depositamos, a título informativo, en las reales manos de Vuestra Majestad, las que otra vez besamos al concluir la presente misiva. No tenemos, Señor, la pretensión de daros ningún consejo respecto a esos asuntos. Estamos persuadidos de que, dentro del actual cuadro político español, con el alto prestigio moral de la corona, las atribuciones legales compatibles con el actual curso de las cosas en nuestro país, y la amplia simpatía de que gozáis, podréis encontrar, en Vuestra sabiduría, los medios para alterar la situación que acabamos de poner ante Vuestros ojos, con nuestros homenajes de amor y de veneración. A este homenaje de amor filial y de veneración unimos una petición. Está ya muy avanzado el debate en las Cortes del nuevo texto constitucional. Una muralla más de la España cristiana está a punto de derrumbarse. Es la indisolubilidad del vínculo conyugal y, por lo tanto, de la familia. Y, sin familia cristiana, no hay nación cristiana. Empeñad, Señor, todos los factores de influencia que acabamos de enumerar, para evitar esta nueva victoria de los demoledores de la España cristiana. Haciéndolo, Señor, perderéis tal vez el apoyo de las izquierdas. Pero velarán por Vuestra augusta persona, por Vuestra Dinastía y por la España católica los Santos que sobre ella reinaron, y también los que la ilustraron con sus estudios, con sus hazañas apostólicas, con sus hechos de armas y con sus obras de caridad insignes. Temed que, en este proceso de alejamiento de los que Os aman, el curso de la historia llegue al punto de que la eventual aprobación del divorcio por Vuestra Majestad aparte de vos el propio Dios. Y que Os encontréis, por fin, a solas ante los pregoneros del ateísmo. En las complejidades del trance en que actualmente se halla Vuestra Majestad, pedimos a la Santísima Virgen del Pilar y al Apóstol Santiago que lo iluminen. Y, penetrados de este deseo, firmamos este mensaje en Zaragoza, histórico lugar del encuentro de la Virgen con su glorioso Apóstol. Del Cid Campeador dice el “Cantar de Mío Cid”: ¡“Dios, que buen vasallo si hubiera buen Señor!”. Pedimos a la Virgen y a Santiago, en el acto mismo de firmar este mensaje, que ellos nos den una gracia que sea aún más señalada, a saber, que seamos según es nuestro firme propósito, buenos vasallos, aún cuando nos toque presenciar, consternados, que siga adelante el curso los acontecimientos anteriormente aludidos. Buenos vasallos no seríamos si con toda lealtad no dijésemos a Vuestra Majestad lo que con el debido respeto aquí queda dicho. A los reales pies de Vuestra Majestad,
En Zaragoza, bajo la protección de la Virgen del Pilar, a 13 de julio de 1978
(firma) José Francisco Hernández Medina Presidente en funciones Lagasca, 127 – 1º dcha. Madrid-6 |